La Jornada
Javier Aranda Luna
Curiosa sociedad la
nuestra: cada vez tenemos más foros de discusión y, al parecer, cada vez
discutimos menos. Discutir en el sentido fuerte del término: contender
con razones para examinar temas esenciales como el calentamiento global,
el agua, la sobrepoblación, las matanzas en Malí, el derecho a la
maternidad voluntaria o la nueva peste de la sociedad moderna: el ocio.
Temas centrales que parecen telón de fondo de una puesta en escena inevitable.Susan Sontag, quien el pasado miércoles habría cumplido 80 años, ha sido de los pocos intelectuales que han estado más interesados en comprender e incidir en la realidad que en contender por un sillón en la mesa de discusiones de colegios y academias.
Para escribir sus ensayos le importaba más que una buena bibliografía, partir de la realidad de las cosas para comprenderlas. Ningún autor por consagrado que fuera le interesaba más, por ejemplo, que las matanzas en Sudán o en Vietnam, realidades que iban más allá de cualquier interpretación literaria.
Para el Nobel alemán Günter Grass, Susan Sontag,
con mucho valor y sin dejarse amedrentar por nada, criticó las irregularidades en su país y por eso fue atacada y ofendida. Y vaya que fue atacada: la calificaron de izquierdista, derechista, populista, elitista, lúcida, ingenua, comprometida, irresponsable y de practicar cuantas posiciones antagónicas pueda uno imaginarse.
Su constante razonar el mundo, su constante darle vuelta a las cosas para comprenderlas mejor, la hizo discutir con todos, e incluso con ella misma. Sontag sí cumplió con la sentencia de que el ejercicio de la crítica empieza con la autocrítica.
Siempre estoy luchando contra los estereotipos, solía decir Sontag, incluso contra aquellos que habían surgido de sus propios razonamientos.
Elena Poniatowska la llamó la conciencia crítica de Estados Unidos y Sartre celebró su inteligencia. Para Carlos Monsiváis fue una de las mujeres más lúcidas del siglo XX y para Carlos Fuentes el único intelectual con capacidad de conectar los distintos saberes y realidades del planeta.
Yo añadiría que unió, como pocos, razón y pasión para entender por ejemplo, nuestro desastre ecológico antes de que fuera tema de conversación o los cambios éticos que el uso masivo de la fotografía nos ha impuesto interviniendo en nuestra percepción de lo real o en nuestra intimidad: ¿la fotografía de un cadáver triturado por la maquinaria de la guerra es de su familia o debe ser mirado por otros para horrorizarnos de las atrocidades cometidas en él?
La fotografía, nos dice la escritora,
al enseñarnos un nuevo código visualaltera y amplía nuestra noción de
lo que es digno de ver y de lo que tenemos derecho a observar. Y eso significa ni más ni menos, que esas imágenes que miramos constantemente en nuestra casa o en las calles, han trastocado profundamente nuestra visión ética.
Su lucha por los derechos y contra los fanatismos de cualquier índole fueron constantes en su ejercicio crítico.
Sontag empezó a leer a los tres años y a escribir a los ocho. Su mayor compromiso fue con la palabra. Pero la palabra para comprender e incidir en el mundo. Treinta o 40 correcciones por página publicada no es poca cosa en una época en la que el facilísimo en la escritura engendra esperpentos. Compromiso con la palabra que también la hizo viajar a Hanoi o a Sarajevo en momentos de conflicto para razonar a partir de lo real. Escribir para Sontag fue, sin hipérbole, un método de razonamiento.
Alguna vez le preguntaron a Sontag sobre su al parecer incesante curiosidad intelectual –destacada incluso por su hijo– al hacer cine, ensayo, novelas y ser una activista política de tiempo completo. Ella dijo entre burlas y veras que la vida del hombre creativo estaba
guiada, dirigida y controlada por el aburrimiento. Evitar el aburrimiento es uno de nuestros propósitos más importantes.
Para ella la literatura fue una vocación e incluso una especie de
salvación. El arte, la literatura, el pensamiento fue la única herencia real del pasado.
Susan Sontag es autora de una frase que según los editores de The New York Times define como pocas el meollo de su trayectoria intelectual y de su vida misma que terminó consumiendo el cáncer:
yo creo que vale la pena seguir resistiendo. La vida como resistencia, el pensamiento crítico como lucha contra lo que parece inevitable, como laboratorio para modificar con nuestro entendimiento el presente.
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