viernes, 7 de diciembre de 2012

Huellas de narrador*

1/Diciembre/2012
Laberinto
Xavier Velasco

Dos son los ángeles protectores a los que aquí se encomienda el autor de Diablo Guardián: el deseo de contar, un descubrimiento que registró durante su adolescencia, y ese escritor proteico que fue Carlos Fuentes, contemporáneo de Balzac. 


Estar aquí esta noche, ocupando un espacio de lejos familiar, inspira sentimientos contradictorios. De un lado, me recuerdo apostado allá mismo, espectador intruso, fugitivo del aula universitaria delirando que un día de seguro lejano sería un novelista de verdad, igual que el beato sueña con los hábitos. Del otro, puedo ver a Carlos Fuentes consumando un hechizo colectivo para el cual, nada más abrir los ojos, temo que me escasean los abracadabras. Esta suerte de ensueño acontecido no está exenta, por tanto, de un raro sentimiento de usurpación. “¿Pero qué novelista no es un usurpador profesional?”, me corrijo y recuerdo, muchos años más tarde, la sonrisa de Fuentes al tiempo de confiarme que éste, el de novelista, es el mejor trabajo del mundo.
A menudo sucede que los géneros eligen al incauto que habrá de cultivarlos. Nunca, que yo recuerde, tomé la decisión de hacerme novelista. Y si acaso lo hice, trataríase no más que de una obediente resolución, adoptada con cierta resignación intrépida, cuando ser y asumirse embrión de novelista llevaba a tentaciones tan urgentes como huir de las aulas universitarias en pos de unos centímetros cuadrados del suelo del Colegio Nacional, así fuera en cuclillas y hasta atrás, para asistir perplejo, patitieso, atento como un francotirador, al rito apasionado del novelista-actor que hacía de su persona personaje hasta orillar al verbo a hacerse carne, al tiempo que en la sala retumbaban esos ecos de pronto socarrones, sabihondos, truculentos, cáusticos, pasionales, resonantes. “Siete días tardó la creación divina”, advertía Carlos Fuentes bajo estas mismas piedras, “el octavo nació la creación humana y su nombre fue el deseo”.
Hasta donde recuerdo, y según testifica el renglón de “conducta” en todas mis libretas de calificaciones, el deseo de contar y hacerme oír se remonta al inicio de la vida escolar. “Platica mucho en clase”, anotaba maestro tras maestra, y ahí a renglón seguido mi madre respondía con la misma mentira compungida: “No volverá a suceder”. Hasta que un día el deseo tropezó con la pluma y el papel: dos aliados angélicos para el niño que ya ha alcanzado el rango de lisiado social y no habrá de jugar más que consigo mismo. A partir de ese día mi indisciplina no conoció más límite que las hojas finales de aquellos cuadernos donde nadie me vio conquistar mundos y derribar imperios, a bordo de una alfombra de palabras que era el mejor juguete imaginable.
Paridos casi siempre de atrás para adelante, en los mismos cuadernos de Aritmética o Ciencias Naturales que nunca habría llenado con apuntes, aquellos garabatos virtualmente encriptados que rara vez llegaban a la palabra fin no eran menos que una bitácora de fuga. Me envicié en este juego, a fin de cuentas, para huir del encierro en general y de la especie humana en particular. Antes que novelista soy fugitivo. La tinta es mi coartada y el cuaderno, con suerte, el salvoconducto. No persigo más gloria que eludir el arresto.
Hurgo en la condición de apestado escolar que motivara mis primeros desvelos y concluyo que alguna relación debió de haber entre ser un alumno impopular e interesarme poco por los superhéroes. Una vez aburrido de Ciudad Gótica, sin el menor deseo de rozar los suburbios de Villa Chica, llegué a la adolescencia y hallé asilo en un pueblo que se llamaba Cuévano. No estaba en ningún mapa, pero era familiar a extremos misantrópicos y gozoso a niveles lacrimógenos. Poco faltó para que por la culpa de Jorge Ibargüengoitia el maestro escribiera en mi libreta “llora de risa en clase”.
He de admitir ahora que había una satisfacción díscola y revanchista en reprobar materias por leer novelas. Ya que no me era dado premiar mi pubertad calenturienta frecuentando el Casino del Danzón, quería cuando menos malograrme en el nombre de sus anfitrionas, las infames hermanas Baladro. A ver, pues, ¿qué tarea escolar me iba a sacar de Cuévano? ¿Qué pupitre-trinchera no acabaría convertido en el túnel propicio que conectaba al aula mal querida con otra del colegio Leoncio Prado, un averno aún más hondo y tenebroso pero al menos repleto de diablos entrañables? ¿Cómo no abandonar civismo y catecismo por ir tras el misterio de la niña Amilamia?
Cierto es que no arribaron tan temprano como uno habría esperado, pero a su modo fueron muy puntuales. Si con dieciséis años mis compañeros no creían más en superhéroes, los míos recién llegaban al rescate, precedidos por la palabra boom. Otros héroes habían venido al mundo para salvarlo de villanos insufribles y evitarle las peores calamidades; los próceres del Boom latinoamericano, jugaba a imaginar, descendían del firmamento literario para reivindicar aquella profesión deficitaria que según mis mayores acabaría por matarme de hambre. ¿Viviría tal vez en la miseria extrema el hombre que nutría mis insomnios a través del fantasma de esa infeliz Eréndira en cuyo lecho tanto dormité? ¿Sería mi destino similar al del historiador Felipe Montero, condenado a alquilarse hasta la tumba para solaz de una hechicera esquiva?
Esperé muchos años la oportunidad de agradecer al maestro distante que me insultara a tiempo, aunque sin pretenderlo. Todavía estudiaba la preparatoria y aspiraba a vivir de la política, para sonora sorna de mi fuero interno, cuando encontré el insulto en el periódico. Es decir, cuando aquella invectiva dio conmigo. “Novelista sin novela”, fustigaba a la letra Carlos Fuentes a su destinatario, que no era el de la carta sino yo. ¿Cómo saber que uno es un novelista, si no existe constancia ni del primer intento? ¿Y no era de esperarse que al menos escociera ese exabrupto ardiente que habría de acompañarme, año tras año de infertilidad, como una suerte de cilicio invisible?
Para mi desazón, no había un solo aviso en la sección de anuncios clasificados donde solicitaran un novelista. Y menos, suponía, uno sin novela. Por más que desde niño así me torturara, no había renunciado a esa manía morbosa y masoquista de comparar las líneas recién pergeñadas con las de los autores que uno lee. Si los hermanos Grimm me acomplejaron antes de los diez años, a los veinte mordía tímidamente el polvo bajo el látigo de Milan Kundera, cuyas páginas eran a un tiempo inmarcesibles y entrañables. Eso es un novelista, me intimidaba a solas, entre desconsolado y deslumbrado, mientras imaginaba las calles penumbrosas de la Malá Strana y le daba las gracias al maestro distante que me señaló el rumbo del hallazgo.
Supe de la existencia de Kundera merced a un deslumbrante ensayo literario, mismo que devoré con la comezón propia de una novela de Rubem Fonseca. Y no era para menos, si en su transcurso intenso Carlos Fuentes narraba su hazañosa travesía al lado de Gabriel García Márquez a la Praga recién defenestrada por las tropas del Pacto de Varsovia. El encuentro de ambos con Milan Kundera, digno de una novela de Ian Fleming, funge como escenario para una comatosa Europa Central donde el poeta insiste en observar que “la ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no comprendía”. ¿Y no era una ventaja jugar a novelar y nada más, cuando el único fin era huir del colegio en perfecto secreto? ¿Qué ha de hacer la ficción para llevar a cuestas el peso muerto de una realidad donde a nadie le importa la ficción? Corrijo: casi a nadie. Al novelista debe bastarle esa rendija para darse a creer en lo inenarrable.
Hacer eco gratuito de la vieja verdad de Perogrullo según la cual “la realidad supera a la ficción” equivale a opinar que el accidente suele ser más veloz que la ambulancia. Antes que superar a quien aún no llega, la realidad apenas prefigura lo que con suerte un día será ficción, y entonces sí que habrá de corregirla; otorgarle un sentido y un origen, un cómo y un por qué, un desde entonces y un hasta aquí. ¿Sabes, de aquí a cien años, me preguntó un día Fuentes, sin contener la risa, quién va a saber los nombres de los miembros del gabinete de Vicente Fox? “He ahí la pobrecita realidad”, parecía conceder su mueca entre festiva y funeral, seguida de esa luz artificiosa que solía reinstalarlo en los dominios del fabulador.
Enseñarse a escribir esas cuartillas no solicitadas que alguna vez, tal vez, merecerán el rango de novela, es atizar la hoguera donde ya se consumen las propias vanidades y no contar sino con la osadía para sobrevivir a los espectros que uno mismo alimenta en el camino. ¿Cuál es ese camino, que tan bonito suena? Escribimos no más que para averiguarlo, y leemos acaso por esa misma causa. No se trata de en dónde termine la ficción, sino hasta dónde conseguirá llevarme. Es decir, qué verdades punzantes habrán de encañonarme igual que bayonetas a lo largo de su transcurso mentiroso.
Los héroes de mi historia literaria no eran, ni mucho menos, unos pueblerinos, aun si sus novelas solían ocurrir en lugares “remotos” y en teoría dejados de la mano de la literatura. Alguna vez, en un debate público, José Revueltas y Mario Vargas Llosa discutieron en torno al término Boom. ¿No tenía que ser indigno y humillante, desafiaba el autor de Los muros de agua, que el esclavo se ajuste al lenguaje del amo? Lejos de esa metáfora feudal, Vargas Llosa reivindicó el derecho, si no la obligación, del novelista hispanoamericano a adueñarse de Shakespeare, así como de Goethe, Dostoievski y Flaubert, sin el menor complejo de por medio. Lejos de regatearle un palmo de respeto a quien me había dado las veneradas líneas de El apando, debí aceptar no obstante mi identidad profunda con la osadía del Boom. Comerse vivo al mundo: tal era la encomienda.
Si no entendía mal, ser novelista de este lado del mundo era aceptar la urgencia de meterse en problemas. Eso sí, con alguna discreción, según consejo de Lord Henry Wotton, agudo instigador para quien uno nunca tendría que hacer nada que no pueda contar en la sobremesa. Verdad es, sin embargo, que Oscar Wilde contenía un Harry Wotton y su correspondiente Dorian Gray. No se escribe novela sin debatirse entre Wotton y Gray, tanto o más que entre Jekyll y Hyde. Raro es el novelista que no sabe ejercer de juglar al final de la cena, mientras el aparato digestivo hace lo suyo y el cerebro no está para acrobacias, de modo que su obra, y con ella la elite de sus demonios, permanece escondida debajo de la mesa. Sin duda el narrador puede pagarse el lujo de la cautela, pero su obra tiene que atreverse a todo. Por eso no la quieren para la sobremesa.
En el remoto caso de que un día apareciera en el periódico aquel anuncio exótico donde se solicita un novelista, se entiende ya que el sueldo del escriba dependería de sus aptitudes. ¿Y cuáles serían esas aptitudes? Cada uno en su caso las conoce, pero ya teme que no las domina y sospecha además que son insuficientes. Se trata, al fin, de acuchillar a un león sin cuchillo a la mano. Va uno a la muerte, más que probablemente. Luego, le queda poco por perder, y puede que sea esa su última esperanza. En un descuido, logra marear al león. Toda novela es una última esperanza: más allá de sus límites no se mira sino penumbra y precipicio. ¿Cómo, pues, no escribirla con la vida en un hilo?
Igual que tantos otros lisiados sociales, crecí temiéndome un vulgar cobarde. La sola idea de trepar a un árbol se antojaba a mis ojos una gesta suicida. Lo cual, a ojos de Hemingway, me descalificaba como novelista. Y de poco sirvió que ya con quince años escalara los árboles como un macaco, si el complejo de novelista enclenque había crecido tanto que a gritos exigía plantar cara a la muerte. Ya con diecinueve años, salté de una avioneta en Tequesquitengo, con un paracaídas por ángel de la guarda, pues solo así sabría con certeza que había superado la prueba de Hemingway.
Es, por cierto, más fácil saltar hacia el vacío a tres mil pies del suelo que pelear contra el león por setecientos días y no caer rendido en el intento. La verdad, al final, es que entre tanta lucha cuerpo a cuerpo uno acaba por entenderse con la bestia, de modo que rodar barranca abajo, atenazados entre brazos y zarpas, no habla ya de suplicio como de salario. Un sueldo en tal medida generoso que a alguno le alcanzó para encarnarse nada menos que en Madame Bovary. Cuando el león cae vencido y el novelista vuelve con la piel en jirones, presa de algún excéntrico estado de gracia, sabemos por su rictus satisfecho que ha cobrado todo cuanto le corresponde. Puede morir en paz, ya nada le preocupa. Las regalías, y esto es evidente, solo podrán caerle del cielo.
De Hamlet aprendemos que el narrador no tiene sino un límite, y éste es por cierto la sobrevivencia. Si el narrador se muere, toda su obra inconclusa se va con él al fondo de la fosa. Situación insalvable, hay que decir, en el supuesto de que el hoy occiso resulte un novelista sin novela. Ya sé que Dorian Gray solo queda contento si me ve caminando por la cuerda floja, pero una vez cansado de darle gusto en uno y otro capricho debo reconocer que en el camino va uno pertrechándose con las tretas de Lord Henry Wotton. Si en los primeros años persigue el ficcionante la aptitud de escribir no a pesar del vértigo, sino a partir de él, eventualmente topa con las fronteras que un novelista nunca tendría que cruzar. La demencia, la muerte, la adicción terminal, aunque también la gloria, el poder, la certeza de la propia importancia: veneno puro para quien lo que busca es desaparecer detrás de su escenario y escapar, como un caco, en la confusión.
¿Qué ha de hacer el autor para bajarse de los homenajes y ponerse a escribir en su rincón? Quiero decir, ¿cómo hace Carlos Fuentes para ir a todas partes cargando con el peso de su nombre? Fue más o menos eso lo que le pregunté, cuando ya no tenía que seguirlo de lejos ni acercarme discretamente a sus espaldas en busca de cualquier asomo de lección, pues para esas alturas el maestro distante ya me había regalado su amistad. Todo ese asunto de los premios y homenajes, sentenció Carlos Fuentes aquel día, se parece a unas buenas enchiladas. Vas, las disfrutas mucho, las celebras y las agradeces, pero una hora más tarde estás trabajando, y ya no vuelves a acordarte de ellas.
Conocí al detective Sam Spade un par de días después de dejar los zapatos del burócrata Félix Maldonado. Si en la universidad me costaba seguir el tren de pensamiento del profesor pomposo que miraba por encima del hombro a la novela negra, mis maestros distantes me conducían hacia sus territorios igual que una pandilla de súcubos afines. En el caso de Fuentes, seguirlo es tan sencillo como perderme entre las calles de la ciudad que él, nómada desde niño, atisba con los ojos de un fuereño sediento de contagio. Ojos de narrador, seductor de sus calles, fisgón de sus entrañas, espía de sus códigos inmemoriales. “No por ser mexicano soy azteca”, le gustaba aclarar, con alegría sardónica, “mi padre es de Veracruz, mi madre de Mazatlán; no soy de la Meseta Sangrienta”.
Fracasé en mis estudios de política por una confusión fundamental en la que aún hoy día los novelistas siguen tropezando: creía que el trabajo de hacer ficción a partir de la realidad equivalía al de hacer realidad la ficción. Un error garrafal, diría mi abuela, que en esto de escribir creyó en mí mucho tiempo antes que yo.
Desde el recuerdo vivo de sus interminables relatos nocturnos, me atrevo a sugerir que un narrador que careció de abuela puede considerarse mutilado, y acaso lo mejor de entre sus líneas emane justo de ese tullimiento. Si me dejé llevar a París y de vuelta por el Boom fue porque antes la abuela me había llevado a ver los muertos en la Ciudadela tras la Decena Trágica, y más tarde a burlarme de Victoriano Huerta: ese viejo borracho que espera estacionado afuera del mercado, con la botella igual que un biberón, a que su chofer vuelva con el pescado fresco. Y sin embargo llega la hora de contarlo y uno se hace pequeño frente a la perspectiva de tomar de las riendas a la narración. ¿Dónde es que encontraré a un lector como yo, y antes a un narrador como mi abuela?
Decía Carlos Fuentes que en términos de poder, los vacíos siempre se llenan. Quienes más de una vez pretendimos huir del aullido tenaz de la vocación, encontramos que el afán de narrar es una suerte de materia líquida que por sí misma colma cuantos huecos encuentra en su camino. No es uno narrador solo en sus horas hábiles, menos aún se libra del trabajo durante sus soberanas horas de sueño. Tarde comprende ya que la soberanía en asuntos románticos y literarios no consiste en librarse de las alas, sino en hacerse a ellas y mandarse a volar, aunque muera uno de hambre.
“¿Para qué escribir una mala novela si es tan fácil no escribir una novela?”, se pregunta por la vía del Twitter el novelista colombiano Héctor Abad,  y uno recuerda esos años difíciles en los que estar a un paso de hacerse novelista era vivir a un paso de nunca conseguirlo. Y si ya por entonces, cuando no era posible publicar una coma sin el auxilio del papel y la tinta, la idea de rendirse era vergonzosa, hoy en día delata su origen visceral: en la era de los blogs, el Twitter y los libros electrónicos, solo el miedo enmudece al novelista. Si una luz, por lo tanto, ha de brillar al centro de la palabra Boom, ésta tendría que ser la osadía. Novelas que no existen: se atreven a existir. Y al existir, ¡albricias!, nos ponen sobre el mapa.
Cincuenta años atrás, un novelista nacido de este lado del mundo era naturalmente invisible. Y si amén del prodigio de hacerse un día visible aspiraba el incauto al milagro de convertirse en escritor profesional, y en tanto ello vivir de su trabajo, ya podía incursionar en el dudoso género de la literatura fantasiosa. Hoy día, publicar una novela y hacerla disponible al público lector resulta simple a extremos escalofriantes. En un par de semanas, cuando no un par de horas, cualquier archivo escrito o procesado electrónicamente salta al mercado como libro digital. Una ventana abierta para la osadía, pero asimismo para la bazofia, pues menudean los autores impetuosos cuya obsesión no es ya por escribir, como por publicar.
El mundo tiene prisa, no así la novela. Amante demandante donde las haya, la novela castiga la premura con el mismo rigor que recompensa la perseverancia. Vivir para escribir: he ahí nuestro modus operandi. Si el forajido invierte los sentidos, la razón y el instinto en proteger el curso de sus malas artes, el narrador tampoco puede darse el lujo de dejar cabos sueltos en el camino.
Antes de ir a dormir, el novelista Fuentes revisitaba su obsesión en curso y definía la táctica para el día siguiente. De ese modo, al cerebro le quedaba trabajo para toda la noche. Unas horas más tarde, ya despierto, el narrador torcía por un camino distinto al planeado. Nada del otro mundo, finalmente, para aquel cuya faena cotidiana consiste en desplazarse por territorio agreste jugando a despistar a sus perseguidores. Cada mañana, en el departamento de Barkston Gardens, el narrador ocupaba nada más que la orilla de un escritorio abarrotado de libros, como quien se atrinchera en lo alto del campanario.
“¿Has estado ya en Wimbledon?”, me preguntó una vez, luego de oírme hablar de Roger Federer con la veneración propia del caso. A partir de ese día, lo tomé como un reto. Un contador de historias no puede conformarse con lo que le cuentan. Y cuando al fin estuve en el torneo de Wimbledon, me apresuré a buscar a Silvia Lemus, que para mi fortuna estaba en Londres e intempestivamente me invitaba a cenar con ellos esa noche. ¿Cuándo iba a imaginar que dejaría con gusto un duelo entre Nadal y Del Potro en plena Cancha Central de Wimbledon con tal de estar a tiempo en una cena?
En todo caso, no era la primera vez que dejaba cuanto estuviera haciendo por acudir a tiempo a la lección. Y sucedió que aquella noche Silvia debía entrevistar a Antonio Skármeta, de manera que habría que esperarlos. Durante las dos horas que siguieron, conocí a la persona singular que habitaba detrás del maestro ya nunca más distante. La lección, sin embargo, nada tenía que ver con la novela. Es decir que al final tenía todo que ver con la novela.
Hablamos de los tiempos de colegio: tenía pensado narrar sus años de infancia y adolescencia, pero no más allá. Platicamos de abuelas y otras mujeres mágicas. Nos hicimos reír, aunque también hablar más de la cuenta y entonces tender puentes impensados. A veces, por la tarde, iba a solas al bar del Mandarin Oriental, nada más que a mirar a los extraños, amén de disfrutar, last but not least, “del mejor martini de Londres”.
¿Cómo iba a imaginar, mientras servía el vino en una y otra copa cual si la noche no tuviera fin, que sería esa la última lección del narrador? ¿Cómo creer, hace meses apenas, que aquella emocionante invitación, consistente en venir a compartir este escenario con el otrora maestro distante, acabaría en un mero recuento de la herencia por tantos recibida? ¿Y de qué más hablar, sino de este botín para siempre impagable?
Un hombre solo en el bar de un hotel observa de reojo el panorama: he ahí un novelista trabajando. Un merodeador más que se esmera en pasar inadvertido para mejor armar su fechoría. Un quintacolumnista de la rutina que aplica rayos equis al paisaje. Un prófugo oficioso sentenciado a vivir a salto de mito y aun así decir toda la verdad. Un hombre de su tiempo que no obstante, de poder elegir, habría sido contemporáneo de Balzac. Un tal Fuentes, que para más señales llega solo, en la tarde, y se toma un martini.
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*Texto leído durante el ciclo Nueva novela latinoamericana. Homenaje a Carlos Fuentes, el pasado 20 de noviembre.

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