Luvina (68)
Julio Ortega
I. Hipótesis de la innovación
A propósito de la novela de invención y su apuesta por una literatura internacional más que global, que ha defendido Juan Goytisolo, distinguiendo, con razón el carácter mercantil de lo global frente a la vocación dialógica de lo internacional, quisiera argumentar que las novelas de Carlos Fuentes afirman una poética transfronteriza como la forma de la historicidad de nuestro tiempo. La historia y la novela producen un tiempo narrativo como imagen del futuro, fracturando los códigos y medidas cronológicos y postulando un horizonte desencadenado por la lectura. La historia deja de ser cronológica y gana otra edad discursiva, la de nuestra historicidad. En contra de las versiones traumáticas de la experiencia latinoamericana (que aseguran que nuestra conciencia histórica es de derrota, victimista y violentada, por el modelo colonial que nos repite), la obra de Fuentes nos reafirma en la crítica del presente reprocesado por la lectura. Revela, por ello, no las fáciles síntesis ni los meros pluralismos, sino la realización y el drama de la mezcla, la alegría y el riesgo de la diferencia, la apuesta por nuestro espacio, mapa y hábitat hecha en las afirmaciones plurales, en la energía inquisitiva y su poder critico, que desmonta los programas de control hegemónico y diversifican radicalmente la representación de la historicidad del presente. De allí que el sentido de lo histórico se dé como su actualización, que no es sino la política de la imaginación del cambio y la radicalidad de lo nuevo como producción de espacio compartido. Como bien dice Anthony Giddens: «La historicidad puede ser definida como el uso del pasado para ayudar a dar forma al presente... [Es] el conocimiento del pasado como medio de romper con él... La historicidad, de hecho, nos orienta precisamente hacia el futuro». Es el caso extraordinario de La muerte de Artemio Cruz (1962), escrita en el albor de la revolución cubana pero desde el fin de la experiencia revolucionaria mexicana; y así los tiempos del comienzo se leen, se descifran, en los tiempos del fin.
II. La parte del futuro
Si los relatos y novelas de Carlos Fuentes ocurren como distintas versiones de la temporalidad, esa exploración es una ampliación de la naturaleza de la fábula. La calidad fabularia y fabulosa de estos libros se hace patente en la diversidad de sus fórmulas, en el cambiante registro de sus representaciones, en el diverso protocolo de su lectura. Pero esa exploración temporal es también una textualidad compleja. Cada libro proyecta una estrategia narrativa propia, que no se puede repetir en otro relato, y que se consuma como la forma misma de la fabulación. Podemos, por lo mismo, reafirmar la hipótesis de que estas obras se cumplen como una de las instancias paradigmáticas del cambio literario. Por ello, la innovación las distingue. Innovar implica renovar, recomenzar, reformular. La primera obra maestra de Carlos Fuentes, Aura (1962), es una novela gótica que ocurre en el futuro; su obra más señera, La muerte de Artemio Cruz (insólitamente del mismo año), es una novela crítica y política que distribuye en cada persona narrativa (tú, yo, él) un tiempo complementario, que es espacio de asedio, acción y memoria; su obra mayor, Terra Nostra (1975), es una monumental construcción mitopoética, que suma los tiempos de España y América y los interpola espectralmente; y Cristóbal Nonato (1987), su novela más libérrima, hace del Apocalipsis una refundación humorística.
Teóricamente, las poéticas del cambio se dan frente a y en contra de las poéticas de la normatividad, esto es, de los códigos y cánones que configuran, por un lado, el horizonte de la repetición como sistema de referencias letradas, y, por otro, la matriz discursiva, el archivo de modos del relato, que definen un estilo, una productividad, una modulación genérica. La repetición es necesariamente estructurante, porque corresponde a las normas, los rituales y protocolos de una sintaxis. Mientras que el archivo discursivo corresponde a las formas de habla, a la dicción de un estilo, y es modélico. Por eso, luego de haberse privilegiado la noción de cambio y desautomatización bajo la influencia de las vanguardias y de los formalistas rusos, se pasó a favorecer las nociones estructurales que privilegiaron los levantamientos cartográficos del enunciado como significante. Y, más recientemente, a la luz de los cambios suscitados por la crítica de los modos de producción tecnológica, y gracias a los nuevos movimientos sociales y políticos, que cuestionan el programa de la modernidad, se han relevado las articulaciones socioculturales. Las opciones son hoy menos polares, más inclusivas, y también más independientes de aparatos que totalizan la lectura. De varios de esos modos asumidos por el proceso crítico de leer se ha beneficiado la obra de Fuentes en su contexto internacional. Y es así que ha sido leída como parte del realismo mágico, como adelantada del relato postmoderno, como iniciadora de la nueva novela histórica... El propio Fuentes ha puesto en práctica una rearticulación de orillas remotas y contrarias, en ese tratado de sumas hispanoamericanas que es El espejo enterrado (1992), uno de los adelantos de la actual perspectiva crítica transatlántica.
Por lo mismo, la idea de que las vanguardias habían terminado, y que vivíamos el fin de la experimentación (una idea favorecida por el escepticismo conservador y el pragmatismo del «término medio» liberal), ha sido contestada por las reapropiaciones formales del posmodernismo; especialmente por Jean-François Lyotard cuando afirma que «en las diversas invitaciones a suspender la experimentación artística, hay un mismo llamado al orden, al deseo de unidad, de identidad, de seguridad, o de popularidad... para esos escritores nada es más urgente que liquidar la herencia de las vanguardias». Ese patrimonio de la novela contemporánea, consagrado por la obra de Carlos Fuentes, es hoy nuestra instrumentación narrativa, tan fresca como ayer, capaz de nutrir de vigor el proyecto de una nueva novela, ese permanente mito del presente en que esta obra nos ha educado a leer más en aquello que leemos.
Si la obra de Fuentes es un paradigma del cambio no lo es porque siga el dictamen modernista de la búsqueda de la originalidad a ultranza, sino porque sus formulaciones exploran las aperturas del texto y amplían las funciones representacionales. Es revelador el hecho de que sus novelas más innovadoras son aquellas que trabajan sobre espacios sociohistóricos más codificados; como si la fractura de la sintaxis narrativa, de las atribuciones del lenguaje mismo, fuera el instrumento más seguro para desbasar y cuestionar lo que pasa por lo real; por ello, esas novelas no son gratuitamente experimentales sino aplicadamente exploratorias. Es el caso de La región más transparente (1958), que socava una sociedad convencional que reproduce el fracaso; de La muerte de Artemio Cruz, cuya fragmentación y diversificación busca subvertir el edificio del poder corrupto, las articulaciones de la política y la economía en el monopolio del Estado; y de Cristóbal Nonato, que imagina un fin del mundo mexicano en el que las formas del poder autoritario son puestas en entredicho por la libertad jocosa del lenguaje permutante. Esto no quiere decir que la innovación sea instrumental, sino que contradice la saturación de los lenguajes, la usurpación de los sentidos. Tiene, así, implicancia política y fuerza emancipatoria. Se puede adelantar la conclusión de que estas novelas son poderosos aparatos contra la Retórica: descubren tras las representaciones su carácter construido, los lugares que sostienen a los discursos, el interés y la banalidad de los poderes en control, y también la fuerza de revelación y contradicción que hay en la búsqueda de una verdad no por improbable menos urgida de hacerse lugar en los discursos.
Pero, aun si acontece fuera del orbe social, la innovación en sí misma posee la fuerza impugnadora del deseo. ¿Cómo se podría haber escrito Aura al mismo tiempo que La muerte de Artemio Cruz de no ser porque ambas responden con el deseo a la tiranía de la muerte? En una carta a Fuentes, Cortázar se mostró sorprendido por la coincidencia de ambas novelas en el mismo año, pues las encontró, como son, demasiado distintas, y prefirió el carácter fantástico de la primera. Pero son también íntimamente próximas, como si se hubiesen puesto de acuerdo para asaltar los límites, en un caso, de la subjetividad del amor más allá de la muerte; y en el otro, de la representación del poder desde su disolución. Cambiar, así, es desear; es proyectar en el espacio del deseo la estrategia de una celebración reafirmativa a través del simulacro, el espectáculo y el diálogo, para recuperar con el puro flujo del arte la mutualidad de la cultura, sus magias imparciales y alegrías filiales. Les debemos, a Fuentes y a su obra, esa lección de integridad creativa; su fidelidad a la promesa, tan nuestra, de cambiar este mundo a partir de la próxima lectura.
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