La Jornada
Hermann Bellinghausen
Resulta impracticable
una clasificación o un registro antológico de la poesía mexicana de la
actualidad. Queda pálido el método censal que practicara Gabriel Zaid en
su Asamblea ante la presunta sobrepoblación de poetas jóvenes
publicando hacia 1980. Hoy, al menos de momento, ni caso tiene
intentarlo. Las coordenadas generacionales son tan difusas como las
fronteras genéricas o los parámetros de respetabilidad. Además, ¿a quién
importa la poesía? Pocos la leen, a escala comercial, aunque buen
número de lectores ande por ahí. La mitad son o han querido ser poetas.
Se dan casos de fama y rango best-seller, como José Emilio
Pacheco. O Javier Sicilia, por razones extrapoéticas, pero también
porque su obra reciente, sensible al presente, apela a la tragedia que
lo alcanzaría y el camino que emprendió para una sanación (¿él diría
redención?) colectiva.
Persiste un mainstream, un poder cultural. Los administradores del viejo canon, ya raído y con polilla, admiten a no pocos autores posteriores a Poesía en movimiento que logran grandes premios, cargos, sillas de academia, ediciones de casa grande, y respiran en la cauda del canon fijado por Octavio Paz y Carlos Monsiváis. No faltan obras reunidas o completas de entes vivos o recientemente finados. Y quién-que-es no ha ganado premio o beca. Antologías y recuentos nacen cortos: coto, muestrario, proyecto de tesis. México resulta más grande de lo que parecía. En ciertos estados y regiones rifa una nómina local (Veracruz, Jalisco, Chiapas, Tabasco, Michoacán, Yucatán,
La Frontera) casi underground fuera de su entidad, aunque no falten sello institucional y miembros
nacionales/glorias locales.
Es en lo verdaderamente subterráneo (que en rigor ya no lo es) donde radica la fuerza expresiva y significativa de la poesía mexicana en curso. Se publican centenas de libros, plaquettes, pasquines y revistas por debajo del radar de la academia, las librerías y las reseñas. El número se incrementa dramáticamente si se consideran (y deben considerarse) las revistas electrónicas, los blogs y las zonas específicas de poesía en las redes sociales. Las consideraciones de gusto, de
buenay
mala, son necesarias, por supuesto; al fin que el tiempo ya dirá.
Dos cosas. Uno, que además de la predecible
malapoesía, hay más
buenade lo que el sistema está dispuesto a digerir. Y dos, que resulta emocionante encontrar tan vivo el afán de poesía en tiempos tan degradados. Un síntoma de salud mental en medio de la deshumanización rampante. La búsqueda del placer estético en el lenguaje es una pulsión que enaltece a la especie. Debe tranquilizarnos que no se haya perdido.
Proliferan grupos de amigos (a veces a distancia), talleres, editoriales independientes, festivalitos, revistas de vida corta o larga y tiraje corto, torneos pugilísticos y cantineros de poetas de toda laya. Aquí, en nuestras narices, mientras encuestas y estadísticas nos remachan que no se lee de por sí, y ahora menos. Que la forma libro está en crisis. Que una mayoría de lectores
no entiendela poesía. Que la televisión y la telefonía nos volvieron analfabetas (y peor, descerebrados). Que sólo las élites aprovechan la brecha tecnológica: el viejo knowledge is power.
Más allá de eso, la poesía mexicana está brotando de las mismísimas piedras. No sólo por aquello de las adivinanzas y las paredes de los baños que también recogiera Zaid en el simpático Ómnibus de 1971, ni de los alcances de la
poesía popular, los albures y las décimas soneras. Hay rubros, si vamos a esas, que alcanzan proporciones de fenómeno cultural contemporáneo: los poetas en lenguas indígenas (que implican además otra poesía mexicana), o las poetas mujeres (de número y significación sin precedente; ya no excepcionales Sor Juanas, Conchas Urquiza o Rosarios Castellanos, ni derivado de salones literarios, de
mujer leyendoo intimismo dickinsoniano).
Tenemos autoras que exploran el absoluto como lo hicieran Cuesta, Gorostiza o Paz, y lo rozan con admirable frecuencia. Las hay rasposas, carnales, ingeniosas, o exquisitas. Están en todas partes. También en las trincheras de abajo y los frentes del lado oscuro de la calle. Susana Chávez tuvo que ser víctima para que sus versos dejaran su nicho geográfico, militante, internáutico, de género. Nuestras poetas hablan de la cotidiana maternidad y el abandono, de las elecciones peligrosas (drogas, sexo, radicalismo político, esoterismo, subversión lésbica). De lo que se les pega la gana.
No que los varones poetas fueran desplazados. Ahí andan, sostenidamente activos van de correctos a definitivamente buenos. Sucede que el espacio se ensanchó. Quizá cualquier cosa es poesía. Quizá, como temió Pacheco,
esto ya no es poesía. En el siglo del hip hop y la publicidad sofisticada, el lugar más arriesgado parece estar donde escriben escuchando a Björk las hermanitas de pluma de Alejandra Pizarnik y Patti Smith. Un territorio nuevo.
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