Laberinto
David Toscana
A veces envidio
a la gente que lee a alta velocidad. A veces, no. Los textos literarios
prefiero leerlos lentamente, dándole a cada palabra su sonido; a cada frase su
ritmo. Más aún, me gusta leerlos en voz alta.
De un escritor
se dice que debe encontrar una “voz propia”. También el lector ha de hallarla. Pues
bien, la mejor forma de dar con ella es voceando a los grandes poetas y
prosistas, a ver qué tanto nos contaminamos con ellos. Personalmente, he
encontrado que el mejor ejercicio es la literatura del Siglo de Oro, más
específicamente: el teatro.
Salto de una
obra a otra, de un personaje a otro. Actúo y dirijo, y aunque nunca pronuncio
como gachupín, sino como el vil norteño que soy, mi ego acaba por decirme que
soy mejor que Garrick.
Entre las prosas
contemporáneas para leerse sonoramente están las de García Márquez, Daniel
Sada, Juan Rulfo y las letanías de Carlos Fuentes o Fernando del Paso. El buen
lector sabe descifrar el ánimo, tono y cadencia que exige cada texto sin
necesidad de que el autor lo señale con indicaciones de andante, allegro o adagio, tropo o non tropo. Aunque siempre queda
espacio para la interpretación.
La parte del poor Yorick
en Hamlet, la leo “alla Richard Burton”, con tono ligero y burlón; en cambio me
parece descarrilada la interpretación trágica y susurrante que le da Kenneth
Branagh.
Si veo a alguien
leyendo Cien
años de soledad, y noto que pasa las páginas con celeridad, pensaré que
está convirtiendo la excelente prosa en una práctica de narración de carreras de
caballos.
Vargas Llosa
cuenta que leyó Los hermanos Karamazov de un tirón. Caramba. Cuando me aplico en
ese mismo asunto, yo me llevo una semana. Y no quisiera tardar menos, pues
aunque Dostoievski no es un músico con las palabras, sí es un demonio con el
alma. Y esta es una novela con la que quiero dialogar y meditar. Quiero
detenerme un rato y alzar mi copa con los discursos de Iván y Dmitri.
Pronunciarlos en voz alta. Aunque más parezca una pierna de puerco que una copa
de vino, no es una novela para devorar, sino para degustar.
Es el caso con
toda la buena literatura. Y entre más bella, más hay que regodearse. Nada de
echarse un rapidín.
Así como la
llamada fast
food suele ser pésima, podríamos decir que hay fast books: esas cosas
bestselleras en las que no hay arte, y lo único relevante es el “qué va a
pasar”. Pero todos los clásicos literarios han de ser slow books dignos de una
comilona interminable que se va celebrando a mordiscos.
En esta mesa
cambian los modales. Aquí vale hacerlo con la boca abierta, hablar al masticar.
Aquí vale jugar con la comida.
Y volviendo a
Dmitri Karamazov… En algún episodio dice: “No niego la existencia de Dios,
pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”. ¿De qué me sirve darme por
enterado? De poco. Aquí interrumpo la lectura mientras pienso si yo haré lo
mismo.
Los grandes
libros no fueron escritos para monologar. Si el lector no acepta diálogo, voz y
prosa será un pobre lector aunque su biblioteca sea más extensa que la de los
buenos lectores.
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