domingo, 25 de noviembre de 2012

Slow books

24/Noviembre/2012
Laberinto
David Toscana

A veces envidio a la gente que lee a alta velocidad. A veces, no. Los textos literarios prefiero leerlos lentamente, dándole a cada palabra su sonido; a cada frase su ritmo. Más aún, me gusta leerlos en voz alta.
De un escritor se dice que debe encontrar una “voz propia”. También el lector ha de hallarla. Pues bien, la mejor forma de dar con ella es voceando a los grandes poetas y prosistas, a ver qué tanto nos contaminamos con ellos. Personalmente, he encontrado que el mejor ejercicio es la literatura del Siglo de Oro, más específicamente: el teatro.
Salto de una obra a otra, de un personaje a otro. Actúo y dirijo, y aunque nunca pronuncio como gachupín, sino como el vil norteño que soy, mi ego acaba por decirme que soy mejor que Garrick.
Entre las prosas contemporáneas para leerse sonoramente están las de García Márquez, Daniel Sada, Juan Rulfo y las letanías de Carlos Fuentes o Fernando del Paso. El buen lector sabe descifrar el ánimo, tono y cadencia que exige cada texto sin necesidad de que el autor lo señale con indicaciones de andante, allegro o adagio, tropo o non tropo. Aunque siempre queda espacio para la interpretación.
La parte del poor Yorick en Hamlet, la leo “alla Richard Burton”, con tono ligero y burlón; en cambio me parece descarrilada la interpretación trágica y susurrante que le da Kenneth Branagh.
Si veo a alguien leyendo Cien años de soledad, y noto que pasa las páginas con celeridad, pensaré que está convirtiendo la excelente prosa en una práctica de narración de carreras de caballos.
Vargas Llosa cuenta que leyó Los hermanos Karamazov de un tirón. Caramba. Cuando me aplico en ese mismo asunto, yo me llevo una semana. Y no quisiera tardar menos, pues aunque Dostoievski no es un músico con las palabras, sí es un demonio con el alma. Y esta es una novela con la que quiero dialogar y meditar. Quiero detenerme un rato y alzar mi copa con los discursos de Iván y Dmitri. Pronunciarlos en voz alta. Aunque más parezca una pierna de puerco que una copa de vino, no es una novela para devorar, sino para degustar.
Es el caso con toda la buena literatura. Y entre más bella, más hay que regodearse. Nada de echarse un rapidín.
Así como la llamada fast food suele ser pésima, podríamos decir que hay fast books: esas cosas bestselleras en las que no hay arte, y lo único relevante es el “qué va a pasar”. Pero todos los clásicos literarios han de ser slow books dignos de una comilona interminable que se va celebrando a mordiscos.
En esta mesa cambian los modales. Aquí vale hacerlo con la boca abierta, hablar al masticar. Aquí vale jugar con la comida.
Y volviendo a Dmitri Karamazov… En algún episodio dice: “No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”. ¿De qué me sirve darme por enterado? De poco. Aquí interrumpo la lectura mientras pienso si yo haré lo mismo.
Los grandes libros no fueron escritos para monologar. Si el lector no acepta diálogo, voz y prosa será un pobre lector aunque su biblioteca sea más extensa que la de los buenos lectores.

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