El País
José-Carlos Mainer
Seguramente, lo peor de la expresión boom no es que sea un barbarismo sino que responde a un entusiasta error de percepción que llevamos camino de perpetuar. Cuando La ciudad y los perros obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 1962, un miembro del jurado, José María Valverde, declaró: “Es la mejor novela española desde Don Segundo Sombra”. Esas palabras y su ratificación se reprodujeron en forma de un prologuillo que, impreso en páginas anaranjadas, acompañó la primera edición de la novela de Mario Vargas Llosa.
¿Era posible que entre 1926 y 1962 no hubiera habido una novela americana en lengua española que pudiera parangonarse con una y otra? Sin moverse de la Argentina natal de Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra, y del mismo año de 1926 hallamos El juguete rabioso, que quizá sea la mejor novela de Roberto Artl, y Cuentos para una inglesa desesperada, que fue la revelación del joven Eduardo Mallea.
Y si abusamos de la vecindad rioplatense, todavía podríamos añadir los espléndidos cuentos de Los desterrados, del uruguayo Horacio Quiroga. Si miramos un poco hacia atrás, el año de 1924 ofreció La vorágine, de José Eustasio Rivera, referencia de la novela del selva, entre el arrebato y la denuncia, y si lo hacemos hacia adelante, el año de 1929 trajo dos estupendas narraciones venezolanas, la criollísima Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos (que Cela remedaría en La catira, por cuenta del dictador Marcos Pérez Jiménez), y la joya intimista de Teresa de la Parra, Memorias de Mamá Blanca, obra de una distinguida señorita que leía a Valle-Inclán cuando estudiaba en un colegio del Sagrado Corazón, de Godella (Valencia).
En 1933 —año de Écue-Yamba-O y Pedro Blanco, el negrero, de los cubanos Alejo Carpentier y Lino Novás Blanco (que era gallego de origen)—, un ensayista peruano y miembro del APRA, Luis Alberto Sánchez, propuso el título de un libro provocativo, América: novela sin novelistas. Pero aquel laborioso costalero del concepto de literatura americana sabía muy bien que no era así…
En 1926 hubiera sido impensable la gaffe de Valverde porque muchos de los grandes libros americanos se habían impreso en España, el trasiego de viajeros transoceánicos era continuo y había críticos avisados. En España vivieron y publicaban los mexicanos Amado Nervo y Alfonso Reyes, habían residido Jorge Luis Borges, Augusto d'Halmar, Carlos Reyles y Vicente Huidobro, y si París era el imán de todos, Madrid o Barcelona podían ser un sucedáneo fácil. Desde los tiempos de Rubén Darío, los americanos miraron con benevolente superioridad a sus colegas peninsulares. En 1921, el joven peruano Alberto Guillén publicó un libro de entrevistas, La linterna de Diógenes, que no dejó títere con cabeza entre los escritores españoles del momento (Baroja y Azorín, sobre todo), aunque algunos (Pérez de Ayala) le rieron las gracias iconoclastas que, a veces, acertaban. Un poco antes, el editor de Hidalgo, Rufino Blanco Fombona, un pomposo escritor venezolano afincado en Madrid, había hecho algo parecido en las notículas de La lámpara de Aladino (1915). Y en 1927, Guillermo de Torre y Ernesto Giménez Caballero armaron un lío monumental cuando el primero reivindicó en La Gaceta Literaria (revista que reseñaba con tino todas las novedades americanas) un lema arriesgado, que todas las publicaciones americanas refutaron: “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica”.
Algo después de la rebatiña, en 1930, el conciliador ensayista dominicano Max Henríquez Ureña escribió un ensayo que daba nombre certero al intercambio de iguales: El retorno de los galeones. Miguel Ángel Asturias, que andaba estudiando etnología precolombina en París, publicó ese año Leyendas de Guatemala y tres más tarde, tenía ya escrito El señor presidente, que vio la luz en 1946. Y llegaron a España revolucionarios como los peruanos César Falcón y Rosa Arciniega y también César Vallejo y Pablo Neruda, que, en la huella de Huidobro, ejercieron un ascendente similar al de Darío en 1900.
Lo que vino luego fue el apagón que indujo la sombra siniestra de la Guerra Civil. Ante el franquismo, los americanos más significativos rompieron amarras con aquella desastrada Madre Patria y cobraron alguna importancia los pocos que eran favorables al franquismo: el viejo y errático José Vasconcelos, el impenitente Enrique Larreta y el católico y nazi Hugo Wast, así como el despistado fascistoide Pablo Antonio Cuadra o el juanrramoniano Eduardo Carranza, cuyos nombres decoraron el Instituto de Cultura Hispánica de 1946. En la España de entonces se seguía asignando a la literatura americana la función que ya Unamuno había solicitado en sus reseñas de libros para La Lectura a comienzos del siglo: el nativismo, lo folclórico, lo elemental y directo. Pero en la América de 1945 todo había cambiado. El latinoamericanismo resultó una invención fecunda: lo proclamó en 1949 Alejo Carpentier con su invención de lo real maravilloso y le dio cuerpo político urbi et orbi el Canto general (1950), de Pablo Neruda, donde la España inmemorial no salió muy bien parada. Hasta bien entrados los años sesenta los lectores españoles fueron tributarios de las excelentes ediciones argentinas que Losada, Sudamericana o Emecé hicieron de Joyce, Sartre o Faulkner, pero nadie leía los libros americanos de los mismos sellos, o del mexicano Fondo de Cultura Económica. Y nos perdíamos a Marco Denevi, Adolfo Bioy Casares, Arturo Uslar Pietri, Rosario Castellanos o Agustín Yáñez.
Apreciamos buenas novelas indigenistas y elementales como El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, o Huasipungo, de Jorge Icaza, pero casi nadie supo de la perturbadora narración urbana El túnel, de Sábato, ni del nativismo simbólico de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, ni de la existencia de un lugar llamado Santa María, que había inventado Juan Carlos Onetti, todos en los años cincuenta. Ni siquiera se reconoció la maestría de Jorge Luis Borges, cuyo éxito internacional debió más a los franceses que a nosotros.
No había boom en 1962 y, a despecho de José María Valverde, que tantas otras cosas sabía y le debemos, sí hubo novelistas —y hubo novela: un designio general de hacerla— entre 1926 y aquella fecha. En ella, por ejemplo, se imprimió Sudeste, de Haroldo Conti, la enjuta y fascinante novela del delta del Paraná. Y Julio Cortázar dio Historias de cronopios y de famas; Alejo Carpentier, El siglo de las luces en edición mexicana, y Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz y Aura Y es que las máquinas de escribir en México o La Habana, Bogotá o Caracas, en Lima, Santiago o Buenos Aires, echaban humo. Y, cuatro años después, el chileno Luis Harss acertó a darle un título a todo ello: eran Los nuestros…
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