Jornada Semanal
Ricardo Bada
Perú ha sido siempre
cuna de grandes poetas, e incluso del que quizá sea el mayor poeta de
nuestra lengua en el lado americano del gran charco: César Vallejo (“lo
digo y no me corro”, para expresarlo con sus propias palabras). De
entre quienes lo siguieron en el Perú, sólo dos, a mi juicio, no quedan
empequeñecidos por la sombra de aquel a quien respetuosa y
cariñosamente llaman “el cholo”: Jorge Eielson (1924-2006) y Antonio
Cisneros, que se nos murió el sábado 6 de octubre, en Lima, sin haber
alcanzado los setenta años de edad.
La noticia de su muerte nos abrumó porque ni
siquiera sabíamos que estaba tan enfermo. Y nos afectó porque Toño,
siempre Toño en el recuerdo, fue una persona a quien queríamos mucho y
que siempre que se parachutaba en Colonia era nuestro huésped. No
precisamente de trato fácil, y menos con un par de tragos intus,
pero sabiéndolo de antemano se le aguantaban carros y carretas gracias
a su plática, una de las más creativas y sugerentes que hayamos
disfrutado quienes tuvimos el privilegio y el placer de haber sido sus
interlocutores. Cuando Toño hablaba, se sentía en el aire el
chisporroteo de las ideas y las imágenes. Y no eran fuegos de
artificio, sino fuego del que deja rescoldos.
Toño nació en Lima en 1942 y publicó sus primeros poemas a los diecinueve años, una plaquette titulada Destierro, a la que un año después seguiría David.
Y estudió Literatura en dos Universidades limeñas, la de San Marcos y
la Católica, de la primera de las cuales fue luego docente, así como
también, en calidad de profesor invitado, de las de Southampton, Niza,
Budapest y Berkeley.
En 1967 obtuvo el Premio Nacional de Poesía del Perú, con Comentarios reales de Antonio Cisneros,
para que no se confundiesen con los del Inca Garcilaso, y es simpático
reseñar el gazapo de sus meritorios traductores ingleses, empecinados
en traducir “reales” como “royal”, en vez de referir esos Comentarios a la realidad, igual que el Inca, y ese inca ucrónico y utópico que fue Cisneros.
Un año después, en 1968, clave por tantos
conceptos, le llega la consagración definitiva ganando el Premio Casa de
las Américas (cuando ese Premio era marchamo de calidad) por su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, donde centellean algunos de los poemas más hermosos compuestos en español en el siglo XX.
Pienso especialmente en el famoso “KARL MARX DIED 1883 AGED 65”,
inspirado por la tumba de Marx en Londres, y que concluye con unos
versos que justifican estas líneas escritas en honor de mi amigo, su
autor: “y la cosa no iba y después/ sí y entonces/ vino lo de Plaza
Vendôme y eso de Lenin y el montón/ de revueltas y entonces/ las damas
temieron algo más que una mano en las nalgas/ y los caballeros
pudieron sospechar/ que la locomotora a vapor ya no era más el rostro/
de la felicidad universal.// ‘Así fue, y estoy en deuda contigo, viejo
aguafiestas’”.
En la primera mitad de la década de los ochenta le
concedieron una beca de creación, durante un año, en Berlín
occidental, donde lo conocí e iniciamos una amistad entrañable que ha
terminado de manera cruel e inesperada ese luctuoso sábado. Y fue
durante una larga charla en Berlín, en junio 1982, cuando me resumió
sus preferencias autorales: Brecht (pero no el dramaturgo sino el
poeta), Pound, Eliot, Lowell, Ferlinghetti, Ginsberg, Octavio Paz hasta
el ‘60, Ernesto Cardenal hasta poco después, y el más grande de toda la
generación española del ‘27, Luis Cernuda, siempre.
Una influencia de la que no habló, tal vez por lo
evidente, es la Biblia. Otra no tan evidente, excepto en el “Tercer
movimiento (affetuoso) contra la flor de la canela”, es la de
John Donne. Y una tercera, Quevedo, se le trasvelaba en la adoración
con que solía recitarlo.
No quiero que se me quede en el tintero su obra de prosista (El arte de envolver pescado),
ni sus traducciones de una antología del brasileño Ferreira Gullar y
otra de la poesía inglesa contemporánea –cuya lectura tanto le rentó en
su descastellanización del discurso poético–; y last but not least su desempeño como creador y animador cultural a través de El Caballo Rojo, un suplemento cultural de los más recordables en la historia del periodismo latinoamericano.
Además de Berlín, otros escenarios de nuestros
encuentros fueron París, Madrid, Colonia y Hamburgo, aquí en junio
1986, un recital deveras inolvidable, con Gonzalo Rojas, Álvaro Mutis,
Zoe Valdés y Pedro Shimose, panel de lujo donde los haya.
Una manera oblicua de acercarse a la poesía de
Antonio Cisneros es hacer un corte transversal a sus declaraciones
públicas (entrevistas) en diversas épocas de su vida. Elijo dos. Una
de 1971: “No ha sido por el Canto general que triunfó la
Unidad Popular en Chile. Al exigir a la poesía un poder que no tiene,
la gente delira pretenciosamente. Y eso sí que es
contrarrevolucionario.” Y otra de 1982: “Me fui apartando de Lorca
cuando sentí que era pura emotividad. Constaté en su poesía una
ausencia de humor que me fue alejando de é1. Empezó en cambio a
interesarme Brecht. Su ironía que destroza la lógica burguesa. Me
interesa su idea de contar el otro lado de la Historia.” Y en esa misma
entrevista explica, de un modo increíblemente revelador de su propia
poesía, cómo se fue a Londres con una beca que la Universidad de San
Marcos le había concedido para ir a Madrid: “El argumento que utilicé
ante el Decano fue muy simple: ‘Doctor, en Inglaterra están los
Beatles.’ Y el Decano comprendió.”
Tengo a la vista constantemente, cuando escribo,
una serie de fotos que cuelgan en las paredes de esta casa. Una de
ellas documenta la fiesta de despedida de Toño en Berlín, cuando terminó
su beca de creación, que le sirvió para escribir un nuevo libro, Monólogo de la casta Susana y otros poemas.
Y contemplando esa foto ahora, entiendo mucho mejor lo que me comentó
Julio Mendívil, el etnomusicólogo peruano de la Uni de Colonia, que fue
quien me dio la noticia de la muerte de Toño: “Él era un icono de mi
juventud, casi como John Lennon, imagínate”. Y sí, Imagine.
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