Jornada Semanal
Carina Blixen
Diez años después de la
muerte de Felisberto Hernández (1902-1964) empezó un lento proceso de
reconocimiento internacional, hecho posible gracias a la edición de
las Obras completas de Arca, que recuperó textos
inencontrables, desempolvó inéditos y amplió la circulación de sus
obras éditas. En 1974, la Universidad de Poitiers consagró un seminario
al estudio de la obra de Felisberto y la editorial Einaudi publicó Nessuno accendeva le lampade
con una nota introductoria de Italo Calvino. En Buenos Aires, el 31 de
marzo, Tomás Eloy Martínez le dedicó nueve páginas del suplemento
cultural de La Opinión e Ida Vitale en la revista Crisis
No. 18 (octubre) escribió un extenso artículo acompañado de una
selección de textos, entre los que aparecía traducida la introducción
de Calvino con el título “Felisberto no se parece a ninguno”. Es una
frase entresacada de la presentación a la edición italiana, que ha sido
largamente repetida, y que sigue siendo cierta aun teniendo en cuenta a
los escritores que después pudieron admirar la obra de Felisberto,
porque la única manera de seguir sus pasos es ser cada vez más fiel a
sí mismo.
El libro elegido para ser traducido al italiano, Nadie encendía las lámparas,
había sido publicado en 1947, en Buenos Aires, por Sudamericana.
Felisberto, que aspiró siempre a la profesionalidad, tuvo en ese
momento grandes expectativas de ampliar la difusión de su obra, pero no
llegó a vender una edición. Leído hoy, el libro es de una actualidad
pasmosa. Felisberto logra escribir sobre nada: las dificultades de
alguien que lee un cuento en público, que se distrae, escucha algunas
conversaciones, participa en otras (“Nadie encendía las lámparas”); la
historia de una muchacha que vive con su padre y no se anima a salir de
su casa (“El balcón”); la del dueño de una tienda que tiene una
“enfermedad” a la que quiere más que a su vida (“Menos Julia”). Cuando
murió Felisberto, Ángel Rama lo despidió con un artículo, “F.H.: burlón poeta de la materia” (Marcha,
17.1.1964), en el que rescataba la dimensión corpórea, provinciana y
vulgar del mundo felisbertiano. Esto no impidió que, a partir de la
década de los setenta, los cuentos fueran leídos en clave de literatura
fantástica. Hoy es tal vez posible recuperar la sutil extrañeza con
que el narrador despliega lo intrascendente, precario, fugitivo,
inasible, muchas veces inexplicable, que da forma a nuestros días. Su
escritura no tiene nada que ver con “la de la vida cotidiana”: le falta
su carácter compacto, su tendencia a lo uniforme. Por el contrario,
logra, sin ningún énfasis, captar la falta de congruencia, los
silencios, el desacomodo habitual entre las personas con una mirada
leve y aguda.
De músico itinerante a escritor
Su primera vocación fue la música. Desde niño dedicó
largas horas al estudio del piano y en su juventud y primera adultez
(entre 1926 y 1942) trató de ganarse la vida dando conciertos en
Montevideo, el interior de Uruguay y las provincias argentinas. De esa
experiencia sacó buena parte de sus asuntos y, según Norah Giraldi Dei
Cas (Musique et littérature), uno de los rasgos esenciales de
su literatura: la variación y la repetición sobre el mismo tema o
motivo. Mientras realizaba sus giras musicales, Felisberto publicó
cuatro libros de formato minúsculo y material pobre que pasaron casi
desapercibidos: Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930) y La envenenada (1931). Con el comienzo de la publicación de sus Obras completas, estos libros, llamados en conjunto los Libros sin tapas,
lograron visibilidad y la crítica pudo apreciar su espíritu
vanguardista: la narración dislocada, la velocidad en la captación del
pensamiento, la “desautorización” del autor a la manera de Macedonio
Fernández.
Son libros interesantísimos, con hallazgos
destacables, pero el Felisberto escritor surgió después, en 1940, año en
que muere su padre, cuando él está realizando una de sus giras de
músico y en el que decide su nueva vocación mientras le escribe cartas a
Amalia Nieto, reconocida pintora y esposa de Felisberto entre 1937 y
1943. El 21 de agosto de 1940 le escribe a Amalia, desde Las Flores
(Argentina), que no se acuerda de haber pasado nunca por una crisis como
la que está sufriendo en ese momento: no logra hacer del piano una
profesión rentable que le permita sostener a su familia, siente la
necesidad de dedicarse a escribir pero sabe que lo que haga sólo podrá
interesar a pocos. Escribe: “Y ahora, en esta pieza de este pueblo
dormido con sueño de bruto, me he paseado como loco, pensando, qué
haría, con esta confusa cosa que me viene atacando y que lo único que
me traerá de bueno es una fuerte decisión. Y hasta ahora voy por aquí:
por un lado, escribir; sea como sea. Si puedo diluir, agilizar, o,
hasta donde pueda, adaptarme, bien. Y si no como sea: escribir, leer y
pensar por ese lado. Por otro lado: mi defensa en un lugar estable, es
muy difícil.”
A partir de esta crisis comienza un lento trabajo
de “autofundación” con la escritura. Empieza por recuperar las figuras
de dos maestros de música de la infancia y la juventud: Celina Moulié y
Clemente Colling. El orden del recuerdo no es el cronológico, primero
surge Por los tiempos de Clemente Colling (1942), y después El caballo perdido
(1943). En esta novela, Felisberto realiza la dificilísima proeza de
captar de forma compleja y convincente el mundo de la infancia. Tierras de la memoria,
la otra narración de esos años, quedará inconclusa. Se inicia con la
figura del padre que va a despedir al hijo músico a la estación de
tren, padre futuro a su vez, en busca de trabajo para mantener a su
familia. Un viaje que evoca y duplica otro: la visita a Chile como
integrante del grupo Vanguardias de la Patria, cuando tenía diecisiete
años. Tierras de la memoria es más anecdótica y diversificada que las anteriores y cierra lo que se ha llamado su etapa memorialística.
Aunque los cuentos de Felisberto sean sorprendentes
y absolutamente disfrutables, aunque algunos de ellos, como “El
cocodrilo”, puedan ser considerados magistrales, creo que su gran obra,
la más conmovedora y desacomodante se encuentra entre las tres novelas
“de la memoria”. En los Libros sin tapas ya estaba la reflexión, el juego, la mirada sesgada, el autoanálisis, la voluntad desacralizadora, la angustia, pero es en Por los tiempos de Clemente Colling
que lanza su imaginación empujada por el recuerdo. Crea una dimensión
literaria diferente al animarse a narrar, aunque sus historias siempre
se quiebren o lo más importante no sea su trama sino el lento devenir
del lenguaje. Descubre la narración como forma de autonocimiento, y
acepta, al recrear algunas figuras y algunos momentos del pasado, una
nueva posibilidad de desprendimiento de sí, porque el mundo que narra
está ligado a su voz (es siempre una primera persona) pero al mismo
tiempo se independiza mientras se despliega. Aunque sus narraciones
pueden leerse como una suma de fragmentos, y aun de variantes, en el
ejercicio de contar esas novelas ensaya una distancia nueva entre el
sujeto que cuenta y lo contado que le permite levantar un mundo oscuro y
denso iluminado por el recuerdo. Ese es el claroscuro fundamental de
esta narrativa que se transforma en un juego de luces y sombras.
En Fulano de tal (1925) se había propuesto “decir lo que sabe que no podrá decir” y en La cara de Ana (1930) había desplegado su capacidad de reflexión y autoanálisis; en Por los tiempos de Clemente Colling
vuelve a dejar expresa desde el comienzo su voluntad de no escribir
sobre lo que sabe “sino sobre lo otro”. La actitud que se reitera hace
más evidente la fuerza de esta imaginación que hace posible el dejarse
ir del narrador seducido e invadido por sus recuerdos. Inaugura un
fluir, un ritmo, una potencia emocional, una precisión visual
excepcionales. Las dos novelas, publicadas en 1942 y 1943, instituyen a
Felisberto, sin vuelta atrás, como un escritor insoslayable.
Es grande el riesgo de perseguir algunas imágenes del recuerdo: la narración de El caballo perdido
se quiebra a la mitad y ya no habrá posibilidad de continuar el
relato que había iniciado. El narrador sabe que la locura puede ser
quedarse para siempre en una “isla” del pasado y toma sus recaudos: en
las tres narraciones “de la memoria” el “ahora” de la escritura
dialoga, con intensidad diferente, con el pasado que vuelve. Narra a
otro (Colling o Celina) al mismo tiempo en que se narra a sí mismo. Es
mediante la “novelización” de estas figuras de su infancia y juventud
que explora su íntima ajenidad. La voluntad de “ser escritor”, dicha en
1940, ata la angustia a la escritura y ésta, como escenifica la segunda
parte de El caballo perdido, a la presencia en el mundo. Es
en este proceso que surge la dimensión problemática de su manera de
concebir la relación entre la literatura y la realidad. Y eso es lo
verdaderamente interesante. Rechaza la confusión entre el relato pulido
y terminado con una idea de “verdad”. Las tres novelas instauran la
primera persona, parcialmente autobiográfica, con algunas de las
características de lo que después, a partir de los setenta, se llamará
autoficción.
En Nadie encendía las lámparas vuelve, como
señaló Ángel Rama, a lo evocativo en los inicios y a su experiencia de
músico itinerante, que había cesado en 1942. Desplaza la mirada hacia
los otros o, más precisamente, hacia las relaciones ambiguas que el
narrador protagonista establece con ellos. Las anécdotas se suman, se
siente el placer del vaivén entre la obra y la vida, el juego entre lo
que es y no es ficción. El juego de luces es otro hilo que permitiría
seguir las persistencias de su mundo. El último párrafo de El caballo perdido
comienza: “Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas
noches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo.” Se
refiere a la escena en que Celina, al prender una lámpara, crea un halo
fantasmal en el que las cabezas del niño, la abuela y la maestra
aparecen suspendidas en el vacío. La creación es comparada
reiteradamente a una proyección de cine con un creador espectador que
lamenta siempre el fin de la magia cuando la luz vuelve. El título Nadie encendía las lámparas alude a la penumbra en que transcurrió el cuento y que tal vez lo hizo posible.
Cuando la publicación de Nadie encendía las lámparas,
Felisberto estaba en París gracias a una beca conseguida por el poeta
franco-uruguayo Jules Supervielle. Tuvo en la Ciudad Luz formas de
reconocimiento que no pudieron colmar sus expectativas. Volvió en 1948 y
siguió penando por sobrevivir al mismo tiempo que encaraba nuevas
formas de escritura. En 1949 publicó Las Hortensias, uno de
los pocos relatos escritos en tercera persona, y en 1955 comenzó a
escribir el “Diario del sinvergüenza”, que dejó inconcluso y que
continúa siendo uno de los problemas abordados en Tierras de la memoria:
la relación del yo y el cuerpo. El narrador dialoga con su
“sinvergüenza”, su cuerpo, que no le responde, que es ajeno, que actúa
por sí mismo, con independencia de su cabeza y que está recorrido por
“pensamientos descalzos”. El diálogo retoma en realidad la noción de un
cuerpo segmentado (los dedos del niño en el piano, las lágrimas del
cocodrilo, los ojos del acomodador) que recorre su obra. En 1960
aparece el último libro publicado en vida, La casa inundada,
que apuesta decididamente por una dimensión simbólica. Retoma el tema
del escritor y su asunto, como había planteado desde el comienzo de su
escritura en La envenenada (1931).
Mario Levrero (1940-2004) es tal vez, de los
narradores uruguayos posteriores, el que se acerca más a las
“singularidades” felisbertianas. Quiero destacar solo dos aspectos de
este diálogo entre espíritus afines para dejar abierta esta imagen
parcial de Felisberto: la relación particularísima que ambos establecen
entre una superficie de lo real y sus abismos, y el humor que hace
estallar preconceptos y produce una revelación en un fulgor
instantáneo.
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