Nexos
Roberto Diego Ortega
Las controversias y denuncias desatadas por el tema del plagio tocaron a los medios literarios por segunda ocasión en 2012, a raíz de la concesión de dos premios relevantes: el Villaurrutia, que distingue al mejor o los mejores libros del año, y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que se otorga a un autor como reconocimiento al conjunto de su obra.
El año que vivimos
No sin alguna polémica, antes de 2012 estos premios recayeron en obras y escritores cuyo mérito no fue cuestionado. La novedad de este año es que las distinciones resultaron pieza de escándalo por un solo motivo: que en sus antecedentes, los ungidos fueron señalados una y otra vez como plagiarios —atrapados en flagrancia, con las manos en el texto—, y a pesar de las acusaciones y las pruebas los jurados en turno decidieron premiarlos.
El Villaurrutia, concedido a Sealtiel Alatriste, detonó un revuelo incontenible en los medios impresos y las redes sociales. Desde 2008, Guillermo Sheridan lo había exhibido en repetidas ocasiones. La pesquisa reveló en “sus” textos plagios a discreción de fuentes diversas que incluían a Wikipedia. El affaire culminó con la renuncia de Alatriste no sólo al Premio Villaurrutia sino también a su prominente cargo y presupuesto como directivo de Difusión Cultural de la UNAM, una responsabilidad que en medio del vendaval se volvió insostenible.
En el reciente premio de la FIL, el rechazo inicial provocado por la designación de Alfredo Bryce Echenique añadió a su idéntica ignominia de plagiario —exhibido también de modo irrefutable—, la ignominia de un jurado que votó de forma unánime por la complacencia, y de manera implícita por la renuncia al rigor intelectual indispensable para un escritor. El mensaje y el acto canjearon este principio elemental por la aceptación solapada de una complicidad.
La parodia, el collage, la paráfrasis, la glosa, la cita, son medios de apropiación conocidos, entre otras razones porque no ocultan sus referencias. No sucede lo mismo en la calca, la transcripción literal, o el maquillaje de cambios superfluos —sinónimos, omisiones y añadidos, algún pastiche o giro en la sintaxis— que los plagiarios aplican con el único fin de encubrir el despojo: el denominador común es el procedimiento de usurpar un texto ajeno.
¿De dónde surge esta coincidencia —o connivencia— de grupos particulares, jurados que en el plazo de unos meses y sin mayores reservas otorgan premios literarios a plagiarios comprobados? Para llegar a esto, hace falta ignorar la intención del presunto “autor” que se propone engañar a un lector al firmar como propio un texto escrito por otro. Es decir, que para estas premiaciones ha sido un requisito soslayar esa mezcla que compone el plagio: esa combinación del robo, el fraude, la estafa, la simulación, la falsificación, la impostura, todos esos factores desaparecidos de la escena —mediante los oficios del jurado— como puntos irrelevantes para la valoración de un escritor.
El esplendor del plagio
No se trata de rasgarse las vestiduras ante la desfachatez o el cinismo del plagiario, sino tan sólo de precisar la línea que separa a un escritor de un simulador. La noción del autor como el dueño de una expresión propia, el productor de una obra original, data quizá de la modernidad baudeleriana. De modo que la vara para medir el préstamo, inclusive en el plagio “innovador”, no puede ser la misma; las copias e imitaciones a mansalva que alimentaron los orígenes no implicaban la acción clandestina de engañar a un lector mediante la falsificación.
A estas alturas, sin duda resulta más o menos anticuado defender la dudosa originalidad. Transitamos por la avalancha y mezcolanza de la información —indiscriminada, promiscua— que circula y explota en internet, por no mencionar los flujos comunicantes de la intertextualidad, la hipertextualidad y demás, o las posibilidades donde el plagio puede ser un recurso para subvertir, con el estatus del autor, el fetiche caduco de la originalidad.
En la dimensión literaria, una lectura primordial avanza en el sentido que comprende al plagio como un dispositivo, un recurso creador: una potencia distinta —ajena y superior a la trapacería de la copia sin imaginación, de la reproducción mecánica— que lo relaciona y comunica con los antecesores y contemporáneos: con esa tradición que se renueva, adapta y actualiza —el consabido make it new de Pound.
Hace ya algunos lustros, en la Revista de la Universidad (abril de 1977), un Luis Miguel Aguilar que rondaba los 20 años abordó el tema en un ensayo que la portada anunció como “La creatividad del plagio”. Desde ese ángulo, mencionaba la idea de Carlyle: “la historia de la literatura se resuelve en la historia de un inmenso plagio, que todos los escritores perpetran y tratan de evitar, y en la que también los plagian”. Abundaba en esa “casi paráfrasis perfecta” de T. S. Eliot, La tierra baldía, que “puede ser, además, una guía de lectura de los clásicos”: 403 versos y siete páginas de notas (luego de las que suprimió el autor) que integran, con Edmund Wilson,
... citas de, alusiones a, o imitaciones sobre, cuando menos 35 escritores diferentes (algunos de ellos, como Shakespeare y Dante, contribuyendo muchas veces), así como varias canciones populares; asimismo, introduce pasajes en seis lenguas extranjeras, contando el sánscrito.
Cierto, en la gran tradición literaria, de Platón a Shakespeare —quien no tuvo reparos para explotar a placer sus fuentes y modelos—, de Lawrence Sterne a T. S. Eliot, de Montaigne a Lautréamont (“el plagio es necesario”) y George Pérec —por ejemplo—, hay dosis mayores de apropiaciones que hoy están a la vista de todos. Son obras sostenidas por la certeza de que imitar no equivale a copiar sino a extender, a diversificar las resonancias de la tradición, rupturas incluidas. Con el filtro que impone el tiempo, los plagios imaginativos se consolidan como obras propias, diferenciadas. Su resistencia es en parte la medida de su autenticidad.
Figuras primordiales de la literatura mexicana del siglo XX, entre ellos Alfonso Reyes y Octavio Paz, rebasaron por mucho la frontera de los préstamos al cometer expropiaciones diversas. Lo documentó en nexos Evodio Escalante (quien además polemizó en torno al plagio con el autor del Premio de Poesía Aguascalientes 2009, Javier Sicilia). También fue señalado Carlos Fuentes, como tantos otros. Sucede tal vez que el veredicto del canon —de la mano del establishment— valida el conjunto de algunas obras primordiales, sin cancelar por obligación sus altibajos o caídas, y su volumen constituye un corpus que al final, de alguna forma, resiste a las pautas del mercado.
La miseria del plagio
Al revés, en los premios y episodios recientes, la calca, el hurto literal, desfiguran y degradan el oficio de escribir —y la exigencia de la literatura—: obedecen, de modo casi tangible, a la búsqueda de los dividendos del caso, desde el comercio y la paga de colaboraciones o servicios de prensa, hasta la ilusión de fama, prestigio, vigencia, you name it: todos los ingredientes que alimentan la tentación y usurpación plagiaria.
En cuanto a los jurados, queda la marca penosa de esa baja exigencia —trasplantada a una baja moral— que devalúa el propósito original de celebrar a la literatura y en su lugar privilegia el tráfico de las prebendas, los cálculos de las relaciones públicas o la mercadotecnia.
De acuerdo con El Universal, Bryce Echenique fue sancionado en 2009 por el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual de Perú; la suma fue de 57 mil dólares; la causa fue la publicación de 16 textos plagiados. Tres años después lo compensa el premio de la FIL, que multiplica la sanción y le atribuye 150 mil dólares (de los contribuyentes mexicanos, vale la pena recordar). La aberración del jurado y su defensa implícita (¿qué importa, si antes pudo escribir libros notables?) lleva el asunto a terrenos movedizos, proclives a la farsa, y los costos para la FIL quedan por verse. Con un recuerdo de Gerardo Deniz: ¿a quiénes beneficia tamaño gatuperio?
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