sábado, 29 de septiembre de 2012

Crédulos y desencantados

29/Septiembre/2012
Laberinto
Armando González Torres

Los plagios de Alatristre y Bryce, así como las complicidades tejidas a su alrededor, son episodios de la picaresca literaria que resultarían risibles si no avalaran connivencias entre grupos de interés, dispendio de recursos públicos y un clima de impostura intelectual. Por eso, resulta sorprendente la complacencia de muchos escritores ante actos que afectan el prestigio del gremio y el núcleo del proceso creativo y del diálogo intelectual. En otros textos, me refiero específicamente a estos casos, así como a la estructura de incentivos que contribuye a su florecimiento. Sin embargo, me sigo preguntando qué lleva a un “creador” a, literalmente, robar textos.  Aventuro una hipótesis mediante dos estereotipos, el crédulo y el desencantado, que representarían formas antagónicas de entender la creación y el plagio.  El crédulo no quiere copiar,  no concibe su elocuencia en letra ajena; experimenta una auténtica alegría y revelación cuando escribe; siente apego por la propia voz (a la que aspira a elevar sobre el lugar común) y busca un diálogo abierto con el lector, por lo que no teme importunarlo con la eventual dificultad o la aventura. Podría decirse que el crédulo encuentra en la escritura una realización instintiva semejante a la procreación y no delegaría en otro la labor de engendrar sólo por acumular más descendientes.  El desencantado, por su parte, entiende el acto de escribir como la mera fabricación de un producto y aspira a la maximización de tiempo y resultados, pues no concibe a sus lectores como interlocutores, sino como estadísticas, por lo que su escritura no se dirige a dialogar,  sino a complacer.  El desencantado es más propenso a copiar, pues la concepción del texto como un simple pretexto para mantener la presencia mediática es el inicio de la banalización del oficio, luego sólo hace falta algo de cinismo para robar artículos.
Sin duda, la vocación de casi todos los artistas parte de la credulidad  y, como dice Joseph Brodsky, “Toda carrera literaria empieza como una búsqueda personal de santidad, de autosuperación”. También es cierto que durante la trayectoria del creador se presentan encrucijadas: cuando el escritor es sometido a la demanda excesiva, cuando el éxito satura de compromisos extra-literarios. En esta etapa, el artista enfrenta la disyuntiva de conservar esa credulidad que se traduce en concentración y congruencia o desencantarse y  adherirse incondicionalmente al curso de la producción en serie.  Por supuesto, la productividad y el éxito no implican la pertenencia al bando de los desencantados: hay muchísimos escritores prolíficos y reconocidos (Paz, Coetzee, Naipaul) que han preservado esa curiosidad, rebeldía y fuego interior de los crédulos; en cambio hay novatos que vegetan con los clichés y la mezquindad del desencantado.  En realidad, la mayoría de los escritores no somos ni crédulos, ni desencantados puros, oscilamos peligrosamente entre esas dos orillas.

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