Laberinto
Armando González Torres
Los
plagios de Alatristre y Bryce, así como las complicidades tejidas a su
alrededor, son episodios de la picaresca literaria que resultarían risibles si
no avalaran connivencias entre grupos de interés, dispendio de recursos
públicos y un clima de impostura intelectual. Por eso, resulta sorprendente la complacencia
de muchos escritores ante actos que afectan el prestigio del gremio y el núcleo
del proceso creativo y del diálogo intelectual. En otros textos, me refiero
específicamente a estos casos, así como a la estructura de incentivos que
contribuye a su florecimiento. Sin embargo, me sigo preguntando qué lleva a un “creador”
a, literalmente, robar textos. Aventuro una
hipótesis mediante dos estereotipos, el crédulo y el desencantado, que
representarían formas antagónicas de entender la creación y el plagio. El crédulo no quiere copiar, no concibe su elocuencia en letra ajena; experimenta
una auténtica alegría y revelación cuando escribe; siente apego por la propia
voz (a la que aspira a elevar sobre el lugar común) y busca un diálogo abierto
con el lector, por lo que no teme importunarlo con la eventual dificultad o la
aventura. Podría decirse que el crédulo encuentra en la escritura una realización
instintiva semejante a la procreación y no delegaría en otro la labor de engendrar
sólo por acumular más descendientes. El desencantado,
por su parte, entiende el acto de escribir como la mera fabricación de un
producto y aspira a la maximización de tiempo y resultados, pues no concibe a
sus lectores como interlocutores, sino como estadísticas, por lo que su
escritura no se dirige a dialogar, sino
a complacer. El desencantado es más propenso a copiar,
pues la concepción del texto como un simple pretexto para mantener la presencia
mediática es el inicio de la banalización del oficio, luego sólo hace falta algo
de cinismo para robar artículos.
Sin
duda, la vocación de casi todos los artistas parte de la credulidad y, como dice Joseph Brodsky, “Toda carrera
literaria empieza como una búsqueda personal de santidad, de autosuperación”.
También es cierto que durante la trayectoria del creador se presentan encrucijadas:
cuando el escritor es sometido a la demanda excesiva, cuando el éxito satura de
compromisos extra-literarios. En esta etapa, el artista enfrenta la disyuntiva
de conservar esa credulidad que se traduce en concentración y congruencia o desencantarse
y adherirse incondicionalmente al curso
de la producción en serie. Por supuesto,
la productividad y el éxito no implican la pertenencia al bando de los
desencantados: hay muchísimos escritores prolíficos y reconocidos (Paz,
Coetzee, Naipaul) que han preservado esa curiosidad, rebeldía y fuego interior
de los crédulos; en cambio hay novatos que vegetan con los clichés y la mezquindad
del desencantado. En realidad, la
mayoría de los escritores no somos ni crédulos, ni desencantados puros, oscilamos
peligrosamente entre esas dos orillas.
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