Milenio
Cristina Rivera Garza
Me mantengo escribiendo novelas por un montón de cosas. Entre
otras, prominente entre ellas, está el asunto de la porosidad y la
plasticidad del género. El hecho, pues, de que en la así llamada novela
se puede hacer todo lo imaginable e, incluso, tal vez sobre todo, lo
inimaginable. El asunto, tal y como lo describía de manera tan suya la
Marguerite Duras, de que escribir siempre resulta ser “lo que
escribiríamos en caso de que escribiéramos”. Presente fenomenal.
Subjuntivo eterno. En realidad escribo libros, no necesariamente
novelas. Incluso cuando escribo novelas, en realidad escribo libros, no
necesariamente novelas. Pero esa es otra discusión.
Digo todo esto porque hace apenas unos días estuve contestando preguntas, muchas preguntas, casi todas ellas interesantes a decir verdad, sobre mi más reciente novela El mal de la taiga. Estos días, una semana o dos, suelen aparecer tiempo después de que aconteció el duelo, ¿les pasa esto a los otros novelistas?, cuando se atestigua con algo que no se decide entre la tristeza y la euforia el proceso a través del cual un manuscrito se transforma, revisión a revisión, y repito: revisión a revisión, en mercancía. De la pantalla a las hojas sueltas. De las hojas sueltas a las hojas cosidas. Una tapa. Esto se cierra. Y se sierra. ¡Ay, dolor!
Semanas o meses después, todo depende de los tiempos de publicación de la editorial, vienen los así llamados días de la promoción. No sé si a los otros escritores de novelas les pase igual, pero para mí no es sino hasta entonces, hasta el tiempo de El Ataque de Todas las Preguntas del Mundo, como le llamo, que se me aclaran los vínculos del libro con la realidad. Los días de promoción como pequeñas sesiones extrañas de la revelación más ardua. ¿Así que de esto iba? ¿Así que esto o lo otro fue leído así? Válgame. El papel de los periodistas culturales como interlocutores y clarividentes sobre esa bola de cristal que es todavía el libro.
¿Les sobrevienen a los otros escritores de novelas súbitos ataques de timidez o de ansiedad cuando el libro sale a los estantes y da la cara y abre los brazos como quien espera el saluda alborozado del mundo? Pues a mí sí. No sólo eso. Hace bien poquito, justo al inicio de la famosa semana de promoción, casi le provoco un ataque a mi editora cuando le dije, cerrando la puerta de su oficina en signo de la Gravedad del Instante, que siempre no. Que no me parecía nada bien que El mal de la taiga anduviera por ahí, solo por el mundo, quién sabe en qué manos. Que era mío. Mío. Mío de mí. Que regresáramos el tiempo y deshiciéramos la edición y. Una editora cumple muchas funciones, eso se sabe. Una de ellas es ofrecerle una silla a la autora y, después de ordenar un café bien cargado, ponerse a hablar con toda calma del tipo de cosas que regresarán a la autora de su propio mal de la taiga directo a la realidad. Gracias por no parar las prensas, Verónica.
Durante esos días del Ataque de Todas las Preguntas del Mundo no sólo se me devela lo que se ve, sino también lo que no se ve en el libro, lo que ha quedado protegido bajo la caparazón del lenguaje, en el código de los guiños secretos, compartidos en complicidad. ¿A nadie se le ocurrió googlear, por ejemplo, las dos frases de César Vallejo que anoté en mayúsculas como parte de los mensajes que mandaba una mujer que corría frenética en pos de su propia lejanísima taiga? Los nueve monstruos, sin duda. Con un amigo que prefiere quedar en el anonimato, fragué la frase “La crueldad no es necesaria, la crueldad es”. Luego de darle la vuelta al revés y al derecho, de analizar todas sus cornisas (¿tendrías que matar lo que puedes matar?, se preguntaba alguna vez Sylvia Plath, por ejemplo), quedamos en que ambos la utilizaríamos en libros que, en aquel entonces, estaban en su etapa pre-mercancía. Tengo una gran curiosidad de ver esa frase, o una frase parecida, o su versión de esa frase, en otro libro. Me encanta la idea de verla significar algo más en otro contexto. Algo similar pasó con una frase que mi amiga Rosa Beltrán, la escritora, publicó en el TimeLine de su Twitter (RosaBeltranA) el 16 de diciembre del 2011: “Cuando decimos adiós, ¿a quién buscamos?”. Como bien lo saben las muy queridas y más admiradas Vivian Abenshushan (@zingarona) o Verónica Gerber (@ambliopia) o Mónica Lavín (@mlavinm), mi militancia tuitera incluye el tratar de convertir a cuanto ente escriba conozco a que le entren al laboratorio social y cultural de los 140. Lo hago por simple egoísmo, si he de añadirlo: las quiero leer siempre, cada día, en mi TimeLine. El caso es que, luego de haber iniciado una cuenta de tuiter y cerrarla, Rosa abrió otra que parecía tener posibilidad de continuidad. En una comida entrañable la alentaba a seguir adelante y, por eso, le cité de memoria (es decir, mal) uno de sus tuits: “Cuando decimos adiós, ¿qué es lo que saludamos en realidad?”. Le dije que la incorporaría al libro que escribía entonces. Y lo hice. Me dice Rosa que piensa usar esa frase, la suya, en una novela que viene pronto. Me da una gran curiosidad, por supuesto, ver lo que significa algo así en sus manos. Con otro amigo que prefiere también el anonimato construimos una frase que tiene que ver con una cortina y con una ventana, el aire del mar entre las dos. La sal. El saber lo que somos, o cómo. Luego aprendería que, al menos en su caso, la frase es una versión, también, de otra que leyó en un libro entrañable de un autor que, el azar siempre tan original, yo admiro mucho: DeLillo.
¿Ya ven lo que digo cuando digo que el texto no representa ni exhibe ni argumenta sino que, a final de cuentas, también encubre?
Supongo que me mantengo escribiendo libros que a veces se llaman novelas por eso también: por el sentido del juego, por la complicidad, por los vericuetos secretos que, parafraseando a la dignísima Duras, “existirían en caso de que existiéramos”.
Ya sólo para que quede claro y no se preste a confusiones: me parece requetebién que El mal de la taiga ande por ahí, en el mundo, en quién sabe qué horizontes o manos. Era mío, es cierto. Alguna vez lo fue.
Digo todo esto porque hace apenas unos días estuve contestando preguntas, muchas preguntas, casi todas ellas interesantes a decir verdad, sobre mi más reciente novela El mal de la taiga. Estos días, una semana o dos, suelen aparecer tiempo después de que aconteció el duelo, ¿les pasa esto a los otros novelistas?, cuando se atestigua con algo que no se decide entre la tristeza y la euforia el proceso a través del cual un manuscrito se transforma, revisión a revisión, y repito: revisión a revisión, en mercancía. De la pantalla a las hojas sueltas. De las hojas sueltas a las hojas cosidas. Una tapa. Esto se cierra. Y se sierra. ¡Ay, dolor!
Semanas o meses después, todo depende de los tiempos de publicación de la editorial, vienen los así llamados días de la promoción. No sé si a los otros escritores de novelas les pase igual, pero para mí no es sino hasta entonces, hasta el tiempo de El Ataque de Todas las Preguntas del Mundo, como le llamo, que se me aclaran los vínculos del libro con la realidad. Los días de promoción como pequeñas sesiones extrañas de la revelación más ardua. ¿Así que de esto iba? ¿Así que esto o lo otro fue leído así? Válgame. El papel de los periodistas culturales como interlocutores y clarividentes sobre esa bola de cristal que es todavía el libro.
¿Les sobrevienen a los otros escritores de novelas súbitos ataques de timidez o de ansiedad cuando el libro sale a los estantes y da la cara y abre los brazos como quien espera el saluda alborozado del mundo? Pues a mí sí. No sólo eso. Hace bien poquito, justo al inicio de la famosa semana de promoción, casi le provoco un ataque a mi editora cuando le dije, cerrando la puerta de su oficina en signo de la Gravedad del Instante, que siempre no. Que no me parecía nada bien que El mal de la taiga anduviera por ahí, solo por el mundo, quién sabe en qué manos. Que era mío. Mío. Mío de mí. Que regresáramos el tiempo y deshiciéramos la edición y. Una editora cumple muchas funciones, eso se sabe. Una de ellas es ofrecerle una silla a la autora y, después de ordenar un café bien cargado, ponerse a hablar con toda calma del tipo de cosas que regresarán a la autora de su propio mal de la taiga directo a la realidad. Gracias por no parar las prensas, Verónica.
Durante esos días del Ataque de Todas las Preguntas del Mundo no sólo se me devela lo que se ve, sino también lo que no se ve en el libro, lo que ha quedado protegido bajo la caparazón del lenguaje, en el código de los guiños secretos, compartidos en complicidad. ¿A nadie se le ocurrió googlear, por ejemplo, las dos frases de César Vallejo que anoté en mayúsculas como parte de los mensajes que mandaba una mujer que corría frenética en pos de su propia lejanísima taiga? Los nueve monstruos, sin duda. Con un amigo que prefiere quedar en el anonimato, fragué la frase “La crueldad no es necesaria, la crueldad es”. Luego de darle la vuelta al revés y al derecho, de analizar todas sus cornisas (¿tendrías que matar lo que puedes matar?, se preguntaba alguna vez Sylvia Plath, por ejemplo), quedamos en que ambos la utilizaríamos en libros que, en aquel entonces, estaban en su etapa pre-mercancía. Tengo una gran curiosidad de ver esa frase, o una frase parecida, o su versión de esa frase, en otro libro. Me encanta la idea de verla significar algo más en otro contexto. Algo similar pasó con una frase que mi amiga Rosa Beltrán, la escritora, publicó en el TimeLine de su Twitter (RosaBeltranA) el 16 de diciembre del 2011: “Cuando decimos adiós, ¿a quién buscamos?”. Como bien lo saben las muy queridas y más admiradas Vivian Abenshushan (@zingarona) o Verónica Gerber (@ambliopia) o Mónica Lavín (@mlavinm), mi militancia tuitera incluye el tratar de convertir a cuanto ente escriba conozco a que le entren al laboratorio social y cultural de los 140. Lo hago por simple egoísmo, si he de añadirlo: las quiero leer siempre, cada día, en mi TimeLine. El caso es que, luego de haber iniciado una cuenta de tuiter y cerrarla, Rosa abrió otra que parecía tener posibilidad de continuidad. En una comida entrañable la alentaba a seguir adelante y, por eso, le cité de memoria (es decir, mal) uno de sus tuits: “Cuando decimos adiós, ¿qué es lo que saludamos en realidad?”. Le dije que la incorporaría al libro que escribía entonces. Y lo hice. Me dice Rosa que piensa usar esa frase, la suya, en una novela que viene pronto. Me da una gran curiosidad, por supuesto, ver lo que significa algo así en sus manos. Con otro amigo que prefiere también el anonimato construimos una frase que tiene que ver con una cortina y con una ventana, el aire del mar entre las dos. La sal. El saber lo que somos, o cómo. Luego aprendería que, al menos en su caso, la frase es una versión, también, de otra que leyó en un libro entrañable de un autor que, el azar siempre tan original, yo admiro mucho: DeLillo.
¿Ya ven lo que digo cuando digo que el texto no representa ni exhibe ni argumenta sino que, a final de cuentas, también encubre?
Supongo que me mantengo escribiendo libros que a veces se llaman novelas por eso también: por el sentido del juego, por la complicidad, por los vericuetos secretos que, parafraseando a la dignísima Duras, “existirían en caso de que existiéramos”.
Ya sólo para que quede claro y no se preste a confusiones: me parece requetebién que El mal de la taiga ande por ahí, en el mundo, en quién sabe qué horizontes o manos. Era mío, es cierto. Alguna vez lo fue.
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