martes, 1 de mayo de 2012

Repensar los talleres literarios

1/Mayo/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Acaso la pregunta no sea: ¿es posible enseñar a escribir? Tal vez la pregunta más efectiva podría ser: ¿es posible o deseable construir comunidades esporádicas en que los participantes intercambien y exploren maneras de leer y de escribir que cuestionen tradiciones imperantes? La primera pregunta corresponde, más o menos, al terreno de la metafísica. Con la segunda pregunta, en cambio, se atienden cuestiones más bien cotidianas y críticas de una práctica que es a la vez estética y política. Si se plantea la primera pregunta como una especie de versión recortada de la segunda, mi respuesta es un sonoro sí. Es posible. Sí, es deseable.
Muchos de los talleres de creación literaria que funcionan en México desde los albores de su época moderna corresponden a modelos de enseñanza que bien podrían definirse como verticales, autoritarios, patriarcales. En ellos, una figura de autoridad, amparada ya por la experiencia o ya por el prestigio o ya por la diferencia generacional, se da a la tarea de revisar y juzgar la “calidad literaria” de una diversidad de escritos de acuerdo a parámetros que se asumen como universales, cuando no transparentes o únicos. Al taller se va, según estos parámetros, para someterse, y el uso del verbo aquí no es inocente, al juicio ajeno, definido de antemano como superior e, incluso, intocable, con el fin de “mejorar” la escritura, llevándola del estadio inferior de lo no literario al estadio superior de lo literario. Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
Tal vez habría que empezar por dejarlos de llamar talleres de creación literaria, para decirles, de manera más horizontal y menos esencialista, más plural y menos canónica, más en el siglo XXI y menos en el XIX, talleres de escrituras.
Quizá sería necesario considerar la temeraria posibilidad de que, el hecho de haber escrito libros, incluso buenos libros, no significa necesariamente que el autor o autora de los mismos esté capacitado para participar de la delicada práctica de intercambio y crítica que constituye el salón de clase. Y, en este sentido, tal vez sería recomendable dejar de luchar contra la profesionalización de estas prácticas y empezar a indagar, críticamente, sobre didácticas imaginativas e interactivas que permitan una exploración dinámica del oficio. Acaso preparar a los futuros encargados de impartir talleres de escrituras en este tipo de didácticas podría contribuir a la eventual extinción de los abusos de poder que con tanta frecuencia han ocurrido en estos talleres con el pretexto de promover un tipo de crítica a la que no se duda de calificar como implacable.
Acaso habría de considerarse que no puede haber talleres de escritura que no sean al mismo tiempo, y por necesidad, talleres de lectura, incluyendo la discusión y el debate minucioso y crítico acerca de las diversas tradiciones que alimentan y han alimentado, a menudo de maneras poco armoniosas, la historia de las escrituras dichas en espacios y tiempos específicos. Tal vez sería buena idea que los que asistan a un taller de escrituras piensen que van, también, acaso sobre todo, a leer —a comentar en todo caso un rango amplio de lecturas que pongan en entredicho cualquier parámetro con la aspiración al estatus de la transparencia universal. Acaso sería bueno que todo participante saliera de estos talleres pensando que no hay tradición intocable ni mucho menos inmutable.
Quizá no sería del todo descabellado sacar al taller de escrituras del espacio cerrado de una habitación para llevarlo a la banqueta o a la plaza o al parque o al autobús o a los andenes o a cualquier espacio de convivencia social que deje en claro la interacción orgánica y necesaria de toda forma de escritura con la comunidad que la contiene y le da sentido. Tal vez sería buena idea que el participante de un taller no crea que todo lo que se hace dentro del verbo escribir se hace en solitario o sentado o dentro de una torre de marfil. Acaso no fuera mala idea del todo recordar y recordarnos que utilizamos en la escritura un lenguaje prestado, es decir, un lenguaje que es de todos y que, luego entonces, reutilizamos (con o sin las comillas del caso).
Tal vez fuera deseable borrar la palabra someter, incluso el eco de la palabra someter, de cualquier expresión que hiciera referencia a la participación en un taller. El sustantivo juicio. El adjetivo implacable. Acaso los verbos no tendrían que sonar a autoridad sino contener resonancias de la aventura vital que bien podría definir a todo tipo de escritura: explorar, comparar, debatir, trastocar, subvertir, inventar, proponer, ir más allá.

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