Laberinto
Evodio Escalante
Lo menos que puede decirse es que estamos ante una auténtica sorpresa. A más de cincuenta años del fallecimiento del más controvertido de nuestros pensadores, nadie imaginaría que andaba por ahí volando en el aire un libro inédito de José Vasconcelos. La publicación de La otra raza cósmica resulta por este motivo un hallazgo notable, producto directo del interés de Heriberto Yépez por destacar la figura de quien es para él el primer intelectual post-nacional que ha dado el país. En trance de escribir un libro sobre Vasconcelos, y hurgando en la de por sí abundante bibliografía del “escritor mexicano que más ideas ha tenido”, Yépez encontró unas conferencias que habría sustentado Vasconcelos en la Universidad de Chicago en 1926 y que no fueron incorporadas a las obras completas del autor: eran por lo tanto completamente desconocidas entre nosotros. Las tradujo en excelente español y les encontró un título a la vez propicio y provocador. Por la cercanía temporal y por la veta temática (la primera edición de La raza cósmica es de 1925), nos encontramos, en efecto, ante lo que bien podría ser la otra cara de una misma moneda: la tesis mesiánica de una raza mestiza que estaría destinada a implantar una nueva época en la historia del mundo, inaugurando con ello una etapa definitiva de progreso, armonía y disfrute estético, permanece en lo esencial la misma, aunque eso sí, atemperado en este caso el proverbial anti-yanquismo del autor por la doble circunstancia de dirigirse a un público norteamericano culto y, acaso, (atrevo la conjetura) porque ya avizoraba Vasconcelos que cierta simpatía de los círculos dirigentes del país anglosajón podría hacerle falta a la hora en que emprendiese sus futuras campañas políticas.
No por ello, de ningún modo, es un libro oportunista. De hecho, La otra raza cósmica podría antojarse en varios sentidos superior a su precedente inmediato. No se nos olvide que la prosa de Vasconcelos, arrebatada y arbitraria en largos pasajes, podía ser en sus momentos de felicidad estilística tan sugerente y fluida como la de su amigo Alfonso Reyes. Pero no se nos olvide tampoco que era un visionario, un pensador ebullente y original, muchas de cuyas ideas se diseminaron con éxito en nuestro medio, y que el propio Reyes en sus textos sociales llegó a reciclar de manera explícita algunos de sus conceptos como puede constatarlo quienquiera que revise las páginas de su famoso Discurso por Virgilio (1931). La prosa que ahora Yépez como buen “partero de las ideas” rescata del limbo de la inexistencia pertenece a la mejor estirpe vasconceliana: suelta, inventiva, magnánima, elevada y poderosa pero también flexible. El Vasconcelos demócrata e idealista brilla en estos textos con un resplandor que le permite codearse sin complejos con cumbres como Sarmiento, Bolívar y Andrés Bello. Así de poderoso y efectivo es el talante de su logos.
El libro está dividido en tres secciones, lo que corresponde a las tres conferencias impartidas por el autor: I. Similitud y contraste; II. La democracia en América Latina; y III. El problema racial en Latinoamérica. El filósofo de la historia y el experto en asuntos de geopolítica que quería ser Vasconcelos emergen desde los primeros renglones del texto. Impresionan su visión global de la historia de México, su idea del “desarrollo interrumpido” de las etnias indígenas de nuestro país, su manera de alabar el instinto de mestizaje con el que llegaron aquí los españoles, su visión ciclónica del paisaje americano, su descripción tumultuosa de la altiplanicie como escarpa geográfica que obliga al titanismo de sus habitantes, y más en lo amplio, su visión de la América toda como dividida en tres grandes zonas o regiones que imponen modos distintos de civilización, desde la América del Norte hasta la Patagonia. Como ombligo de su ejercicio de anatomía geográfica: las selvas, las zonas tórridas, que se yerguen como tremendo reto al impulso constructor de los hombres. Vasconcelos reitera aquí una tesis que ya había sostenido en La raza cósmica: “El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica.” En la versión de Chicago leemos: “Existe un periodo destinado a llegar en el cual la humanidad, apropiadamente provista con una adecuada técnica, se echará a cuestas la conquista y la explotación de la zona tórrida. (…) tengamos en mente que la raza que conquiste los trópicos será la ama del futuro.”
Si en La raza cósmica excluía de modo tajante a los Estados Unidos de su proyecto de fusión universal, en la medida en que ese país representaría “el último gran imperio de una sola raza”, las conferencias de Chicago se limitan a proponer un contraste que estaría obligado a fructificar: mientras que Norteamérica se ha desarrollado de acuerdo con una ley de similitud de razas, esfuerzos y condiciones, Latinoamérica encarnaría una suerte de ritmo variado de cambios y contrastes, que es el elemento mismo del mestizaje. Será el futuro, adelanta el filósofo, quien habrá de decidir si se impone la llamada Ley de similitud o si resulta más productiva la Ley de contrastes.
Surge el asunto estético. ¿Por qué lo blanco nos parece siempre lo más bello? Vasconcelos establece un interesante relativismo cultural, no exento de agudeza. Si sucede así, nos dice, es porque el criterio blanco de belleza es el que predomina en la era actual de la historia. Lo que no quiere decir que siempre tenga que ser así. A lo que agrega un interesante argumento que acaso no hubiera disgustado a los seguidores de Marx: la belleza física está relacionada con la serenidad y la paz mental propia de las clases dominantes. “En otras palabras —observa Vasconcelos—, una raza de esclavos no puede ser bella porque el trabajo duro y la miseria tienden a dejar su impronta en el cuerpo.” Entiéndase bien: no el trabajo como realización de las facultades humanas, sino como actividad ardua y brutal, que lastima los miembros y deforma los rostros.
El capítulo sobre la democracia contiene los alegatos más poderosos del libro. Lo que está en el caldero es el problema del inveterado caudillismo latinoamericano, modelo de dominación oriental o despótica que impide que la justicia y el respeto ante los demás triunfen en nuestras tierras. Si en La raza cósmica el tema apenas aparecía mencionado en una tacaña frase (“el cesarismo es el azote de la raza latina”), en los discursos de Chicago Vasconcelos se explaya con inteligencia y conocimiento de causa. Sus juicios sobre algunos de nuestros principales personajes históricos como Iturbide, Fray Servando, Benito Juárez, Lerdo y Madero me parecen agudos y ponderados, nada qué ver con la visión maniquea de una desafortunada historia de México que escribió varios años después ya despechado por el tremendo fraude que sufrió durante las elecciones presidenciales del 29. Sin ahondar más en el tema, me limito a decir que en la visión de Vasconcelos, mientras que es el despotismo el que ha hundido en la miseria a los pueblos latinoamericanos, son los gobiernos democráticos, sobre todo si están encabezados por hombres de cultura (como Sarmiento, Montalvo o Bello) los que conducen a la prosperidad. No por ello, empero, deja de reconocer que el gran déspota Porfirio Díaz también impulsó de modo sustantivo el crecimiento económico del país, aunque en definitiva lo condena en tanto que todo tirano, ejemplo de dominio unipersonal, “está destinado a traer una nueva era de odio, destrucción y caos”.
El capítulo final está dedicado a exaltar el papel de la raza mestiza. Por principio de cuentas, el autor añade una observación interesante que le desconocíamos, en el sentido que los indígenas mesoamericanos no constituyen de ninguna manera una raza primitiva. Acepta que pueden ser una raza decaída, en la que de seguro hay vestigios de la gran época de la Atlántida, pero no primitiva como tal. Un enorme paso adelante si se considera que para su contemporáneo el “humanista” Reyes los antiguos pobladores del Anáhuac son —y la frase me suscita escalofríos— “un pasado absoluto” (véase de nuevo el antes mencionado Discurso por Virgilio). Por lo demás, Vasconcelos sostiene que el mestizo representa un elemento totalmente nuevo en la historia, sin verdaderos asideros en el pasado, lo que de modo necesario lo proyecta hacia el porvenir. Retomo el argumento en su aspecto medular: “…el mestizo no puede remontarse por entero a sus padres, ya que no es exactamente como ninguno de sus ancestros, y al ser incapaz de vincularse plenamente con el pasado, el mestizo está siempre dirigido al futuro, es un puente hacia el porvenir.” Ningún país como México, añade el autor, puede mostrar “todos los signos y los efectos de esta peculiar psicología mestiza”.
No todo, empero, es miel sobre hojuelas. Su valoración del zapatismo, por ejemplo, revela no sólo un dejo peyorativo contra los campesinos alzados en armas sino igualmente una consideración muy unilateral acerca de las comunidades indígenas en general, las cuales, según esto, “carecen de estándares civilizatorios en los cuales apoyarse.” Su diversidad, opina Vasconcelos, resulta una limitación. El indio, enfatiza: “No tiene lenguaje propio, (y) nunca tuvo una lengua común para toda la raza.” La lengua de España resulta así elevada a canon insuperable de todo proceso civilizatorio. Lo cual ya es mucho decir…
En fin. Estoy consciente de que resumo de manera apresurada y parcial un libro muy rico en argumentos del mejor Vasconcelos. En estos días que corren, cuando ciertos personajes de la academia se entregan al deporte de menospreciar los variados aportes de este pensador… sin siquiera haberlo leído, me parece que la aparición de La otra raza cósmica es una buena oportunidad para iniciar la tarea pendiente.
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