sábado, 19 de mayo de 2012

Carlos Fuentes: literatura y civismo

19/Mayo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

Mis encuentros con Carlos Fuentes fueron escasos, breves y fortuitos. Sin embargo, deseo apuntarlos ahora que ha muerto para iniciar este comentario sobre su figura y obra, porque confirman lo que aun sin haberlo tratado nunca hubiera podido decir de él.
Pasé la segunda mitad de los años noventa en Buenos Aires, trabajando para la embajada de México. Como se sabe, esa ciudad tenía un significado nostálgico y vital para Fuentes, quien había pasado ahí algunos de sus años mozos. Así que sus visitas eran por lo menos anuales, ya para cumplir compromisos con instituciones y eventos como la Feria del Libro, ya por el puro gusto de volver a esa ciudad con tantos amigos y recuerdos.
En un primer encuentro me tocó recibirlo en el aeropuerto de Ezeiza y ofrecerle todo el apoyo de la embajada para su visita. Según recuerdo venía de Europa y estaba ávido por conocer las noticias tanto de México como de Argentina (internet apenas despuntaba); así que mientras esperábamos su equipaje y nos trasladábamos hacia su hotel, me exprimió en mi calidad de agregado de prensa. ¿Qué pasa con los justicialistas? ¿Con la UCR? ¿Qué tal la visita del presidente Zedillo? ¿Nuevas inversiones mexicanas?
Así era el Fuentes diplomático que por momentos hacía a un lado al Fuentes escritor: un analista de la realidad mundial, un apasionado de la realidad política y un profundo conocedor de la historia.
Solo un observador acucioso de la realidad social pudo escribir, en otro momento, La región más transparente, obra que le valió el reconocimiento nacional y, al poco tiempo, internacional. Fue ahí donde el diplomático nato, el estudioso de la política y la sociedad, cedió no sus conocimientos, pero sí su sensibilidad, ante el escritor.
La crítica ha coincidido en que La región más transparente debe su intención a una suerte de muralismo literario: recrear con un conjunto amplio de personajes el gran paisaje social de una época, tal y como lo había hecho Diego Rivera. Esa apreciación, estética sin duda, me parece válida; sin embargo, a finales de los años cincuenta, cuando apareció su novela, solo un autor con una vasta formación en el pensamiento político y social (había estudiado derecho y economía) podía captar en toda su complejidad esa etapa de la posrevolución mexicana.
Su obra, pues, no procede solamente de sus recorridos por la capital mexicana, ni del trato (cercano o lejano) de personajes modélicos que le servirían para su obra, sino de un examen social más elaborado en el terreno intelectual. Él mismo habría de señalarlo en distintas oportunidades al referirse a su novela: la realidad urbana que traza es resultado de una Revolución fallida (interrumpida, diría Adolfo Gilly) que continuó reproduciendo —en otra escala, desde luego— la desigualdad y la injusticia que todavía hoy sufrimos.
La Revolución mexicana constituyó el gran ideario del siglo XX mexicano. Lo que vino a decirnos La región más transparente (y buena parte de la novelística de Fuentes que le siguió) es que el sueño del progreso social seguía siendo una pesadilla para muchos, que la corrupción y el arribismo habían dado al traste con las instituciones recién creadas, que los pobres se las tendrían que apañar como pudieran en los años por venir (como ocurre ahora mismo).
El mayor mérito literario de Fuentes se concentra, a mi modo ver, en La región más transparente, por lo que hace al campo de la novela; en Los días enmascarados por lo que toca al cuento; Aura, ejemplo superior de novela corta; y El espejo enterrado, un ensayo con vocación iberoamericana que hoy mismo habría que volver a leer para entender lo que somos como país y región en el mundo.
Pero el mayor mérito (del conjunto) de su obra, además del literario, es de valor cívico: recordarnos la deuda social y los compromisos incumplidos de lo que fue el mayor proyecto de transformación social que ha vivido el país en los últimos cien años.
Hará cosa de unos quince años, rematé un ensayo sobre los jóvenes en México citando a Carlos Fuentes, porque me parecía (y al releerlo lo confirmo) lo más elocuente que se puede decir sobre la situación de quienes representan el porvenir nacional. Es necesario comenzar —decía yo— por atender a esa muchedumbre de jóvenes pobres que tienen en el desamparo su único horizonte. En Agua quemada, Carlos Fuentes retrató al hijo de Andrés Aparicio, Bernabé, que vive toda la frustración y desesperación que solo un joven puede sentir ante una sociedad que se debate entre la indiferencia y la exclusión:
“Acompañaron a los muchachos hasta la entrada del estadio Azteca y martincita le dijo que podía ir al Cementerio Español. Le compró un refresco a la Martina y comenzó a pasearse como ocelote enjaulado enfrente del estadio, dando de patadas contra los postes de luz neón cada vez que oía la gritería allá adentro, el aullido de ¡gol! y Bernabé pateando los postes diciendo por fin me lleva la chingada puta vida esta por dónde me le cuelo a la vida, ¿por dónde?”.

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