Laberinto
Aunque nos aseguró no volver a hacerlo, Guillermo Fernández nació en Guadalajara, Jalisco; allí, el 2 de octubre de 1932 tuvo su primer contacto con el aire de este mundo y con la “luz no usada” del valle de Atemajac. Sus primeros años los vivió en el barrio de la Capilla de Jesús, en pleno centro de la capital jalisciense, en una casa como la de Bernarda Alba: espacio dominado por las veleidades del eterno femenino. En la búsqueda de sí mismo y de la aventura, abandonó el hogar materno siendo todavía un niño; por caminos y pueblos de Michoacán y Jalisco, sobrevivió realizando trabajos de todo tipo: mozo de un circo ambulante, vendedor de perfumes y de santos, botones de un hotel de la ribera de Chapala, fotógrafo de un periódico amarillista… Próximo a cumplir los 20 años volvió a casa; sucio, maltrecho, la barba crecida, su madre no lo reconoció al abrir la puerta y toparse con su facha de príncipe mendigo.
Bajo el magisterio de Carlos Pellicer y de Juan José Arreola, ya en la Ciudad de México, hizo sus primeras apariciones en la escena de la vida literaria a comienzos de los años sesenta. Al mismo tiempo, encontraría en las agencias de publicidad de aquellos años, como lo hicieron otros novelistas y poetas, su modus vivendi; ese trabajo le permitió cumplir por varias décadas —con austeridad franciscana— sus contadas, pero intensas pasiones terrestres y metafísicas: la música, la literatura, sus estancias en Italia y el tequila en compañía de sus amigos. Animado por el autor de Confabulario, en 1964 publicó su primer libro de poemas bajo el título de Visitaciones. A esa entrega inicial seguiría La palabra a solas (1965) y, más tarde y en intervalos cada vez más prolongados, La hora y el sitio (1973), Bajo llave (1983), Exutorio (1993) y una serie de textos titulados Expósitos y Arca que se publicaron en su obra reunida en 2010. Escéptico y mordaz de sus posibles méritos poéticos, fue su principal saboteador; nunca lo vimos en faenas de autopromoción, ni en pasarelas o en caravanas en honor de los popes de nuestra literatura. La imagen del poeta como pararrayo celeste o recolector de premios le resultaba cómica, inocente y, en el fondo, perturbadoramente triste. Sin embargo, amaba la poesía con un sentido corpóreo y religioso; la leía, la vivía, la enseñaba, la servía como el más humilde y dedicado de sus oficiantes pues no dudaba que, desde su lenguaje subversivo, la vida de los mortales —plena de penurias y de mezquindades— era una aventura nada sigilosa y merecía vivirse con asombro y riesgo.
En la década de los años setenta comenzó su labor, titánica y amorosa, de traer a nuestra lengua toda una legión de poetas, novelistas, filósofos y dramaturgos italianos. Desde un clásico del Trecento como Giovanni Boccaccio hasta un poeta del Novecento como Valerio Magrelli, su trabajo nos abrió todo un continente lingüístico y cultural. A través de sus ejemplares traducciones, Guicciardini, Manzoni, Pavese, Savinio, Luzi, Svevo, Pirandello, Lampedusa, Montale, D’arzo, Saba, Campana, Penna y tantísimos otros, se convirtieron inapelablemente en escritores mexicanos con los que pudimos aprender y discutir la literatura. El responsable de esa pasmosa familiaridad fue Guillermo Fernández. Reacio a todo reconocimiento recibió, sin embargo, en 1997 la Orden al Mérito de la República Italiana, en grado de Caballero. “Esa corcholata” sí lo hizo feliz y nos la mostraba a sus amigos con una sonrisa de niño aplicado y orgulloso de su proeza.
Este año cumpliría 80 años y sus amigos nos preparábamos para festejarlo y agradecerle todas sus enseñanzas de maestro sin cátedra, sus pastas a la carbonara, sus ascensos al cráter del Nevado de Toluca, sus celebraciones malherianas y cernudianas, sus fusilamientos contra el establishment de la República de las Letras o sus danzas chamánicas sobre una silla mientras Jim Morrison amenaza con romperse las cuerdas vocales cantando “Roadhouse blues”. Aquellos encuentros no se repetirán más por obra y desgracia de su muerte. Huérfanos quedamos de su amistad y de sus complicidades. Las manos asesinas y cobardes que lo ataron, lo amordazaron y lo golpearon con saña, se aferrarán tarde o temprano a los barrotes de una prisión. Custodios de su memoria y de su justicia en la tierra, los que aquí quedamos en esta patria violentada, permaneceremos en vela y sin sosiego hasta cumplir estas dos honrosas encomiendas. Después, sólo después de ordenar el mundo desde la belleza, la verdad y la justicia, podremos despedirnos de él con sus propias palabras: “A la primera luz póngase el violín al hombro/ para decirle adiós al barco que se aleja.”
Los siguientes poemas corroboran la certeza de Jorge Esquinca, para quien Guillermo Fernández “hace de las palabras verdaderos instrumentos de posesión y recreación del mundo”
Por principio
Ya es tiempo de que vuelvan todas tus palabras
las que el olvido ha perdonado
las que sobrevivieron al puño del amor
las sonámbulas guías bajo los párpados
las mendigas que esperan tras la puerta
las fieles a los sótanos del alma
Remueve escombros y gusanos
límpiales el rostro de lunas empolvadas
de niñas retozonas en la noche de San Juan
Arráncalas del fondo del armario
apuéstales el silencio de las bestias
tus ojos bautizados con los ácidos
que digan ese poco que te sobra
bajo la podredumbre de la máscara
Se acabó el tiempo de pudrirse libremente
de acariciar los lomos de la tranquilidad
los ojos tras las rejas tras los actos
La inocencia es un cacho de carne
que se pudre en la jaula de las fieras.
De Bajo llave (1983)
Ninní
(1934-1940)
A Sergio Pitol
Siempre al atardecer giras la llave
que abre las rejas del cancel
y separa las hojas de la senda
para que llegue al mármol que te nutre
con sus racimos congelados.
Desde el fondo del valle nos invoca
la voz de la carreta rechinante
cantándole al inerme corazón.
¿Por qué tengo que oír todas las tardes
el horror que gotea en el silencio?
Ninní, Ninní, tú lo sabías:
me siguen embrujando los caminos,
las flores brunas de la carne
que acarician mis ojos con su bisturí;
el veneno que dormía en los labios de Ihú,
el que se alimentaba tan sólo de silencio;
las palabras que vienen a mi mesa
a iluminar el pan de la mañana.
Por buscarte, Ninní, he removido
los muladares de la noche,
he roído los huesos rechazados por los perros,
he malbaratado bienes del reino,
proyectos de reconstrucción.
Pero no he vuelto a hablar a solas.
Tú plantas los laureles en el sueño,
persuades a las aguas para que sólo reflejen
tu reflejo;
por ti alienta aún esa colina
en su primavera de tumbas y jardines.
Guillermo Fernández
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