Jornada Semanal
Para Álvaro Mutis, con gratitud
Muchos escritores nuestros se han sentido fuertemente atraídos por la obra de los escritores rusos. En América Latina ha habido casos emblemáticos. Muy joven, Pablo Neruda ingresó al Liceo de Hombres de Temuco. Allí, una de sus maestras, una señora muy alta “con traje muy largo y zapatos de tacón bajo como los que usan las monjas”, lo introdujo en la lectura de las grandes obras maestras rusas. Esa señora se llamaba Gabriela Mistral y solía comentarle que los escritores rusos eran definitivamente los mejores del mundo. Por esos mismos años, en 1923, cuando José Carlos Mariátegui regresa a Perú desde Europa, se convierte en uno de los principales difusores de los novísimos escritores y artistas rusos, muchos de ellos sus estrictos contemporáneos, que después serían reconocidos como los que conformaron el siglo de plata ruso, esa suerte de espíritu renacentista en plenos años convulsos, no sólo en la poesía, el relato, la novela, sino también en la música, la pintura, el pensamiento sobre el arte, la dramaturgia, la danza, el cine y demás expresiones artísticas.
Mariátegui se empeñó en su difusión, en dar a conocer, así fuera fragmentariamente en revistas y otras publicaciones, a algunos de ellos, y se dedicó a tender puentes, a fomentar su traducción ya fuera del francés, del inglés, del mismo idioma original cuando era posible y de esta manera muchos lectores de estas latitudes, en la década inverosímil de los veinte, leyeron por primera vez en nuestra lengua a Anna Ajmátova, a Boris Pilniak, a Fedor Sologub, a Isaac Bábel, a Maiakovsky, Balmont y Serguéi Esenin. En 1927, al comentar una novela de Lidia Seifulina en el periódico Variedades de Lima, Mariátegui se lamenta de que permanezcan prácticamente inéditos en español los autores más representativos de la nueva literatura rusa, menciona a Blok, Biély, Briúsov y Remízov, este último hostil a la revolución, pero que ha extraído “de la nueva vida rusa, los temas de sus últimos trabajos”.
“Rusia es triste. La tristeza de la fuerza”, escribió el paisano de Mariátegui, el poeta César Vallejo, tras su tercer viaje a Rusia, en 1931. Vallejo fue a Rusia obsesionado por escribir artículos sobre la gente y la revolución, por establecer “verdades” acerca de la nueva forma de vida, y regresó decepcionado. Fue a Rusia y se extravió. Necesitaba permanentemente de traductores y los tuvo de la más diversa condición, desde un miembro del Partido, hasta alguna sobreviviente cercana a la nobleza zarista, que le transmitían cada uno a su manera sus propios puntos de vista. Por eso, tal vez, no logró comprender el lenguaje de esa realidad que intentaba transmitir, porque le resultaba impenetrable. Para Vallejo fue una noche larga y sus dos libros sobre Rusia son, hoy, casi ilegibles. Enfocado en los aparentes aspectos políticos, económicos y hasta ideológicos del complejo devenir de ese momento, pareció olvidarse de lo principal: de lo que latía profundamente en el alma de ese pueblo, algo que los rusos siempre han sabido expresar a través de las posibilidades inverosímiles del arte y la literatura. Para entender a Rusia hay que leer a sus escritores. Y Vallejo parece que no los leyó. Al menos no a aquellos que por esos mismos años hubiera podido escuchar en lecturas, tertulias y veladas literarias, como Bábel, Bulgákov o Pilniak, sus contemporáneos.
Nicanor Parra fue a Rusia por otras razones distintas a las de Vallejo. Fue a una misión imposible: a traducir poesía rusa sin conocer el idioma. El poeta de la antipoesía, y hoy premio Cervantes, vivió al menos seis meses en Rusia, entre 1963 y 1964; conoció todos los bares moscovitas, caminó por sus calles, degustó el pan caliente en pleno invierno, se enamoró de su traductora Margarita Aliguer, realizó recitales en Moscú y Leningrado, y escribió poemas de raro y contenido lirismo (algo verdaderamente extraño en él) sobre esa experiencia, que después conformarían el volumen Canciones rusas. De esos seis meses febriles dedicados a traducir de una lengua que ignoraba, Parra obtuvo después un volumen de 305 páginas con una amplia muestra de autores del siglo XX, sus invenciones de treinta poetas, desde Ajmátova y Tsvietáieva, hasta Vosnessenski y Bela Ajmadulina. Trabajó duro en la adaptación poética a partir de una primera versión literal de José Vento, con el apoyo de dos asesores lingüísticos españoles radicados en Moscú y el entusiasmo incondicional de la Aliguer. El libro, en el que el poeta chileno aparece como compilador, se publicó primero en Moscú, en la Editorial Progreso, y luego en la Editorial Universitaria de Chile. El caso de Parra es un vivo ejemplo de cómo, para un poeta, para un escritor viajero, todo contacto con otra cultura es una posibilidad inmensa para ensanchar su propia obra y su propia vida.
Una pasión por la literatura rusa que perduró toda la vida fue la del poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas. Al contrario de Parra, el autor de La insurrección solitaria, nunca estuvo en Rusia, pero se sentía desde siempre, aunque suene extraño, un poeta de esas tierras. En un poema recuerda a Anna Ajmátova y su amistad con Modigliani en París. Un fragmento de la biografía de la poetisa le servía de materia para su propia poesía. Martínez Rivas leía a Anna en francés y lo que más admiraba de ella era su singular manera de develar las sensaciones y sentimientos sin mencionarlos.
En otros poemas el nicaragüense menciona directamente, además de Ajmátova, a Pushkin, a Gógol y a Goncharov. Del autor de Eugenio Onieguin leía todo lo que encontraba, tanto en inglés como en español, y se convirtió con el tiempo en un experto en su obra y en su vida. En el poema “A quienes no perdieron nada porque nunca tuvieron”, trae a cuento las lágrimas en las mejillas de Pushkin cuando su amigo Gógol le lee el manuscrito de El inspector y el poetasólo acierta a decir “¡Qué triste es nuestra Rusia!” Hay personas que aún no olvidan la onda emoción que embargaba a Martínez Rivas en una conferencia sobre Pushkin que dio en 1991: “Narraba la vida de Pushkin con un conocimiento minucioso que no podía ser resultado sino de un profundo estudio y, aún más, de un profundo cariño”, ha recordado una de las asistentes, su amiga Helena Ramos. Un día antes de que Martínez Rivas fuera internado en un hospital de Managua, en donde moriría unos días después, el 16 de junio de 1998, Helena lo visitó y lo encontró todavía con fuerzas para hablar de literatura. Cuando, de pronto, en algún momento de la conversación se nombró a Pushkin, el poeta nicaragüense con voz cálida y exaltada exclamó: “¡Pushkin! ¡Un genio adorable!” Su admiración por la literatura rusa era tal que alguna vez mencionó que le habría gustado haber sido un poeta ruso, algo que debió sonar desquiciado a los oídos de quienes lo escuchaban. ¿Y por qué precisamente ruso?, se preguntaba tiempo después Helena Ramos, y ella misma se respondía que tal vez por una causa sombría “formulada con hiriente precisión por Anna Ajmátova: ‘La poesía se toma tan en serio en Rusia que se podía hasta asesinar a un poeta por haberla escrito’. Para Carlos Martínez Rivas, probablemente, ésta era una buena razón por la que le hubiera gustado ser un poeta ruso.”
Traductor de Jacques Prévert y de René Guy Cadou, Teillier se lanzó con su amigo Gabriel Barra a la aventura de verter directamente del ruso los poemas de Esenin y así fue como aparecieron por primera vez en castellano, en el convulsionado Chile de 1970, sus versiones de La confesión de un granuja, cuarenta y cinco años después del suicidio del poeta. En el prólogo a ese libro, el chileno afirma que se puede decir de la poesía de Esenin lo que se dijo en su tiempo de la poesía de Francis Jammes: “que aparece como una muchacha desnuda en el rocío”, y agrega que la poesía de Esenin se singulariza por ser un intento de revivir la tierra natal y los días de infancia –esas hermanas gemelas– que constituyen el “paraíso perdido” del poeta. Años después, en el libro Para un pueblo fantasma (1978), del escritor chileno, aparece el poema “Pequeña confesión” dedicado a Esenin y en donde la sombra del poeta ruso surge en cada línea con fuerza y naturalidad: “En medio del camino de la vida/ Vago por las afueras del pueblo/ Y ni siquiera aquí se oyen las carretas/ Cuya música he amado desde niño.” La música de esas “carretas” simboliza el tiempo de la infancia, que en Teillier y su sombra rusa se concretiza en el poema.
Es una larga historia la de los escritores latinoamericanos y su relación con la literatura rusa. Tuve la fortuna en 1973, en Moscú, de escuchar al cubano Eliseo Diego hablar de poesía rusa y de las versiones que había acometido con el método patentado años antes por su colega Nicanor Parra, y mucho antes que él por Pasternak con sus invenciones de Alberti. La velada fue memorable. Eliseo Diego obtenía versiones de Esenin que conmovían a través del puente inverosímil tendido con versiones literales realizadas con anterioridad por hispanistas rusos como Nina Bulgákova y Pável Grushko.
Esta breve historia de una seducción podría ensancharse casi sin término. Muchos escritores latinoamericanos y españoles leyeron intensamente en sus años juveniles a los escritores rusos del XIX y principios del siglo XX. Valdría la pena que alguien recreara esa historia. No solamente eran proclives a leer a los ingleses y franceses, sino también a los rusos, a estos últimos con frecuencia en traducciones desafortunadas, como las de Rafael Cansinos Assens, a quien Borges adoraba. Tal vez por esta razón, cuando al escritor argentino le preguntaban por la literatura rusa, no iba más allá de Dostoievsky y Tolstoi y sólo una vez se refirió a otro autor: Isaac Bábel. Octavio Paz leyó con rigor a los rusos en su juventud y mostró la versatilidad de su conocimiento en una singular entrevista que le concedió al hispanista y traductor Pável Grushko, en 1988. García Márquez se refirió con regocijo a su lectura de El maestro y Margarita, de Bulgákov, antes de Cien años de soledad. Seguramente ya existen tesis académicas que aborden la profunda influencia de Dostoievsky, Andréiev y otros rusos sobre José Revueltas, a quien Juan José Arreola –tan dado a la fina hipérbole– sugirió alguna vez leerlo como autor ruso, antes que como mexicano. Álvaro Mutis es un diestro, lúdico y audaz navegante por ese océano inabarcable. Alguna vez me dijo que le habría gustado visitar Rusia, pero sólo llegó a una costa de Finlandia, en el mar Báltico, desde donde le pareció divisar el remoto reflejo de las luces de Leningrado. Hugo Gutiérrez Vega es un amante, docto, puntual e ingenioso conocedor de las literaturas eslavas y centroeuropeas. Y Sergio Pitol ha construido toda un arca rusa dentro de su obra, en la que se percibe el aroma y el espíritu de esa cultura, con todos sus múltiples matices y sus convulsiones secretas. Pero esto ya es tema para otra invención.
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