Jornada Semanal
Hace treinta años, cuando leí La muerte de Artemio Cruz, ya había descubierto el universo de Aura, otra de las grandes novelas de Carlos Fuentes. Ambas historias cumplen medio siglo de existencia, ambas han batido récords de ventas, y no sólo entre los lectores de nuestro país, sino en las ligas internacionales. Recientemente volví a leer La muerte de Artemio Cruz. Comprobé que esa mexicanísima novela no sólo no ha perdido nada de su color sino, al contrario, ante la sombría situación que vive México es impresionante su actualidad política. Buena parte de los infortunios de hoy se fraguaron en el laberinto de la corrupción que puede examinarse a la luz de ese relato.
La muerte de Artemio Cruz es una historia –a caballo– entre la novela de la revolución, precursora de Gringo viejo, y de la compleja narrativa de Terra nostra. En ella los temas del tiempo y la memoria son simbolizados por los caballos, esa parte inconsciente de la psique a la que constantemente invoca un agónico antihéroe. Mediante el recurso literario de la confesión, Artemio cuenta una historia no lineal, mientras niega que está a punto de morirse.
Carlos Fuentes organizó esta novela en trece capítulos. En esas escalas, como si fuera un trío de jazz, leemos –escuchamos– un ensamble a contratiempo que va y viene por la mente de un moribundo; voz cantante que de vez en vez se deja acompañar por otras voces, verdaderos instrumentos líricos que lo custodian durante su pasión mortal. Ninguna de esas voces se tienta el corazón para retratar a este personaje que, desde la Revolución, se ha dedicado a hacer con el gobierno un “íntimo business reaccionario”.
Con esa estructura no convencional, la historia fluye –por distintas fugas– a través de seis décadas del siglo XX mexicano. Desde el rural novecento y hasta la más cosmopolita década de los años sesenta, vemos a Artemio Cruz exhibiendo, a semejanza de algunos de nuestros connacionales públicos, a un tipo que va en un ascenso público constante, pero con una historia interna desintegrada. De hecho, uno de los fondos más importantes del relato, invisible y silencioso, es el de la identidad. Como en Pedro Páramo, en la novela de Fuentes también subyace el fondo clásico de una estirpe de progenitores que, al vulnerar la integridad simbólica de la madre y la de ellos mismos, provocan una profunda distorsión en la personalidad de sus descendientes; es decir, de los potenciales personajes.
La historia como espejo
Como si se contemplara en un espejo hecho añicos, Artemio Cruz va recordando trozos –aparentemente inconexos– de su historia. Es un personaje que hace valer la “providencial” violencia de los mexicanos. Pero como en “El perro tendrá su día”, ese durísimo relato de Juan Carlos Onetti, el perro Artemio Cruz lo tuvo el día que comenzó a recordar su historia mientras, literalmente, vomitaba las entrañas. Carlos Fuentes nos otorga un pase para acceder a la delirante confesión de un moribundo inmortal.
En esa historia, el “milagro económico” del que México gozó en la década de los cincuenta es visto desde autos de lujo o en escenarios fulgurantes: un convento jerónimo del sigloXVII, algún club dorado de Acapulco, una hacienda restaurada o una suntuosa residencia. Aunque la parte más significativa de su biografía Artemio Cruz la construye en escenarios miserables: túneles colapsados en minas del desierto, bohíos montados con varitas, veredas y barrancas polvorientas, prisiones y sórdidos cuartuchos donde mueren sus prescindibles compañeros. No obstante, el escenario predilecto de Artemio Cruz es su propia mente; especialmente, el territorio que ocupa su máximo deseo. “Cruzamos el río a caballo”, exclama una y otra vez. En este sentido, La muerte de Artemio Cruz, que abreva –y simultáneamente nutre– a la novela revolucionaria, también tiene chispas que recuerdan a lo mejor del western estadunidense. Aunque los caballeros brillan por ausencia, abundan yeguas y caballos. Como en algunas pinturas de Chagall, encontramos hermosos caballos azules y blancos, también hay moribundos y de sorprendente brío, caballos de guerra cruzando valles y montañas, animales que podrían atravesar el mar del inconsciente, o un país devastado por la guerra civil. Ante la magnitud de esa hecatombe, cabriolean caballos de duelo negros y empenachados que han sido vestidos para las pompas fúnebres. Tampoco faltan los exuberantes potros sin silla ni brida, emblemas de una mente salvaje, cuyas fulgurantes imágenes aparecen y se ocultan como en la canción “Wilde horses”, de los Rolling Stones.
Una orfandad a caballo
Por supuesto, Artemio Cruz posee una vivacidad sobresaliente, tiene la inteligencia y la audacia de quienes padecen profundos complejos de inferioridad. La semejanza que este hombre tiene con algunos personajes reales no es mera coincidencia: Carlos Fuentes ha hecho de Artemio Cruz un gran retrato hablado, un arquetipo de las “celebridades” que emergen y se esfuman en esa arena que es la realidad política y social de México. Así, al hacerse viejo, “la gente” se refiere a él como una momia, metáfora del encumbrado que no quiere renunciar a su poder. Es el antihéroe clásico que nunca va a eclipsarse y que, en medio de una escolta carnavalesca, vestida de blanco y negro, pone a girar un caleidoscopio de lujo donde danzan negociantes, mujeres hermosas, periodistas, comediantes y muchachitos ambiciosos. Mientras, el antiguo cacique, ahora envuelto en un gran fashion, escucha fragmentos dispersos de la feria de vanidades que enmascara a la violencia política y racial en México. Al comenzar la década de los sesenta, el know how de este personaje resume a un sector político que será intensamente cuestionado por los estudiantes mexicanos en 1968. Ficción y radiografía, biografía perversa del caudillo, fresco elaborado con pinceladas precisas que revela las luchas y transacciones que realizan individuos, grupos, clases sociales, y hasta algunas razas, durante la primera mitad del siglo XX mexicano. No es casual que Carlos Fuentes dedicara esta novela a C. Wright Mills, el sociólogo estadunidense de la new left que en la década de los sesenta, sin dejar de observar las estructuras del poder, exploró las múltiples aristas donde coinciden la biografía y la historia. Así, Fuentes construye el andamiaje histórico en el que Artemio Cruz se pinta solo. Al reverso de la moneda, La muerte de Artemio Cruz es un relato de la secuela psicológica que provoca una orfandad. Dentro de ese gran déspota ilustrado habita un pequeño que le sobrevive a un padre desconocido –presumiblemente francés– y a una madre negra, hambrienta y mexicana. Es un protagonista astuto, no mal parecido, un arribista de ojos verdes que lleva el apellido de una madre (que seguramente fue preciosa) y cuyos ancestros tal vez nacieron en Cabo Verde o en algún otro país de esa triste África proveedora de esclavos. Personaje que no debió apellidarse Cruz sino Dubois. Niño Artemio que vivió “tan cerca y tan lejos” de unos amos –parientes enloquecidos– en un paraíso perdido del trópico veracruzano.
Si los potros son vehículos de la memoria, el caballero, además de ser un personaje, es un símbolo. Por eso sus avatares han sobrevivido en la narrativa postmoderna, en la poesía y en el cine. Como el personaje intemporal de El caballero, la muerte y el diablo, famoso grabado de Alberto Durero, cuya valentía y código de honor han sido puestos a prueba por la perversidad, el deseo y el tiempo. La marcha estoica de ese caballero que avanza hacia la izquierda del grabado representa la búsqueda de la plaza central de sí mismo, lo que implica hacer una travesía por el largo y sinuoso camino a través de un inconsciente plagado de tentaciones y peligros. El famoso caballero encarna el reverso de los valores que exhibe Artemio Cruz, quien, no obstante y a pesar de su maldad extrema, de ninguna manera debe ser considerado un personaje plano. Veteado de luz y sombra, Artemio no desconoce los sentimientos de amistad, del trance amoroso y del amor filial. Sin embargo, es un protagonista aislado, que al observarse en un espejo oscuro y roto mira la fragmentación de su “yo” desde una soledad aterradora. Como en “La señal”, esa patética canción de Álvaro Carrillo, cuando Artemio Cruz “habla y habla” de su síntoma, parece estar gozando con su propia agonía. Con ese deleite punzante estructura un monólogo estremecedor. Ese pensamiento en voz alta, a cincuenta años de su publicación, ha logrado que una legión de lectores haya tenido una vía privilegiada a la mente deslumbrante de uno de los más formidables bandoleros de la literatura.
Las triadas y Artemio Cruz
Existe un método curioso para acceder a las claves menos visibles de esta historia. A través del análisis de los epígrafes que seleccionó Carlos Fuentes es posible trazar algunas líneas hermenéuticas para aproximarse a ella. Por ejemplo, al analizar el sorprendente verso del poema “Muerte sin fin”, de Gorostiza: “…de mí y de Él y de nosotros tres –¡siempre tres!”; desde luego puede aludir a la síntesis de una trinidad que religa a los mortales con la divinidad; o, a la cifra sexual del macho –o del hombre–, y desde luego al tiempo. Puede sugerir al rostro ternario de Hermes y abismarse ante las estructuras perfectas a las que Borges dedicó un verso con un toque esotérico: “Oh tiempo, tus pirámides”, que acaso apunte a esa arquitectura que se desdobla en los espejos de agua de nuestras ciudades precolombinas; o más llana y simplemente a la conocida metáfora de la pirámide como emblema del poder tlatoani. En este sentido es interesante la especulación del nudo borromeo, en la que Jacques Lacan ha propuesto tres elementos psíquicos enlazados para explicar la complejidad del hombre en los registros que tiene de lo real, de lo simbólico y de lo imaginario. Exploración integral de la psique humana, que en Artemio Cruz equivale a las tres voces paradójicas de sus expresiones poéticas y narrativas: “Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres.” Evidentemente, cuando falla alguno de los tres registros –imagen de los aros que se desenlazan– provoca que “rueden libres” diversas patologías mentales. En otra sorprendente oración, Fuentes dice: “Donde la tierra tronará bajo los cascos, tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras…” Por supuesto, para Artemio Cruz ese caballo psicopompo que abreva en el fondo de su mente representa la posibilidad de la fuga y el olvido, o un viaje de regreso por su propio inconsciente para restablecer contacto con su memoria fragmentada.
La última batalla
A propósito de la ficción heroica y de la verdad histórica, Fuentes ha dicho de la novela de William Faulkner, Absalon, Absalon, que “se encuentra en el futuro y nos mira de frente a la cara”. Desde la perspectiva de La muerte de Artemio Cruz, esa idea explicaría, en buena medida, al México profundo y al de la postmodernidad. Quizá, si escucháramos con atención el ensamble de ese “trió de voces”, lograríamos entender por qué un movimiento histórico que tantas esperanzas generara, terminó llevándose a los de abajo a un triste inframundo; mientras un forajido, que ha cruzado todos los ríos de “arriba” –metáfora de la transgresión de los límites del honor y el decoro–, una y otra vez fracasa en su intento por cruzar el río definitivo, el temible Aqueronte para deshacerse a gusto en el Hades.
En la orilla de enfrente un potro negro otea entre la bruma. Espera que el sensual bandido acabe de morirse. Quizás Artemio Cruz se decida por el suicidio, pero no podrá llevarse con él a su arquetipo, porque el villano, y su reverso, el caballero, son indestructibles. Tal vez otros relatos vengan con sus héroes a decirnos que han hallado una cura milagrosa para la enfermedad que sufre el inmortal agonizante; en otras palabras, la cura para un país profundamente herido. Necesitarían ir por distintos tiempos y senderos de la historia, y como Artemio, ir a caballo contra la imagen que le devuelve su propio espejo narcisista. Y entonces sí, como el Caballero del grabado de Durero, disponerse a dar contra el mal, el tiempo y la muerte “la última batalla”.
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