sábado, 17 de marzo de 2012

Novedad de la narrativa mexicana II: Contra las tentaciones de la nueva crítica

Febrero/2012
Nexos
Valeria Luiselli

En el teatro mexicano los actores gritan cuando se enojan. Como si no hubiera otro modo de enojarse. En la prensa mexicana hay una pasión desmedida por la literalidad. La violencia se representa a través de sí misma, un poco como el mapa de Borges que tenía el mismo tamaño del territorio que pretendía representar. En la narrativa reciente pasan muchas cosas, pero no pasa nada. Orwell decía que en tiempos de crisis abundaban los escribidores. En estos tiempos sobran. Abundan escribidores de crítica literaria. La nueva crítica recoge y condensa los vicios de todo lo anterior: es gritona, literal, hueca y mucha.

Cuando hablo de la nueva crítica literaria me refiero a la suma indiscriminada de opiniones que se publican sobre todo en blogs, aunque también en periódicos y ocasionalmente en revistas —mismas que, parafraseando a medias al escritor Fabián Casas, duran sólo dos números—. No creo que esté mal per se que abunden las iniciativas críticas. Al contrario. Pero dado que el blog y sus avatares —donde hay casi siempre un solo autor-editor-crítico-escritor— ganaron terreno y las revistas y suplementos culturales se fueron quedando sin páginas, sin editores y sin lectores, se vuelve más necesario que nunca repensar continua y conjuntamente el discurso que se está produciendo. No pretendo hacer aquí un balance global del estado de la crítica en México, sino acaso esbozar algunas reflexiones sobre cierto tono que prevalece en la crítica que se escribe hoy en día sobre los nuevos autores mexicanos.

El Crítico Salvatrucha
La primera marca general de la nueva crítica que me parece importante repensar es la concepción de que ésta, para ser seria o valiosa, debe de ser despiadada. Parecería que el nuevo lema es “atreverse”, como si el crítico fuera un aprendiz de matón atravesando su ritual de paso. Tener agallas rifa más ahora que tener neuronas. Para decirlo en pocas palabras, la inclemencia reemplazó a la inteligencia. La reacción, a la opinión sopesada. Además, por como se organiza la información en la red, los reseñistas de un libro construyen sus textos repitiendo —a veces citando, a veces parafraseando— lo que ya han dicho otros reseñistas; o en el peor de los casos, copiando verbatim y para su provecho lo que esa “mano de Dios” —diestra en mercadotecnia— escribe en las cuartas de forros. Así, la opinión pública sobre un libro, a medida que se perfila, difícilmente varía en sustancia, aunque pueda variar en forma.

En la nueva crítica se espetan términos como “profunda introspección psicológica”, “trinchera lingüística” o “madurez narrativa”, como si realmente significaran algo. El otro día estuve horas dándole vueltas a la frase “poner en crisis la novela”, que un crítico tuvo la elocuencia de formular, pero la falta de delicadeza de no explicar. ¿Dónde están los nuevos críticos con ideas? Así como otra vez se puso de moda ser escritor callejero, ahora también es mejor ser crítico callejero. Para ser crítico literario hoy en día, sólo hace falta ser cabrón, un poco pop, y haber leído el libro.

Parte del problema es que desde hace tiempo, aunque tal vez más ahora que nunca, en el mundo de las letras mexicanas está desprestigiada la academia y los estudios literarios. Inocentemente desprestigiada. No sólo eso, sino que —a diferencia de lo que sucede en Argentina, por ejemplo— hay muy poca comunicación entre la crítica literaria académica mexicana y la que se escribe en medios periodísticos. No es que todo lo que se haga en la academia esté bien, pero sin duda hay mucho que aprender de ella. Los nuevos reseñistas, que se crian en los blogs y no necesariamente se juntan en las revistas de papel porque ya casi no quedan, parecen ignorar que existe algo que se llama historia de la literatura y de la crítica literaria y que tal vez sea conveniente repasarla y conversar con ella.

Juan Gabriel y la cocaína
En los últimos años se ha enarbolado una incomprensible y mal concebida fascinación por lo marginal y lo violento. En buena parte de la nueva narrativa nacional abundan las prostitutas, los narcotraficantes, los travestis, las decapitaciones, las sobredosis de drogas, los escenarios sórdidos —lo subalterno y lo abyecto, para decirlo en pocas palabras, aunque cargadas—. Éstos son, al menos, los rasgos temáticos y estéticos que se suelen destacar de los libros recientes. La segunda marca general de la nueva crítica es la decantación por esta estética. Si digo que se trata de una fascinación incomprensible es porque no se explica —o no me explico— el embeleso de la crítica con una estética y un campo, a estas alturas, explorado y explotado ad nauseum en esta y otras tradiciones literarias. Si digo que está mal concebida es porque esta estética no parece instar a la crítica a cuestionar y problematizar nada. Mucho menos se leen los libros recientes que participan de esta estética en el contexto de las obras literarias anteriores en las cuales tienen su origen.

Es absurdo e injusto criticar a un escritor por elegir escribir sobre un tema y no otro. Un escritor escribe como puede y sobre lo que le interesa. Tampoco es justo criticar un libro —no hablo de justicia moral, sino de hacer justicia intelectual a una obra— por lo que no es. No se le puede reprochar a una novela posmoderna no ser tradicional, como no se le puede reprochar a una tradicional no ser posmoderna. No estoy reprochando que se escriban libros sobre tal o cual tema. Lo que estoy cuestionando aquí es el hecho de que la crítica conciba la estética de lo marginal y lo violento como una que representa un rompimiento en la tradición literaria mexicana. El problema no es que se defienda o no una estética particular; el problema es estar convencidos del carácter innovador, la frescura y la radicalidad de esta vertiente de la narrativa nacional.

El espectro de lo que hoy se denomina “narcoliteratura” —aun cuando lo que se escribe no siempre trate directamente sobre el narcotráfico— es amplio y, naturalmente, incluye libros buenos, libros mediocres y bastante paja. La peor cara de esta literatura, a mi parecer, es la que se escribe desde la cómoda posición del turismo de la marginalidad.
Escritores, al amparo de becas literarias, recorren los submundos de la abyección y pontifican desde el falso “I was there” del escritor callejero. Muchos de estos libros parecen más que nada una regurgitación literaria de ese combo de lecturas “duras” de adolescencia —Fante, Kerouac, Selby, Palahniuk— y la sobredosis de violencia que se degluta diariamente en el gran espectáculo de la prensa nacional. Lo que nos encontramos en las mesas de novedades es una estridente corte de los milagros en eterno high de literatura y cocaína —el álbum de estampitas del freak show nacional—. Además, como la literatura está a la baja incluso en algunos de los círculos de quienes la escriben, y está mejor visto citar a Juan Gabriel que leer a Cervantes, el resultado de todo esto es una literatura bastante ligera, pero que no se reconoce a sí misma como el mainstream que es, y está convencida de que su importancia y rareza radican en la inversión de términos y radical subversión que implica adoptar lo pop y lo marginal como banderín moral, político y estético. ¿Pero hace cuántos años que dejaron de ser marginales los temas marginales? ¿Hace cuánto que la fusión de lo pop con la “alta cultura” dejó de ser una novedad transgresora? La crítica, sin embargo, tiende a aplaudir casi unánimemente y sin reservas ese nuevo mainstream literario.

Ésa es solo la peor cara de la literatura joven de la era del narco. Su mejor cara está en escritores como Herbert, Herrera, Yépez, Villalobos, Ortuño y Velázquez. Un escritor con el talento y la originalidad de Herbert puede transformar temas tan manidos recientemente como la prostitución y las drogas en una obra que tal vez será un clásico de nuestra literatura; autores como Herrera, Villalobos o Yépez comprueban la falsedad de la tentadora dicotomía entre lo cosmopolita y lo local; las obras de narradores como Ortuño pueden sobrevivir a las contingencias de lo que pide el mercado lector nacional e internacional, y lo que hoy aplauden un puñado de críticos en boga. Pero lo bueno es siempre un caso raro. Y, desafortunadamente, en tanto caso raro, lo bueno tiende a ser homogeneizado en el discurso crítico que se genera en torno a él.

Desgracia, el norte
y lo chilango

La tercera marca de la nueva crítica, y la más importante desde mi punto de vista, tiene que ver con la vuelta a un discurso —ya obsoleto— que vincula la producción literaria con cierta idea de la identidad nacional o regional. Incluso los escritores más interesantes terminan siendo leídos a la luz de la obsesión por fijar una identidad o unas identidades nacionales, y son reducidos a unos cuántos valores —escasamente literarios.

El caso de Carlos Velázquez es elocuente. Velázquez es uno de los escritores más talentosos de mi generación. Sin embargo, la crítica en torno a su obra —aunque tal vez su discurso público ha abonado a esto— insiste en colocarlo en el lugar de portavoz de “la literatura del norte” y de la “identidad norteña”. Ésas son categorías, si no totalmente absurdas, cuando menos limitadas. Velázquez está más cerca de la picaresca quevediana, o más cerca de Ibargüengoitia, que de Lo Norteño. ¿Por qué insistimos en leerlo como representante de algo? ¿Qué no habíamos superado ya las “ficciones fundacionales”? Resulta inexplicable la vuelta de la crítica a un discurso que apuntala y reafirma ideas monolíticas de la identidad micronacional a través de la producción literaria.

¿Qué sucedió en estos años que explique la renovada fijación por definir y sobredeterminar el carácter nacional o regional como uno que fundamentalmente se resuelve en la violencia, la subalternidad, etcétera? ¿Cómo es posible que en México sigamos —los lectores y críticos más jóvenes— obsesionados con explicarnos a nosotros mismos a través de fijar una identidad nacional reducida a unos cuantos rasgos burdos? ¿Produjo el TLC una crisis identitaria tal que ahora explique esta necesidad de volver a construir nuestra identidad nacional? ¿O es que, a medida que se nos cae el país a manos del narcotráfico y de un gobierno incapaz de responsabilizarse por sus malas decisiones, no nos queda más remedio que definirnos con base en la imagen que mejor vende de México en México y en el mundo? ¿O estamos meramente asumiendo el papel que se nos asignó en el sorteo identitario del gran Concierto de las Naciones? No tengo una respuesta para estas preguntas, pero creo que es algo que nos tenemos que empezar a plantear como generación.

Tal vez en México seguimos mirando, de un modo un tanto estrábico, hacia la imagen que tiene el mundo de lo mexicano y lo que queremos que sea lo mexicano. Los mitos fundacionales de América Latina fueron, en su mayoría, resultado de dos elementos en constante tensión: por un lado, de una mirada autorreflexiva y, por otro, de la mirada hacia un proyecto futuro de naciones independientes de Europa, distintas de ella, plenamente originales. Esa tensión, esa mirada estrábica, constituyó los textos literarios decimonónicos y de principios del siglo XX que sirvieron de base para la construcción de las identidades nacionales de los entonces incipientes países latinoamericanos. ¿Pero ahora, en pleno siglo XXI, debemos seguir subrayando que nuestra identidad es tal o cual cosa? Es como si los argentinos jóvenes siguieran escribiendo sobre los gauchos. O, mejor dicho, como si los críticos del cono sur siguieran buscando la identidad literaria nacional en la dicotomía ya rancia de la civilización y la barbarie.

Por supuesto que no creo que esté mal que los narradores jóvenes se den a la tarea —deliberadamente o no— de tratar de entender el país o la realidad en que viven. Eso sería tan superfluo y limitado como criticar, por ejemplo, a uno de los mejores escritores de la lengua inglesa, J.M. Coetzee, por haber escrito una obra maestra (Desgracia) sobre la realidad sudafricana. ¿Pero acaso leemos Desgracia en clave exclusiva de la literatura de la clase media blanca de Ciudad del Cabo, en radical tensión con, por ejemplo, aquella que se produce en Johannesburgo? Por supuesto que no.

Tampoco creo que exista una dicotomía entre lo cosmopolita y lo local y que los escritores deban aspirar al cosmopolitismo. O tal vez exista la dicotomía, pero es falsa. No estoy tratando de abogar por una literatura anclada en el vacío, pero sí de enunciar mi escepticismo hacia una que echa raíces apenas en la costra más evidente de lo que se concibe, dentro y fuera de México, como la realidad nacional.

Lo que el discurso identitario ilumina es un profundo conservadurismo; o tal vez, peor que eso, un conservadurismo que se disfraza de novedad radical y de posmodernidad (sea posnorteña, poschilanga o posloquesea). El problema, en pocas palabras, es que no estemos cuestionando la pertinencia de esta vuelta a la literatura de las identidades nacionales y, peor, de las regionales. Y si no debatiendo su pertinencia, por lo menos buscando los motivos que expliquen su proliferación y relativo éxito comercial. Si se revisan algunas reseñas recientes de los libros de autores jóvenes —aunque también de los no tan jóvenes— y se cuentan las veces que aparece, por ejemplo, la palabra “identidad”, dan ganas de llorar. Dan ganas de llorar porque no creo que los escritores de las nuevas generaciones se estén planteando —de modo calculado y programático— escribir literatura que refuerce ningún tipo de postulado esencialista sobre la identidad y el carácter nacional, pero así es como están siendo leídos. Y son los críticos jóvenes quienes con mayor falta de perspectiva están leyendo la literatura actual, cuando debieran ser quienes la leen con miras más amplias y con mayor libertad.

El problema, sin embargo, no se limita a la crítica literaria en México. Hace unos meses me escribieron de un suplemento literario estadunidense para consultarme sobre escritores mexicanos jóvenes a los que valiera la pena traducir. Di los nombres de quienes me parecían autores jóvenes interesantes. El siguiente intercambio de correos terminó en un relativo impasse. “El número es sobre literatura del narco”, me dijeron, “y la mayoría de los autores que propones no escriben sobre ese tema”.

Está bastante claro que lo único que interesa de México fuera de México es el espectáculo de su inmolación. ¿No debería la nueva crítica literaria mexicana, si no oponerse, por lo menos propiciar los matices de la concepción monolítica y caricaturizada que propaga de “lo mexicano” también a través de su literatura? Si seguimos regodeándonos en este mismo lodo, no me cabe duda de que la literatura de principios del siglo XXI será reducida a material de mero interés sociológico para los futuros críticos en el primer mundo. Estos críticos —¿nietos y bisnietos intelectuales de la inteligente pero ininteligible y por ende mal leída Spivak?—, revisarán la obra de las generaciones de comienzos de siglo con ojos paternales y satisfechos, atesorándolos como abono fértil para las teorías sobre las identidades conflictivas del tercer mundo, la marginalidad, la diferencia, dejar hablar al subalterno —en fin, la peor cara de la crítica académica estadunidense—. Como bien respondió alguna vez una brillante crítica literaria, a la vieja pregunta spivakiana “¿Puede el subalterno hablar?”: “Por piedad, díganle al subalterno que ya se calle”.

¿Hacia una nueva crítica para la nueva literatura?

Sarcasmo aparte, ¿qué hacemos, frente a este panorama, con tantos otros escritores notables de las nuevas generaciones que no escriben sobre los temas relacionados —tangencial o directamente— con la violencia de la era del narcotráfico? ¿Qué hacemos con escritores como Guadalupe Nettel, Tryno Maldonado, Vivian Abenshushan, Emiliano Monge, David Miklos o Brenda Lozano, para nombrar sólo unos cuantos de nuestros escritores más interesantes que escriben sobre temas completamente distintos a los que hoy en día parecen estar en boga? El discurso identitario nos obliga a concebir la literatura a través de otra falsa dicotomía —tan falsa o infértil como la de “civilización y barbarie”, “centro y periferia”, “norte y centro”, etcétera— y a polarizar inútilmente la producción literaria. El discurso identitario suprime la posibilidad de una lectura amplia e integral de la nueva literatura mexicana.

¿Cómo van a ser leídos, en este contexto, los escritores que apenas empiezan o empezarán a publicar? La generación de los ochenta todavía no es, propiamente, una generación. Los que nacimos en esa década apenas comenzamos a publicar. Pero se empieza a perfilar una constelación de escritores que están por terminar su primer libro o, en algunos casos, su segundo. Brenda Lozano, Daniel Saldaña, Verónica Gerber, Pablo Duarte, Laia Jufresa, Bibiana Camacho: ¿cómo se irán incorporando autores como éstos a un campo literario dominado por un discurso que prioriza categorías como Lo Norteño, Lo Poschilango, Poner en Crisis la Novela, etcétera.

Sería ingenuo pensar que todo va a cambiar en el panorama de la literatura nacional en cuanto llegue un relevo generacional. Las generaciones literarias, además, no se dividen en décadas. Sin embargo, tengo la impresión —tal vez la esperanza— de que la narrativa de los escritores que apenas están empezando a publicar, o aquellos que van a publicar pronto, se resistirá a las dicotomías y límites que la (mala) crítica ha impuesto a la literatura de estos últimos años. Pero para que esto suceda tiene que ocurrir primero un cambio en el panorama de la crítica literaria. Sólo abriendo una discusión fructífera en el ámbito de la nueva crítica literaria podrán encontrar su lugar preciso los libros de las generaciones venideras.

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