sábado, 3 de marzo de 2012

La maldición del lector de prosa

3/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

A veces me gustaría ser un lector de novelas que busca la emoción, la profundidad, las revelaciones sobre la vida y la muerte, sin andarme fijando en las minucias de la prosa, en la ortografía y gramática, en los significados de las palabras. No sé en qué momento me convertí en un lector de prosa, pero eso me resultó una calamidad, pues me pierdo de disfrutar a todos esos autores que dominan el qué pero no el cómo.

Quisiera tener una capacidad infinita para disculpar los descuidos de los escritores y poder leer frases sin sentido o redundantes o jaladas de los cabellos o simplemente erráticas, suponer que son un mero bache en el camino y que lo importante es el paisaje.

García Márquez es un maravilloso prosista. Él dijo más o menos algo así: “Un punto o una coma mal puestos rompen el hechizo de la novela, hacen que ya no pensemos en los personajes y las situaciones, sino en la mala puntuación”.

Ayer leía una novela. De pronto me topé con esta frase: “Enzo tuvo la impresión de que el trompetista lo seguía como si esa mañana hubiera estado esperándolo”. Tengo que detener mi lectura. He de preguntarme si hay una manera distinta de seguir a alguien si no se le esperaba. Para cuando termino de reflexionar sobre el asunto ya no recuerdo quién seguía a quién y me siento tentado a leer otra cosa.

Si en otro libro encuentro: “Sus ojos parecían dos ventanas por donde un gato se asoma para ver sin interés las luces de una marquesina de cine de barrio”, mi dolor de cabeza se vuelve monumental.

En cambio las erratas no me molestan. Si leo: “Esa mamana despertó temprano”, me sigo derecho como si la Ñ hubiese estado claramente pintada en su justo lugar. Las erratas no vienen de una pretenciosidad ineducada ni de un descabelle de lo poético ni de la mera ignorancia. Suelen ser un mero accidente.

En el libro que leía antier, el autor usaba la palabra “insecto” para referirse a una araña. Para mí era tanto como llamarle reptil a una gallina.

En el libro del fin de semana un autor argentino insistía en usar el “hubiera” como condicional: “Si yo hubiera estudiado, hubiera sido médico”.

Pongo apenas unos ejemplos que tengo a la mano porque el espacio de esta columna es inadecuado para tratar el estado de la prosa contemporánea. Ni siquiera intento hacerlo, pues no quiero hablar sobre la escritura sino sobre la lectura.

No sé usted, amigo lector, si su mente esté tan adormecida o tenga tan buenos amortiguadores para pasar por todos esos baches sin sentirlos. Lo envidio sinceramente.

Otros, inevitablemente, vemos la novela como una sucesión de frases. Esto nos vuelve mezquinos, hasta amargados. Pasamos las páginas como si nuestra ilusión fuera trabajar como correctores en una editorial; como si disfrutáramos al pillar a un autor en falta, máxime si se trata de un laureado; como si no reconociéramos a los escritores el derecho a la incorrección necesaria, pues nos hemos oxidado en el pasado, con nostalgia de aquellos días en que se estudiaba griego, latín y retórica. Que se estudiaba español.

En fin, ahí está otra vez el Toscana mirando la paja en el ojo ajeno, pero ¿cuántos errores tiene este artículo?

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