domingo, 4 de marzo de 2012

Julio Torri: la sutil elegancia de la brevedad

4/Marzo/2012
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Que persiguiera muchachas en bicicleta, como quien enhebra en un parque el ocio de su perversión, implica una imagen enojosa de la que se pueden jactar los ediles de la literatura, no sus lectores, que no debemos ser muchos pero sí devotos; que escribiera poco lo convierte en un Macedonio de otra latitud, un Monterroso por adelantado, compañía que no constituye, en modo alguno, una deshonra; que perteneciera al Ateneo de la Juventud, ese Olimpo de la sabiduría literaria, no lo hace necesariamente farragoso o eruditamente indispuesto al ludibrio; que eludiera, en fin, los asuntos revolucionarios, y aun los meramente nacionales, en su obra, es un pecado (¿lo es?) que comparte con otros ateneístas, pero sin mostrar el político desdén de Reyes por la gleba o el naufragio en la sobreabundancia de Vasconcelos; que no se lo lea o se lo lea poco en nuestros días habla peor de nosotros que de él.

“El humor es un delirio de la forma”, apuntó alguna vez Cabrera Infante, y la eficacia formal de la escritura de Julio Torri corre a parejas con la de esos estilistas literarios que hicieron de la ironía una forma de la sorna y de la sorna una sonrisa dibujada a la perfección en la página. Tal trabajo de orfebre se disolvería en la orfandad de su exquisitez si no lo habitara el ingrediente, la sazón que a la buena prosa añade siempre el desenfado, el ánimo de nombrar sin pontificar, de mirar al sesgo la solemnidad, por ejemplo, de ese hombre “que escribía acerca de todas las cosas”, de ese escritor que quiso ser recordado como Goethe, sin conseguir mayor celebridad que las “dos faltas de ortografía” que sellan su epitafio.

Fue Torri un escritor menos tórrido de lo que parece, sin embargo, uno cuyos rasgos obsesivos se dieron a cuentagotas, pero en plenitud, en una obra delicada a la que, por contraste, endilgó ese título que sólo aparentemente contradice la astucia letal de los breves textos que la constituyen: De fusilamientos, aparecido en 1940, veinticuatro años antes y otros tantos después de las únicas obras de creación que publicó en vida: Tres libros (que recoge los otros dos y espiga Prosas dispersas en su material inédito) y Ensayos y poemas. A esto se añade una publicación póstuma (El ladrón de ataúdes) y sus apuntes sobre La literatura española. Apenas eso.

Una de sus más exquisitas ocurrencias, de naturaleza borgeana, fue la de redactar el prólogo de una novela que nunca escribió; otra, que las feministas habrán de deplorar, es su misógina clasificación de las mujeres en “elefantas, reptiles, tarántulas y asnas”, sin menoscabo de una a la que “las acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas”, ameno homenaje a Apuleyo, el más fino escritor de la Roma decadente.

Frente a la copiosa bibliorrea de sus congéneres ateneístas, leer a Torri significa atenerse a la tenue lección de exigüidad de un humorista que lamentaba lo mismo “el inquietante rumbo de la oratoria fúnebre”, cuya hechiza emotividad provoca que en los entierros tengamos “tan pocas probabilidades de divertirnos como en el teatro”, que la devoción magisterial de un profesor “pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo”, como el propio autor, que, dada su carencia de ideas propias “era muy estimado en sociedad y tenía ante sí un brillante porvenir en la crítica literaria”. Prosista frugal, si los hay, Julio Torri es, al mismo tiempo, uno de los narradores más legibles e ilimitados, pues supo insuflar a su elaborado estilo una gracia natural.


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