sábado, 18 de febrero de 2012

Recuerdo de Julián Meza

18/Febrero/2012
Laberinto
José María Espinasa

Julián Meza fue un gran amigo. Eso lo dicen incluso quienes se peleaban a tiro por viaje con él. Cuando lo conocí, hacia finales de los años setenta, venía de un prometedor inicio como novelista —había ganado, creo, una mención, en algún concurso, con la que sería su primera novela, El libro del desamor— y una militancia política más o menos a la izquierda de la izquierda, en el maoísmo de la época. De ambas cosas renegaba ya, ejercía una implacable crítica del dogma reflexivo y perseguía los ejemplares de la mencionada novela en las librerías de viejo para hacerlos desaparecer. Sin embargo, tanto el interés por el discurso político, un género de la ficción apasionante para él, como por la narrativa, que practicaría con singular éxito en textos como Un famélico en busca de salvación, La feria de los lacayos y La saga del conejo, no decaería nunca.

A principios de los años setenta vivió en Francia y adquirió un sólido conocimiento de su cultura y su realidad intelectual. Su perfil era, al menos por esa época, claramente afrancesado, sólo que resultaba extraño en esos años, cuando se prestaba cada vez menos atención al pensamiento galo, que parecía haberse detenido (para nosotros) en Lacan y Foucault, apenas con un poquito de Deleuze. En cambio, Julián nos hablaba de pensadores marxistas antidogmáticos y heterodoxos, como Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, Kostas Papaioannou y Kostas Alexos. También de Cioran y la deslumbrante lucidez de un rumano —un bárbaro— que escribió en el mejor francés del siglo XX. La mirada de Julián era implacable y apenas sentía que un autor estaba ingresando en el discurso dominante lo abandonaba, no sin antes someterlo a una crítica feroz.

Ya hacia finales de los años setenta, o tal vez a principios de los ochenta, Julián regresó a México como abanderado de los nuevos filósofos franceses, luego de una breve “militancia” en la antipsiquiatría. Sus detractores lo llamaban Julián Mezá con afectado acento. Y sus amigos recogimos el mote con afán festivo justo cuando él ya se alejaba de los tópicos de esa nada nueva filosofía y regresaba desde otro ángulo a los maestros pensadores que tanto combatía. Julián descubría, además, a los escritores del Este, no sólo a Milán Kundera, y le hablaba de ellos a quien se dejara. Su curiosidad intelectual no se quedaba quieta y buscaba compartir aquellos autores que lo deslumbraban, lejos de guardarlos para consumo propio, como es común en la cultura mexicana. Nunca tuvo ambiciones de propietario, mucho menos de terrateniente intelectual. Si la labor de lectura define a un escritor, a Julián le quedaba el mote: era ante todo un lector.

Esa actitud tan vital y admirable fue, sin embargo, la que lo fue apartando de los círculos del poder literario. Si era reactivo ante todo poder ejercido es natural que a los poderes de facto, así fueran los literarios, les resultara incómodo. Esa lejanía no trajo como consecuencia una soledad en el medio intelectual, sino que se rodeó de amigos y terminó siendo más bien un escritor de mi generación, veinte años más joven, que de la suya. Por eso no me sorprendía escuchar la admiración que sentían por él sus alumnos en el ITAM, y de la claridad con la que exponía y comentaba los textos de su lectura más fiel y apasionada: Jorge Luis Borges. Sí me sorprendía, en cambio, ver que no sólo su literatura sino el propio escritor argentino, cuya persona cansada y cancina era la antítesis de Julián, le resultara tan apasionante.

Solía reunirse a comer o a cenar —era también un entusiasta del buen comer— alrededor de platillos cocinados por él mismo o por amigos, y aderezados con buenos y abundantes vinos. No pocas de esas reuniones terminaban como el rosario de la aurora. Para reencontrarse uno o dos días después como si nada hubiera pasado. Nunca se dejó contaminar por el rencor y el resentimiento. Siempre pensamos que el hígado acabaría pasándole la factura, y sin embargo fue un cáncer de pulmón el que acabó llevándoselo. Dejo aquí también constancia de otra condición extraña y entrañable de Julián: sabía ser también amigo de las mujeres, no sólo admirarlas sino tratarlas con cariño, ser receptivo a sensibilidades que a una cultura inevitablemente sexista le eran ajenas.

En los años ochenta, cuando fui editor de las publicaciones de la UAM en Difusión Cultural, literalmente lo obligué a recoger de revistas y suplementos sus textos y así armar Cándidos y tartufos, un libro excepcional que recoge sus pasos críticos antes mencionados. Con ese libro tuve el privilegio de iniciar una colaboración editorial que me llevó a publicarle cuatro libros más, incluida la reedición de Cándidos y tartufos, ya en Ediciones Sin Nombre, y a formar parte del selecto grupo de editores que fuimos además sus amigos: Joaquín Diez Canedo (Joaquín Mortiz y Fondo de Cultura Económica), Jesús Anaya (Planeta), Diego García Elío (El Equilibrista), Carlos González Manterola (Espejo de Obsidiana), Ana María Jaramillo (Ediciones Sin Nombre) y otros que se me escapan.

Hasta hace unos días seguíamos hablando con él de proyectos editoriales, la publicación de Sicilia, la piedra negra —que se había editado en España pero que prácticamente no había circulado en México—, un libro sobre Grecia que estaba por terminar, antologías sobre Blanchot, sobre Lefort, sobre Edgar Morin, una de sus últimas pasiones, conversaciones condimentadas por comentarios sobre nuestra triste realidad política y económica rematadas por las carcajadas escépticas que le fueron tan cercanas. Regresábamos a veces a Bataille o a Cioran. El talento de Julián como escritor está en su capacidad para volver el insulto un arte —como hizo en sus bestiarios—, pero también en su capacidad para elogiar sin reticencias, para celebrar en el sentido más pleno de la palabra, tal como celebró la vida.

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