Milenio
Existen en la historia de la humanidad ejemplos de escritores que construyeron una obra basada en una visión descarnada de las mismas jerarquías que sustentaban su hacer
Detesto citar a Bolaño. Me había prometido ya hace años nunca traer a colación su nombre, entre otras cosas porque todo mundo lo estaba, y lo está, citando todo el tiempo. Pero aprovechando que lo voy a citar en extenso aprovecho para decir que el futuro de la literatura latinoamericana habría sido otro si le hubiéramos puesto más atención a Amberes, un libro, para utilizar la terminología sevillana de Bolaño, de “ruptura” que se “sumerge con los ojos abiertos” en las aguas del mundo, y menos a Los detectives salvajes, que terminó, y aquí sigo utilizando su propia terminología, vendiendo tanto. Vaya. Lo dije ya. Ahora a la cuestión del asunto. ¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana?, se preguntaba Bolaño en aquel célebre texto con el que participara en la reunión de Sevilla, su última. Y se contestaba así: “Venimos de la clase media o de un proletariado más o menos asentado o de familias de narcotraficantes de segunda línea que ya no desean más los balazos sino respetabilidad”. Luego, de manera por demás interesante, y a decir verdad, bastante paradójica tomando en cuenta que Bolaño siempre quiso presentarse a sí mismo como el epítome del escritor callejero, si no es que pendenciero, aseguraba, citando a Pere Gimferrer que “antaño los escritores provenían de la clase alta o de la aristocracia y al optar por la literatura optaban, al menos durante un tiempo que podía durar toda la vida o cuatro o cinco años, por el escándalo social, por la destrucción de los valores aprendidos, por la mofa y la crítica permanentes”.
Deténganme si soy la única a la que este argumento le parece sospechoso proviniendo como proviene de un escritor que nunca tuvo reparo en volver explícitas y pronunciarse en contra de cuestiones de clase, que no las de género, tanto en su obra creativa como crítica. ¿Pero estaba de verdad diciendo Bolaño que sólo los escritores aristocráticos, los que, digámoslo así, tienen asegurado su modo de vida por medios extra-literarios (herencias, contactos, asesorías) y se mueven con ligereza en los ámbitos más altos de nuestra escala social, tienen acceso al paraíso de la crítica contra el establishment y, en general, y luego entonces, a la Verdadera Literatura? Hay una cierta lógica en esto: ciertamente, los que tienen la vida asegurada pueden darse el lujo de jugar rudo. Existen en la historia de la humanidad ejemplos, en efecto, de escritores que, contrario a las expectativas de su clase de origen, construyeron una obra basada en una visión descarnada de las mismas jerarquías que sustentaban su hacer. En psicología, a esa condición se le designa con el nombre de Síndrome de Estocolmo: “una reacción psíquica en la cual la víctima de un secuestro, o persona retenida contra su propia voluntad, desarrolla una relación de complicidad con quien la ha secuestrado” (no que yo sepa mucho de psicología, y que me perdone Franzen, pero estoy conectada a internet mientras escribo esto y he aquí que la definición proviene de Wikipedia). En una cierta época histórica a algunos de estos síndromestocolmistas (o intelectuales orgánicos, para decirlo a la Gramsci) se les conoció también como poetas malditos, el halo de intensa perversidad adolescente alrededor de sus pipitas de opio. La cuestión, sin embargo, y no me dejen mentir al respecto, es que también abundan los ejemplos de escritores (o ciudadanos varios) aristócratas para quienes la permanencia de las jerarquías que los constituyen no sólo son ineludibles, sino también deseables, cuando no del todo transparentes. Quiero decir: también abundan en la historia los ejemplos de los escritores aristócratas que, en un afán de conservar el estado de las cosas que los benefician, se alzan con una vehemencia singular en defensa del status quo que, en el ámbito de la escritura, lo constituyó más o menos hasta fines del XX, Lo Literario, dicho sea esto con voz grave y en mayúscula. La cuestión, también es, para añadirle al sin embargo, que pocos como los que no tienen nada que perder para jugar rudo, ¿no es cierto?
Me distraigo. Me desvío. Pero regreso a la argumentación con otra pregunta: ¿Entonces todos los escritores producto de la clase media o de un proletariado apenas en disfraz (que somos casi todos, en esto Bolaño tenía razón) estamos condenados a una búsqueda fatal e infructuosa de eso que él llama “respetabilidad” pero que en realidad se traduce en el mismo artículo como el acto de “vender bien”? Habrá que reconocer que, en las no muy lejanas épocas de auge de lo literario como factor hegemónico en la formación de cánones, el acceso a la literatura contribuyó sin duda a procesos de movilidad social de las clases trabajadoras y de los estratos medios tanto en términos materiales como simbólicos (más simbólicos que materiales, a decir verdad). La educación pública, cuando existía en su apogeo, participó de manera fundamental en este proceso. Y ahí está el caso de la UNAM para ejemplificarlo con creces. Es decir, sí hay, cómo no, evidencia de que ciertos grupos sociales han aumentado su posibilidades de movilidad gracias al capital cultural que alguna vez tuvo la literatura. Y, ciertamente, como lo decía no hace mucho una amigo a quién sólo cito de memoria: es difícil que alguien cuyo salario depende de mantener el estado de las cosas, critique tal estado de las cosas. Las intrincadas y muy largas relaciones de ciertos grupos literarios con el poder político constituyen, para no ir más lejos o al menos en México, buenos ejemplos al respecto. ¿Pero quiere eso decir que todos los escritores proletarios y/o de la clase media nunca podrán alzar la voz ni jugar rudo entre las arenas movedizas de las escrituras contemporáneas? Habría que revisar el origen social de los escritores experimentales, de los tuitescritores, de los escritores de los así llamados sub-géneros, de todos los que, en fin, han construido un lazo crítico con Lo Literario, para contestar con veracidad esta pregunta.
Se me acaba el espacio. Veamos. No creo, como parece haberlo argumentado Bolaño en su conferencia “Sevilla me mata”, que una posición de clase específica, ya sea de arriba o de abajo, garantice capacidad crítica alguna. Sí creo que, aunque ligada de maneras complejas a cuestiones de temperamento y/o de cuna, ese tipo de decisión, porque es una decisión tanto estética como política, constituye sobre todo una toma de posición frente y con respecto a un cierto estado de las cosas (literarias y no). No es raro, pues, que cuando ese estado de las cosas se ve convulsionado por la incorporación agresiva de un nuevo elemento, como lo constituye en nuestros tiempos la tecnología digital, se genere esa ola neoconservadora entre los que, temiendo perderlo todo, es decir, temiendo perder los privilegios de su inserción específica en una cierta jerarquía, se lanzan en una defensa a ultranza de Lo Literario. Así es como Lo Literario se convierte en mainstream. Y así es, en tanto tal, como producto de la ansiedad social que produce una jerarquía convulsionada, como también puede y/o debe ser cuestionado. Porque si no es para cuestionarlo todo, ¿entonces para qué escribir?
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