Jornada Semanal
Cuando hace casi nueve meses, en la Plaza de Cuernavaca, leí mi último poema dedicado a mi hijo Juan Francisco y me sumí en el silencio de la poesía, evoqué las palabras de Adorno: “No se puede escribir poesía después de Auschwitz. ” Para un padre, el asesinato de un hijo se llama Auschwitz. Para ese mismo padre, un país con 63 mil 700 muertos, más de 10 mil desaparecidos, más de 250 mil desplazados, cuyos números aumentan día con día, y noventa y ocho por ciento de impunidad, se llama también Auschwitz.
La afirmación de Adorno no quiere decir, sin embargo, que todo poeta debería, a partir de Auschwitz, o de su propio Auschwitz, dejar de escribir. Adorno es muy claro. No dice: “no debe escribirse”, sino: “no puede escribirse”. Yo, después del libro que escribí antes del asesinato de mi hijo, que concluye con el poema que le dedico, y que llevaba ya el aterrador y premonitorio título de “Los restos”, no puedo. Otros sí. Pienso en ese gran poeta que es Juan Gelman, que ha sufrido lo mismo que yo y que, sin embargo, desde su propio Auschwitz ha escrito muchos de los más bellos poemas de la lengua española. Pienso también en ese contemporáneo de Adorno, Paul Celan, que retomó la lengua alemana destrozada por los asesinos, para lanzarse en una de las más profundas e inquietantes aventuras poéticas: “Accesible –escribió en 1958, en su discurso de Bremen–, próxima y no extraviada, permanecía la lengua [alemana], en medio de todo lo que se perdió. Sí, la lengua no estaba perdida. Quedaba salvaguardada, a pesar de todo. Pero tenía que atravesar todavía su propia incapacidad de hallar respuestas, atravesar su terrible mutismo. Atravesar las mil oscuridades de un discurso homicida. Atravesó sin hallar palabras para describir lo que sucedía. Atravesó y le fue dado reaparecer, enriquecida por todo aquello. Esa es la lengua en que he intentado, a lo largo de aquellos años, y desde entonces, escribir poesía.”
La poesía de Celan se fue haciendo, sin embargo, más críptica, más intrincada, casi un balbuceo que frisaba el silenció y que concluyó con el silencio definitivo de su suicidio –su último gesto poético en el Puente Mirabeau, del que habla Apollinaire en ese poema que revela algo del amor y del tiempo– en 1970.
Yo, al dejar de escribir poesía, elegí estar en ese reverso: el silencio, de donde emana la palabra y en el cual se recoge.
El silencio, en este sentido, no es una renuncia, sino un retiramiento. Es también, como lo decía otro autor cuyo nombre no recuerdo: “Un grito, quizá el más poderoso de todos los gritos”; un grito que, en mi caso –porque nada, ni el poeta mismo, puede silenciar a la poesía que es una Gracia en él–, se ha articulado de otras maneras: a través de actos, de símbolos y de otras formas de la escritura.
Aunque la lengua española de México está salvaguardada, en medio del Auschwitz que continuamos viviendo, en sus poetas; en mi caso –y aunque sé que mi Juanelo se encuentra ya en la resurrección del Padre– habita –porque yo continúo en el cronos, es decir, en la historia– en el silencio del Viernes Santo, en ese sitio silencioso que busca, para retomar a Celan, atravesar su incapacidad de hallar respuestas, “su terrible mutismo”, “las mil oscuridades de un discurso homicida” que se ha adueñado de mi nación. Busca la resurrección de la carne de la Patria “para reaparecer enriquecida” y, en su dolor, transfigurada. Al decir esto, me miro en un poema del propio Celan: “En los ríos, al norte del futuro/ echo la red, que tú/ vacilante cargas/ con sombras escritas por/ piedras.” Celan habla de un esperado “aún no”, es decir, de un tiempo y un sitio que se hallan “al norte del futuro”, en unas aguas inaccesibles en las que las propias redes que pueden arrojarse en ellas están cargadas con todo el peso de lo que es y ha sido.
Mi vida hoy se encuentra, como he dicho, en el silencio del Viernes Santo –un sitio cargado del terrible dolor de mi historia y de la historia. Desde ese silencio oteo, dentro del tiempo, las aguas misteriosas y refrescantes de la resurrección que, “al norte del futuro”, aún no llega.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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