Laberinto
Para Rafael Segovia Canosa
Esta es una “historia” dentro de la historia de vida de un escritor raro, tan raro, que ha estado en países fantasmas y oficiado de médium; que ha publicado tres veces el mismo libro bautizándolo con distintos nombres; que ha sabido volver del futuro al pasado o, mejor dicho, ha sabido muy bien cómo transitar el “futuro del pasado”; olvida idiomas y manuscritos que luego regresan a él sin avisarle; construye imponentes casas para sus libros y levanta jardines exquisitos para sus amigos. Es la historia de una enfermedad sin cura; de una aventura que no termina nunca.
La biografía irrepetible de Sergio Pitol merece por sí sola un gran tributo, una admiración universal sin más como la que presenciamos hoy, cuando a partir del otorgamiento del Premio Cervantes en 2005 su nombre dejó definitivamente de ser una contraseña para iniciados y alcanzó su merecido lugar como uno de los más altos referentes de la literatura en español de nuestro cambio de siglo. Ningún entusiasmo es suficiente para celebrar a un autor que ha hecho de su existencia un extraordinario ejercicio literario, que ha sabido impregnar la mayoría de sus actos con una pulsión creativa difícil de calificar.
Redacto mi historia e imagino la mirada finamente maliciosa de Pitol, que comienza ya a preparar su primera ironía o de plano su primera broma a costillas de estas líneas, en el caso de que llegue a leerlas o de que alguien se las cuente, ese semblante risueño que disimula una mordacidad temible, desalmada, ante el mínimo dejo de retórica, pomposidad o engolamiento. La antisolemnidad con que se vio, elegantísimo él, leyendo el discurso de agradecimiento del Premio Cervantes en la Universidad Alcalá de Henares.
Pitol es un “raro” porque no tuvo elección. No redundaré en los remotos orígenes de su vocación ni en las circunstancias que definieron su compromiso con las letras, pero sí quiero insistir en un aspecto que, en alguna entrevista que sostuvimos en los años noventa, ya habíamos comentado puntualmente: su profunda deuda con los intelectuales heterodoxos españoles, sobre todo con los refugiados del franquismo en México.
De todos ellos, me referiré sólo a uno porque la cultura mexicana contemporánea le debe mucho y la cultura contemporánea de España haría muy bien en dimensionar, como se dice ahora, el legado de su inteligencia.
Su nombre en el silencio
La leyenda que cobija el nombre de don Manuel Martínez de Aguilar y de Pedroso, conde de Pedroso y Garro, quien pasó a la posteridad como el profesor universitario Manuel Pedroso, es tan vasta como llena de inexactitudes. Descendiente de una familia de hacendados que poseían fincas azucareras en Oriente de Cuba, Pedroso nació en 1883 en Santiago, aunque seguramente fue registrado en La Habana, porque sus semblanzas dan por buena la capital cubana como su ciudad natal. Contaba que la familia había obtenido el título que él ostentaba cuando uno de sus antepasados obsequió a Carlos III con un avío de línea entero con azúcar, ron y esclavos. Cuando tuvo oportunidad de escoger un terruño, una matria, en la Península, Pedroso precisamente escogió Sevilla, de cuya universidad llegaría a ser connotado catedrático de Derecho Político e incluso vicerrector.
Pedroso compartió sus años de aprendizaje universitario con una generación fundadora de académicos peninsulares que recalaron en el Berlín del cambio de siglo XX, una ciudad en plena efervescencia cultural, donde coincidió en la misma pensión para estudiantes del barrio de Schöneberg con el filólogo, historiador y arqueólogo Pere Bosch i Gimpera y con los filósofos Julián Besteiro Fernández y Manuel García Morente, por citar sólo a tres de los más notables. La escena cultural berlinesa de esos años era sencillamente prodigiosa, tanto por la cantidad de artistas, intelectuales, académicos y periodistas alemanes que podía encontrarse como por los diversos núcleos de creadores y estudiosos extranjeros que se reunieron allí por esos tiempos.
Si a un origen familiar de suyo excéntrico se agrega una instrucción universitaria y una intensa educación sentimental en ese “laboratorio de revoluciones” que fue el Berlín postguillermino y weimariano, podrá vislumbrarse entonces que la de Pedroso es una biografía con suficientes elementos para fascinar a cualquiera. Sin embargo, aquello que lo hizo verdaderamente arrebatador fue que era hombre de un pensamiento y actitudes ajenas a toda regla estéril, a todo ordenamiento adocenado y vacuo.
Su salida de España fue producto de uno de los capítulos más siniestros de la Guerra Civil: la “depuración” que tuvo lugar en todas las universidades, que en su caso significó la confiscación de empleo, sueldo y propiedades, entre ellas una selecta biblioteca de 500 volúmenes incautada por funcionarios franquistas e incorporados al acervo de la Facultad donde dictaba clase. La razón por la cual fue depurado, como han aclarado investigaciones recientes, entre otras el bien documentado El atroz desmoche, de Jaume Claret, es delirante: Pedroso (quien ya había sido expulsado de dos logias masónicas por no pagar sus cuotas) fue procesado y condenado a dejar su cátedra porque debía dinero a su sastre. Por si fuera poco, al año siguiente, el juzgado de paz de Tetuán le procesó en rebeldía como traidor a la patria y le impuso una multa de un millón de pesetas (de 1937), equivalente a casi cinco millones de euros en nuestros días.
El registro fugaz de algunas de sus hazañas alcanza para esbozar apenas las razones reales que convirtieron a Pedroso en ejemplar enemigo del franquismo. Don Manuel fue el primer traductor al castellano de El capital, años antes que otro catedrático español de Derecho, republicano y también exiliado en México, Wenceslao Roces Suárez (1897-1992), realizara la versión que fue canonizada como la traducción príncipe del libro de Marx entre nosotros. Mucha mayor suerte tuvo Pedroso como introductor de Hermann Heller, cuyo tratado Las ideas políticas contemporáneas tradujo para el Fondo de Cultura Económica (FCE). Vertió también a nuestra lengua una serie de los Cuadernos de viaje de Heinrich Heine. Muy difíciles de encontrar son ahora sus versiones de obras de Leonhard Frank y Frank Wedekind, de quien tradujo Despertar de primavera, pero bien puede considerársele como el importador a nuestro ámbito cultural de estos autores.
Más inquietantes que las traducciones de esos títulos, las acciones políticas de Pedroso constituían razón suficiente para ser perseguido con saña por los franquistas. Su vínculo con la República era profundo y su paso por puestos de representatividad internacional había sido muy visible: fue embajador republicano en Polonia (donde le confirieron la Orden de Polonia Restituta) y la Unión Soviética, asesor jurídico de la delegación española en la Conferencia de Desarme de Ginebra y representante en el Comité del Consejo de la Sociedad de Naciones y diputado en Ceuta por el PSOE en 1936.
No es necesario hilar fino para deducir que un aristócrata, republicano, germanófilo, docto en marxismo y traductor de escritores expresionistas, autoridad en teoría del Estado y relaciones internacionales, políglota, socialista, masón y, encima, antisolemne y “cubano”, daba el retrato ideal del traidor a la Patria del Generalísimo. Ser un heterodoxo de sus dimensiones le costó a Manuel Martínez de Aguilar y de Pedroso desaparecer por completo de la memoria del siglo XX en España. Su discretísima rehabilitación en los anales de la Universidad de Sevilla y en la historia cultural española no tendría lugar sino hasta 1982, veinticuatro años después de su muerte.
Un hilo entre generaciones
Esta historia sería incomprensible de no ser por un hecho crucial: la efectiva vindicación de figuras extraordinarias como Pedroso tuvo lugar en el México que acogió a los exiliados republicanos españoles. A pesar de no haber publicado una obra propia que lo convirtiera en autor o firma conocida para el gran público, él ejerció un magisterio axial. No creo exagerar que, al menos en lo que respecta a la enseñanza del Derecho Internacional y la Teoría del Estado, formó a por lo menos cuatro generaciones de juristas, abogados y políticos e influyó como muy pocos en la promoción de intelectuales mexicanos conocida como la “Generación de Medio Siglo”. Pedroso fundó además la serie Ciencia Política. Cuestiones del día, en el FCE. Para no ir más lejos, en virtud de sus aportaciones jurídicas México recuperó la posesión de la Isla de Guadalupe en el Océano Pacífico, la más grande del país, a la altura de Ensenada, debido a que en 1957 el gobierno mexicano logró el reconocimiento de la ONU ante la Corte Internacional de La Haya en la disputa por ese territorio.
Sergio Pitol se ha encargado de relatar muchas veces el resultado de su trato, tanto en lo académico como en lo personal, con Pedroso. Su mejor remembranza está contenida en las líneas de su autobiografía precoz: “A principios de 1950 me trasladé a la ciudad de México para proseguir los estudios de abogado […]. Mis cinco años de estudio en la Facultad de Jurisprudencia de hecho se reducen al curso de teoría general del Estado que impartía don Manuel Pedroso. Nadie como él fue tan decisivo en mi formación intelectual, y me ocurre que ahora, quince años después, mis experiencias europeas y asiáticas se me aclaran gracias a las observaciones que entonces le escuché. Es hoy cuando he venido a apreciar con claridad la validez de sus puntos de vista en materia política que a veces en aquel tiempo me parecían algo oscuros. El curso de Pedroso tenía lugar de diez a once de la mañana. Hablaba espléndidamente. Exponía a Platón, Marx, Hobbes, Montesquieu, Bodino y a muchos teóricos sin un programa determinado […]. A mí y a algunos amigos aquello nos entusiasmaba, pues estábamos hartos de la burocracia mental y la absoluta falta de imaginación que imperaba en la mayoría de los cursos […]. Pedroso daba la impresión de saberlo todo y de poder coordinar todos sus conocimientos en un solo haz de ideas. Cualquier comentario suyo, el más banal, me resultaba cargado de significaciones culturales […]. Poseía un humor cuya causticidad e impertinencia eran tan perfectos que, paradójicamente, no le valían muchas malquerencias […]. Pedroso nos estimulaba no solamente como manejador de ideas, sino también vitalmente. Su vida novelesca, su juventud en Alemania, su independencia de pensamiento, su excentricidad, nos ayudaban a quitarnos muchos pesos de encima y a que kilos de telarañas se desvanecieran frente a nuestros ojos”.
Puede imaginarse que la forma misma en que Pedroso impartía sus cursos de Teoría General del Estado implicaba ya un reordenamiento lúdico y asimétrico, en el que la historia del Derecho, la jurisprudencia, la materia legal de las cosas no ocupaba necesariamente el centro de su cátedra sino que oficiaba como trampolín o pasaje hacia cuestiones que poseían la virtud de ser formuladas con la elegancia, la erudición, la gracia y la experiencia de alguien quien, como Pedroso, venía de regreso de muchas cosas, sobre todo de la batalla perdida en contra de los franquistas. Abrevar en los seminarios de Pedroso fue un consciente y pertinaz esfuerzo por apropiarse la combatividad de los exiliados. A las enseñanzas de éstos correspondió íntegramente un ímpetu modernizador, el ánimo de un grupo importante de jóvenes notables que sabía que, de no arriesgarse por una fulminante transformación de sus propios valores y horizontes estéticos, de no ponerse al día en todos los órdenes de la vida, el país podía acabar como la España de Franco.
El mismo que canta y baila
En 1968, más de quince años después de haber cursado los seminarios de Pedroso, Sergio Pitol terminó a todo vapor una tesis en Derecho que ya desde el título rendía homenaje a una obsesión íntima de su maestro: El status jurídico de las utopías del Renacimiento. Ese trabajo le sirvió, sobre todo, para acreditarse con un grado universitario y ser asimilado al Servicio Exterior Mexicano, en el que se regularizó tiempo después, en 1980. Hasta donde hemos averiguado, la vida de abogado de Pitol se redujo a un solo caso: el divorcio de una amiga que litigó junto a su inseparable cómplice Luis Prieto. Adivinen el resultado.
Sin embargo, no fue en aquel ensayo académico sobre las obras de Tommaso Campanella y Jean Bodin (por lo demás, un escrito hoy inaccesible) donde puede apreciarse la impronta del heterodoxo español en la obra del escritor mexicano. Han tenido que pasar años y escritos memorialísticos de varia intención –como los que la editorial Almadía recoge ahora en el volumen Una autobiografía soterrada— para que este lector haya descifrado, así sea parcialmente, los guiños del homenaje que Pitol le ofreció a Manuel Pedroso: el relato “Un hilo entre los hombres”, incluido en el volumen de relatos Los climas, publicado por primera ocasión en abril de 1966 por la editorial Joaquín Mortiz.
Es muy llamativo que ese texto lleve como epígrafe, en aquella edición original, unos enigmáticos versos del poeta chileno Efraín Barquero (nacido en 1931), contemporáneo estricto de Pitol, quien también ha tenido una vida nómada, diplomática y excéntrica: “Soy algo más que un hilo entre los hombres/ Soy uno entre todos, pero aún no he elegido”. El relato, fechado en “Peitajé, julio de 1963”, fue escrito cuando nuestro escritor veracruzano ya se había establecido en Polonia y habían pasado cinco años de la muerte del profesor Pedroso.
Quedamos advertidos que estamos ante lo que puede ser la historia de una transición, ya sea entre épocas o estados de conciencia, y también lo que puede ser un recuento de elecciones y rupturas, suerte de brevísima novela de educación sentimental. Se trata de una pieza narrativa ejemplar, donde están contenidos todos los elementos que han vuelto inconfundibles a los libros de Sergio Pitol y que los lectores de nuestros días pueden reconocer y cursar sin mayor dificultad, para su gran fortuna, toda vez que ya contamos con un abundante arsenal de referencias biográficas en torno suyo y con obras que hacen muy explícito su ars poetica, como El arte de la fuga y El mago de Viena.
En “Un hilo entre los hombres” aparecen dos protagonistas, que a las claras son trasuntos parciales de Sergio Pitol y Manuel Pedroso: Gabriel, joven estudiante provinciano de Derecho y su abuelo, don Antonio, erudito profesor septuagenario, experto en Bodin, El capital, Thomas Hobbes y Niccolò Machiavelli, Fiodor Dostoievski y Wolfgang von Goethe, Honoré de Balzac y Paul Valéry. Un excéntrico que va aturdiéndose frente al inminente cambio de época, sobre todo ante acontecimientos que preludian la ruptura generacional y el ambiente de revuelta juvenil que desembocaron, en nuestro caso, en la masacre de 1968.
El relato es asimismo una visión muy sutil —si no paródica al menos benévolamente maliciosa— de los primeros años de Pitol en la ciudad de México, cuando Gabriel (que en el texto es de Oaxaca en vez de Veracruz, estado donde creció Pitol) descubre junto a sus compañeros de clase el stream of consciousness y se entrega a la desordenada y voraz lectura de clásicos antiguos y modernos, a la pasión de la lectura y a la certeza de un futuro literario. Gabriel, de acuerdo al narrador omnisciente, va por las librerías de la ciudad, donde “conocía de memoria la colocación de los libros […], sabía muy bien en qué rincón estaba el Fausto editado por la Universidad de Puerto Rico, y la colección de clásicos de Espasa, dónde una edición bellamente encuadernada en piel flexible de color vino añoso de la Muerte sin fin y otra, algo tosca, en verde pasta rígida de la Antología de Cuesta […]. Al primer golpe de vista sabía qué libro era nuevo en los aparadores; buscaba sobre todo las traducciones de novela inglesa, italiana y norteamericana contemporánea, en las que apasionadamente se sumergía durante tardes enteras, atisbando, con avidez, diversas zonas de experiencia de las que le interesaba en especial poder descubrir afinidades y discrepancias con la suya; porque no cabía duda […] de que su mundo constituía un perfecto escenario que en el futuro habría de plasmar en un drama o novela; un día describiría al abuelo con su sed infatigable de saber, de aprender, de vivir por sobre el lastre que le imponían sus setenta años”.
“Un hilo entre los hombres” es una de las narraciones más íntimas y afectivas de Sergio Pitol. Además de ser un cifrado homenaje a Manuel Pedroso, sus veinte páginas son una perfilada y sintética autobiografía de los días que decidieron una vocación literaria inquebrantable y una actitud moral y política que, desde entonces, no sólo no ha variado sino que se ha robustecido y vuelto cardinal para todos sus lectores contemporáneos. Como sucede con muy pocos autores, no puede saberse si este cuento fue compuesto por un joven casi desconocido con una capacidad prognóstica extraordinaria o por el prestigiado autor que vuelve sobre sus pasos y, ya en la madurez, recuerda dónde, cuándo y cómo empezó todo.
Montevideo, 2006-Ciudad de México, 2011
Héctor Orestes Aguilar • disparoenlaniebla@gmail.com
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