lunes, 2 de enero de 2012

Otros puntos cardinales

1/Enero/2011
Nexos
Roberto Pliego

Arriesgo una lista en riguroso orden alfabético: Orfa Alarcón, Luis Jorge Boone, Fernando de León, Rubén Don, Bernardo Esquinca, Bernardo Fernández, Agustín Goenaga, Rogelio Guedea, Jorge Harmodio, Julián Herbert, Paulette Jonguitud Acosta, José Mariano Leyva, Luis Felipe Lomelí, Brenda Lozano, Mayra Luna, Jaime Mesa, Emiliano Monge, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Gerardo Pina, Antonio Ramos Revillas, Ximena Sánchez Echenique, César Silva Márquez, Gonzalo Soltero, Daniela Tarazona, Gabriela Torres Olivares, Magali Velasco, Carlos Velázquez, Nadia Villafuerte, Juan Pablo Villalobos. Nacieron en las décadas de 1970 y 1980 y son narradores. Muchos de ellos han sido premiados, becados, promovidos por el Estado editor. Unos cuantos pasean ya sus libros por España, Inglaterra, Chile, Argentina. Son huéspedes de casas pudientes, del Fondo de Cultura Económica, Conaculta, Random House Mondadori, Alfaguara, Tusquets, Planeta, Sexto Piso, Almadía. Reniegan del espíritu de grupo. Defienden con elocuencia su exclusiva particularidad, su tenaz individualidad. Son mexicanos, son preferentemente del norte y del centro del país y parecen anunciar el arribo de imitadores y seguidores que amenazan multiplicarse como gremlins.

Si algún rasgo ostentan en común es su desconfianza por el concepto de generación. Ortega y Gasset hablaba de una sensibilidad vital, de un repertorio de propósitos e inclinaciones y hasta de compromisos entre la muchedumbre y el individuo. Atinaba así a concebir a una generación como un cuerpo social dotado de una peculiar misión histórica. ¿Sus conceptos expresan todavía un estado de cosas? Los nuevos narradores no quieren saber nada de la dichosa palabrita. Se refieren a ella como una estrategia de mercado, una anomalía, una referencia que ayuda a los colegiales a recordar ciertos nombres, una mascota a la espera de ser adoptada por un académico de tiempo completo. Emiliano Monge no sólo ha manifestado su desapego sino también su enfado: no existe la generación de los nacidos en los años setenta. Los escritores en lengua española, no tan sólo mexicanos, que comparten año, lustro o década de nacimiento no se reconocen en los mismos intereses, referentes o geografías. “Tampoco reflexionan ni generan ni producen ni denuncian ni destruyen ni construyen ni reinventan desde un punto de vista similar o tan siquiera paralelo”. Antonio Ortuño ha dicho que el término generación trae a su memoria un chiste de Jardiel Poncela: “es la manera de que se ahoguen juntos los que se iban a ahogar por separado. Yo aspiro, en todo caso, a ahogarme solo”. Ni siquiera conviene hablar de afinidades. Los mayores, los otros, aspiraban a formar grupos, a reunirse por conveniencia política o comercial. Ellos no quieren, no necesitan hacerlo. Para qué, si no han cumplido cuarenta años de edad.

Comencemos entonces por aquí: no existe una generación de escritores mexicanos nacidos en la década de 1970 (a excepción de unos cuantos momentos estelares en nuestra historia), ¿no ha sido siempre así, al menos desde que se extinguió la estrella de los Contemporáneos? Existen, eso sí, y siendo mezquino en el conteo, alrededor de cien individuos que crean, publican, asisten a encuentros literarios, conceden entrevistas, firman ejemplares, participan en mesas redondas. ¿Qué deparan sus libros? ¿Cómo se plantan frente a la tradición y qué señas de identidad traslucen? ¿Cuántos valen la pena, cuántos dejan sin justificar el daño a los bosques noruegos y canadienses?

Dice Pablo Raphael (México, 1970), cuyo reciente ensayo La Fábrica del Lenguaje, S. A. es una suerte de mapa generacional, que la literatura como fenómeno histórico ha fracasado en vista de su incapacidad para influir en la vida política y el espacio público. Herida por el desencanto, ha mutado “en un producto igual de comercial que un frasco de mayonesa”. El dictamen de Raphael vale más por lo que oculta que por lo que hace evidente: la mayoría de nuestros narradores setenteros aspira a convertir sus libros en un frasco de mayonesa pero hay por ahí unos cuantos heterodoxos, unos pocos guardianes del viejo orden que continúan creyendo que la literatura representa una forma de conocimiento. Así es: lo que era arriba ahora es abajo; la ortodoxia escucha únicamente los consejos de la moda en curso.


Simpatía por la red

Una moda en curso: el blog como la creencia de que la literatura puede prescindir de la imaginación, la memoria, cierto sentido artístico, a cambio de una perspectiva y un lenguaje democráticos; los ciento cuarenta caracteres; los soportes tecnológicos. Jorge Harmodio es el autor de Musofobia (2008), una distendida suma de mensajes electrónicos y relatos, no una novela sino un híbrido que se alimenta de cualquier ocurrencia por escrito. Qué mejor argumento para una vindicación ingenua del presente que el de un aspirante a cuentista avecindado en París, sin dinero en la bolsa y obligado a sobrellevar la compañía indeseable de un ratón. Harmodio procede a la manera de un adicto a la red: no discrimina entre basura virtual y poesía en prosa, entre el chistorete y la reflexión. Vean, si no: “cuando dueles eres eso: cordero pascual, ojos de perro con parvo.virus”.

El mundo virtual sostiene también el cuerpo de Sus ojos son fuego, que en 2003 obtuvo el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia. Gonzalo Soltero combina el género negro con la ciencia ficción hasta dar vida a una realidad amenazada por los desvaríos de la investigación genética. Pensó en un científico de ambigua moralidad y en unos habitantes de la ciudad de México que padecen el miedo como una de las prefiguraciones del apocalipsis. Lo que en Harmodio es acumulación de palabras, en Soltero es un recurso al servicio de la voz narrativa. Internet existe como existe un laboratorio, un cuaderno de notas, una biblioteca. Soltero no es un admirador irrestricto de la existencia en línea, a la que le atribuye el doble papel de estimulante y adormecedor de las nuevas formas narrativas.


Somos los hipersensibles y venimos a…

Si no una moda, sí creo que el temperamento hipersensible gana cada día más terreno, al menos como seña de presunta originalidad. Pienso en Rubén Don, en Daniela Tarazona y en Guadalupe Nettel. Nos vemos en el infierno, Kurt Cobain (2010) confirma que el riquísimo legado de José Agustín puede convertirse en un objeto peligroso cuando va a caer en las manos equivocadas. Rubén Don llama a cuentas a media docena de jovenzuelos que viven la década de 1990 como los protagonistas de una serie televisiva. En el mejor de los casos, resulta inevitable recordar Beverly Hills 90210; en el peor de ellos, la versión dura de Cachún Cachún Ra-Ra. Uno supondría que a las ingentes cantidades de sexo, alcohol y drogas con las cuales topamos a lo largo de trescientas páginas correspondería un novelista insumiso, rebelde, antisolemne. Pues no. Para contar la desazón juvenil, y sus penurias sentimentales, Rubén Don ha optado por el cliché y por una escritura que, a fuerza de querer captar el habla de los “niños” y las “niñas bien”, suena desconsoladamente conservadora: “Vas, pinche Santander, tienes la obligación moral (ja, aunque no sepas lo que signifique) de contarle toda la verdad a la Señorita Coctel. Quizá de ello pueda depender su salud, o por lo menos que no le quede chamuscada la pepa de por vida”.

Bastó con la publicación de El animal sobre la piedra (2008) para que Daniela Tarazona fuera saludada como una de las voces más refinadas de América Latina. Yo no sé. Aspira, sin duda, a una escritura de dimensiones poéticas, sobrecargada de símbolos e imágenes. Habría que preguntarse, sin embargo, si tanto efectismo lírico no termina por transformar una novela en un mero ejercicio de estilo. A menudo desearíamos que pusiera menos de su parte y perdiera un poco, apenas un poco, la figura. No por ello El animal sobre la piedra deja de provocar un honesto interés, sobre todo porque se muestra solvente al momento de borrar las fronteras entre la vigilia y el sueño, entre el naufragio mental y la cordura. El lector se siente en verdad fuera de lugar cuando se vuelve testigo de una bien administrada metamorfosis: la de Irma, una mujer que después de perder a su madre busca consuelo en el paisaje de una playa remota… Y lo que empieza siendo un cambio de piel se extiende, a paso lento, a todo el cuerpo. Tarazona no es Clarice Lispector pero se siente atraída por el llamado de los abismos emocionales.

Y qué decir de Guadalupe Nettel, a quien le sienta muy bien la extravagancia física y mental. Ya desde El huésped (2006) observamos su gusto por los personajes acompañados únicamente por sí mismos, o acaso por sus demonios interiores. Con Nettel pasa que nada suena auténtico si no se presenta exacerbado. La niña que protagoniza El huésped exacerba sus temores o se vuelve exacerbada ante la sospecha de que “algo” habita dentro de ella. La protagonista de El cuerpo en que nací (2011) —con evidentes resabios autobiográficos— padece la vida como pura exacerbación en vista de un defecto congénito en el ojo derecho. Hay, como sospecha el lector, unas ganas enormes de azote, nervios de punta y rechinidos del alma. Lo que mueve a la sorpresa es que todo ello llega hasta nosotros con una sobriedad desconcertante, hija quizá de un prolongado entrenamiento en el silencio y la autorreclusión. “No hay sentimiento más fuerte”, ha escrito, “más verdadero, que la humillación; lo desplaza todo, ejércitos, amores”.

No quiero dejar pasar a Emiliano Monge, autor de la novela Morirse de memoria (2009), la crónica obsesiva y circular de los días de un individuo cuyo trabajo supremo consiste en salir de la cama para luego regresar a ella. Qué hace: habla, o deja fluir la conciencia, o lanza interminables peroratas. No falta en estos tiempos quien siga sosteniendo que el merengue —no el género musical; el batido azucarado y pastoso— es un valor literario. Concedo esta muestra elegida al azar: “En mi sonrisa suena una nueva carcajada, podremos limpiar lo que aún hace ruido, lo que ayer en el tanatorio no fue más que un anhelo, esta vez sí vamos a limpiarlo en reversa”, y así… al infinito y más allá.


Dos pájaros de cuenta


Que el cuento mantiene su pujante vitalidad queda en claro tras la lectura de dos libros de pequeño formato y gran despliegue de recursos: Mudo espío (2011) de Fernando de León y La Biblia Vaquera (2008) de Carlos Velázquez. El primero es una fina obra de relojería armada con piezas de distinta procedencia. Tan pronto asistimos a la resurrección de una fabulosa ave roc como a la irrupción de un ferrocarril por la boca de una chimenea o a la estampa de un viejo y ciego doctor Watson que ha tomado la estafeta de Sherlock Holmes. De León ha leído a Chesterton y a Valéry, a Borges y a Cortázar… y muy bien. Conoce los secretos de la literatura fantástica y de corte policial y sabe en qué instante hacer virar la trama con un solo golpe de mano, cómo consentir y luego sacudir al lector. Por otra parte, provoca una sensación deliciosamente nostálgica, de brillante regreso al pasado, a lo que algunos llamamos todavía tradición.

En La Biblia Vaquera, en cambio, todo tiene la apariencia de novedad: el lenguaje, los escenarios, los personajes, los insospechados argumentos. Ocurre que llegamos a sentirnos como si habitáramos el principio de los tiempos. No hay nada atrás, ningún asidero. Quiero decir que Carlos Velázquez ha dado aliento a una criatura genéticamente inclasificable: apenas comenzamos a descifrar la composición de su ADN. De su imaginación nacen djs, luchadores, domadoras, bebedores olímpicos, cantantes de ranchero, diablos y narquillos que habitan una hipotética zona, PopStock!, la suma de todos los posibles nortes de México. Al margen de la fauna reunida en sus páginas, La Biblia Vaquera deslumbra por su capacidad para conciliar lo impensable con lo chocante y lo deseable, lo que más nos gusta con lo que más nos disgusta. A un tiempo es hip-hop, guiñol, performance, sampleo, relato oral, desmadre bien temperado (Bajtin bailaría de gozo). Y es un ritmo verbal pleno de hallazgos que marca un antes y un después en las letras mexicanas.


Nos queda el horror cotidiano


La realidad, ya tan descompuesta, ya tan fuera de control, es la mejor amiga de algunos de los libros de cinco talentosos novelistas: las grandes minucias que recrean o ponen en juego tienen su asiento en la violencia, el narcotráfico, la nota roja, la corrupción policiaca, el miedo, la ética del sicario. Se dirá que estamos hartos de consumir altas dosis de realidad. Saul Bellow respondería que la humanidad “tampoco es capaz de aguantar demasiada irrealidad, demasiados insultos a la verdad”. Por lo demás, estos novelistas no suscriben las máximas del realismo. Sólo miran a su alrededor para después sentarse en su escritorio a re-crear.

Si Por el lado salvaje (2011), de Nadia Villafuerte, concierne a una mujer que toma lecciones de poder mientras va entregando su cuerpo a un sinfín de maestros-verdugos al tiempo que emprende un viaje iniciático de Chiapas a Honduras y de ahí a un burdel de Tijuana, Orfa Alarcón proyecta un personaje —la novia fresita del líder de una banda de narcotraficantes en Monterrey— en el que se opera una transformación gradual de carácter: el terror a la sangre se transmuta en sed de sangre. Perra brava (2010) deriva su fuerza de los extremos. Está escrita con parquedad pero acierta a capturar el vértigo de la psicopatía criminal.

Villafuerte y Alarcón no se echan para atrás ante la descripción de la brutalidad física. En Una isla sin mar (2009) César Silva Márquez se conduce de otra manera. No es que rehuya el contacto, es que prefiere estudiarlo. Su Ciudad Juárez tiene la consistencia de un pueblo fantasma. No escuchamos un solo disparo, no llegan hasta nosotros los gritos de las víctimas ni los verdugos. Y, sin embargo, sabemos que una amenaza está ahí, aunque no sea nombrada. La rutina de Martín Rodríguez Miranda consiste en permanecer encerrado en su departamento mientras sus amigos y conocidos abandonan esa Juárez cada noche más solitaria. Introspectiva, melancólica, Una isla sin mar acomete la difícil tarea de transformar lo evidente en un juego de transparentes sugerencias.

Sobre Antonio Ramos Revillas y El cantante de muertos (2011) ya escribí en estas páginas de nexos en diciembre de 2011. Me planto.

No en vano he dejado para el cierre al jalisciense Antonio Ortuño. Su primera novela, El buscador de cabezas (2006), al igual que Recursos humanos (2007) y Ánima (2011) se erigen sobre una estrategia prácticamente desconocida entre los escritores mexicanos: la ironía. No me refiero a la risotada de fácil acceso ni a la puya gratuita sino a la mirada que elige desconfiar con la inteligencia antes que con el hígado. A Ortuño le sobran cualidades: sabe contar, sabe dominar a sus personajes (a la manera nabokoviana, es decir, atrayéndolos a su red), sabe cambiar de ritmo, sabe lo que significa el tono justo. Y, encima de todo, es ameno. Los temas de sus novelas pueden ser banales, vulgares, pero su estilo pulsa afinada y equilibradamente una cuerda artística. Pregunto: ¿hay otra cualidad que importe de veras en los libros?

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