Jornada
El creador de los suplementos culturales en México, el mejor promotor de los escritores mexicanos que haya existido, el primer ombudsman de los lectores por el estándar de excelencia de sus propuestas literarias que tuvo el mérito de haber llamado la atención sobre dos premios Nobel de Literatura y varios premios Cervantes cuando eran escritores desconocidos, tuvo el don de la generosidad. Gracias a ese don animó, como muy pocos lo han hecho, la mesa de la cultura y nos hizo ver la terrible deuda que como sociedad seguimos teniendo con los indios de nuestro país cuya tragedia general esta hecha de sufrimientos singulares. Para José Emilio Pacheco los cinco tomos de Los indios de México es la obra cumbre del new journalism de nuestro país que coincidió con las obras de Norman Mailer, Truman Capote y Tom Wolfe.
Al menos tres generaciones de lectores se enriquecieron con sus suplementos que fueron el más eficaz motor de búsqueda
de obras perdurables entre 1949 y 1994. Sus propuestas estéticas y de lectura son hoy el catálogo de nuestros clásicos: Augusto Monterroso, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Alfonso Reyes, Gabriel García Márquez, José Luis Cuevas, Francisco Toledo, Vicente Rojo, Rufino Tamayo, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y por ejemplo, Carlos Monsiváis. Su mérito, decía Benítez, fue detectar talentos, y así fue. Por eso no resulta exagerado decir que los suplementos de Benítez han sido la más productiva universidad abierta y sin gasto al erario.
Aunque Fernando Benítez vistiera trajes diseñados por Campdesuñer, camisas de seda y acostumbrara llevar un paraguas a manera de bastón y zapatos lustrosos como todo un dandy, fue un hombre de acción y reflexión que conoció como muy pocos al México paupérrimo de los indios y no dudó en defender a los jóvenes estudiantes después de la masacre de Tlatelolco, o a Octavio Paz, cuando renunció a la embajada de la India a manera de protesta. Si Paz puso en riesgo su carrera diplomática en el oscuro año de 1968, Benítez y un puñado de sus colaboradores (Pacheco, Monsiváis, Rojo) pusieron en riesgo su seguridad personal por cuestionar, en México, la mano dura del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.
Su defensa de la Revolución cubana, cuando lo era, le valió el despido de Novedades y sus reportajes para documentar el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia, le valieron fuertes presiones del gobierno de Adolfo López Mateos. Su sistemática lucha contra la injusticia lo convirtió, según decía, en un guerrero de conducta intachable
.
Su gusto por la literatura, su ideario liberal, su necesidad de empatar a la reflexión la acción concreta, da continuidad a una tradición que Fernando Benítez recibió de los grandes liberales del siglo XIX mexicano de manera directa.
En 1986, su discípulo José Emilio Pacheco nos reveló cómo las ondas expansivas de la Academia de Letrán habían alcanzado nuestros días: Ignacio Ramírez, El Nigromante –el de la sentencia prenietzschiana de Dios no existe
– tuvo un joven discípulo talentoso, Ignacio Manuel Altamirano. Este último también tuvo un seguidor distinguido, don Luis González Obregón, quien fomentó la pasión por la literatura al adolescente Fernando Benítez. Los académicos de Letrán, dirigidos por don Andrés Quintana Roo, secretario de Morelos, tuvieron en Fernando Benítez a uno de sus más distinguidos seguidores que recibieron de manera directa su ideario liberal, su idea de la política como compromiso ético, su pasión periodística y su profundo gusto por la literatura.
Cronista, novelista, dramaturgo, editor, Benítez fue sobre todo, según su propia opinión, un gran lector. En un México en el que las reacciones antintelectuales surgen de manera recurrente luchó porque los pintores, escultores, escritores y músicos no fueran tratados como si fueran limosneros
. Quería hacer que el país se sintiera en deuda con ellos.
En estos días en los que se cumplieron cien años de su nacimiento recordarlo es recordarnos que la cultura es el único antídoto contra la violencia y la inversión más duradera para consolidar la democracia. Sin cultura, sin la diversidad de miradas sobre el mundo, sin los distintos gustos para apropiarse de él no hay proyecto democrático posible, civilización sana, persona con derechos humanos, y con derechos a la imaginación y a la memoria.
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