domingo, 4 de diciembre de 2011

Poesía y no poesía

4/Diciembre/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Poesía y contrariedad. La idea de que los poetas deberían estar blindados contra las contrariedades cotidianas, o que deberían estar exonerados de ellas es, absolutamente, una ingenuidad. Si no es por esas contrariedades, y por la parte de dicha que pueden disfrutar, ¿de qué diablos escribirían? Los poetas no son más que este o aquel ciudadano que trabaja y paga sus impuestos. Lo que ocurre con ciertos poetas es que se creen esa fatuidad de que son faros de luz y detectores del futuro en relación con la tribu espesa y el vulgo ingente. Craso error. El poeta no es un ser muy diferente a los demás habitantes del planeta. Los riesgos de vivir no se anulan por ser poeta; al contrario, por serlo, se potencian. Tiene razón Witold Gombrowicz en su diatriba contra los poetas. El mal no está en la poesía, sino en los poetas; no en el oficio, sino en los oficiantes. Y tiene razón, también, Pablo Neruda cuando afirma que el poeta no es “un pequeño dios”, ni mucho menos un dios. Es necesario que algo o alguien los haga bajar de su torre de marfil o de su nube. Es bastante benéfico para los poetas y para el mundo que los rodea. Los poetas también son gente de a pie: peatones. Si no comprenden esto, la realidad se encargará de enseñárselo.

Lección de zoología. Los artistas y los escritores son como los gatos: si los acaricias con delicadeza, ronronean y te lamen las manos, pero ay de ti si les pisas la cola: arman un escándalo de Dios padre. Los políticos lo saben. Por ello los acarician con delicadeza, los consienten, los llenan de reconocimientos y aplausos, y cuando alguien, por equivocación, les pisa la cola, mandan los políticos a sus criados a que los acaricien para que vuelvan a ronronear y dejen de hacer escándalo. Nadie se cree el cuento de que los políticos piensan que los escritores y los artistas son necesarios para la sociedad. Lo que les interesa es que ronroneen en vez de lanzar alaridos.

Escritores y políticos. Son risibles los escritores que se reúnen con los políticos y se hablan de tú con ellos. Primero se muestran entusiasmados (y lo dicen y lo escriben) sobre la “sorprendente cultura literaria” que encontraron en sus interlocutores. Es que los políticos, viejos zorros, les hablaron de sus libros y ellos se sintieron complacidos de que dichos políticos los conocieran y casi los recitaran. Ingenuos, bobos. ¿Qué, no saben acaso que antes de una reunión con artistas y escritores, los políticos instruyen a sus asesores para que les preparen tarjetitas informativas sobre los bichos que estarán a su lado? Pero, luego, cuando se “desilusionan” del político, le escriben artículos incendiarios y “cartas abiertas” donde le reprochan sentirse engañados, traicionados. “¡Y pensar –le dicen al político– que usted me pareció culto e informado!” Muchos escritores viven en la Luna.

De la cartilla de guerra alemana. Hay dos formas infalibles para conocer a las personas: por sus actos y por lo que dejan de hacer. En cuanto a sus actos, hay quienes creen que lo que hacen por vanidad es indispensable no sólo para ellos, sino para los demás; en cuanto a su inacción, hay quienes piensan que los demás tienen obligaciones morales para con ellos, aunque ellos no las tengan para con los demás. Los primeros versos de la famosa “Cartilla de guerra alemana”, de Bertolt Brecht, siguen siendo perfectamente descriptivos en cuanto a estos comportamientos: “Entre los de arriba/ hablar de comida es considerado bajo./ Ésta es la razón: ellos/ ya han comido.”

Modestia y vanidad. En la detestable vanidad literaria hay dos detestables extremos que se tocan: el del escritor hipócrita que finge modestia pero que espera que ensalcen sus elevadas virtudes y, al mismo tiempo, su modestia, y el del escritor arrogante que se cree un dios y que más que lectores lo que espera, y exige, son parroquianos y fanáticos, miembros de una secta de la cual él es el ídolo. Los dos especímenes son unos tontos, y la realidad se encarga, todos los días, de decirles que son unos tontos, porque hasta los tontos cuando se quedan a solas consigo mismos saben, por supuesto, que son unos tontos.

Mal chiste. Henry Hitchings, autor de Saber de libros sin leer, se quiere hacer el gracioso al final de su libro y escribe: “Por cierto, en este libro he tenido la suficiente picardía para escribir (en una ocasión) sobre un libro que no he leído, y hay otro par que no he acabado. Dejo en tus manos descubrir cuáles son.” ¿Cómo carajos lo vamos a descubrir? ¿Cómo vamos a saber cuál es el libro que no ha leído si es imposible saber siquiera cuáles son los que ha leído?


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