Nexos
Héctor Aguilar Camín
No sé qué decir del escritor que se llama como yo. Sé que ha vuelto a escribir desordenadamente, como al principio de sus días de escritor, movido sólo por el gusto o la compulsión de hacerlo Escribe sin fe en lo que escribe, en las horas libres, por lo general las últimas de la noche o las primeras de la mañana, y está lleno de fragmentos que no van a ningún lado.
El escritor de que hablo, yo mismo, quisiera tener entre manos un libro largo, para ocuparse de él como las mujeres embarazadas de su estado: sin espacio para más. Conoce el estado de gracia que es estar metido en un libro largo. Ha sido un escritor disciplinado capaz de escribir varias horas cada día y no leer sino para nutrir lo que escribe. Pero no es ése el escritor que es ahora. Es otra vez un principiante en busca de su libro.
Quisiera decir que hay un placer en ese regreso, pero no lo hay. Hay una melancolía que se atreve a decir su nombre y que no se detiene sino cuando él se fuga hacia ocurrencias y argumentos en los que no cree: frases, notas, este principio o aquel. Padece un embarazo de tantos libros que no crece ninguno.
Todo esto tiene que ver con la muerte de su madre, ocurrida hace seis años. Esa muerte lo separó del tribunal invisible ante el que comparecía con sus libros, el tribunal fundador de su escritura. Solía decir que se hizo escritor de la mano de su madre y de su tía, por contagio de sus bocas. Es decir, para cumplir el mandato venido de aquellas hermanas que contaban una y otra vez la historia del regreso del loro que el ciclón se había llevado por los aires en Cuba, la historia de la noche que mataron a Pedro Pérez, la historia de la tragedia que la hermana mayor leyó en una baraja española y vio cumplirse luego en Camagüey y la historia central de la familia, la historia de la destrucción del jefe de casa por su propio padre.
Para imitar estas historias se había hecho escritor. Para llevar sus propias historias, en busca de aprobación, al lugar desde donde hablaba su madre. Pero ahora su madre había muerto, catorce años después que su tía, y no había jueces en ese Olimpo por cuyo reconocimiento trabajó todos estos años, como el esclavo que ignora sus cadenas mientras las tiene y no sabe qué hacer cuando las ha perdido. Éste es el sinsentido que empezó a rondarlo desde la muerte de su madre hasta devolverlo, viejo y escéptico de sus dones, al lugar del inicio, a la abundancia sin forma de su juventud.
Había empezado a escribir a los quince años sin saber lo que buscaba, con la certidumbre de que tarde o temprano llegaría al lugar de la epopeya que había en la boca de su madre. Poco después de la muerte de su madre, entendió que no le quedaba ninguna historia que contar sino la que había tenido enfrente toda la vida, la historia de la pérdida del reino de su padre a manos de su abuelo. Pasaron dos años, terminó otro libro, y empezó a trabajar.
La bitácora de versiones de su computadora indica que en marzo de 2008 había escrito el primer capítulo de esa historia. En mayo, había terminado el segundo. En junio, estaba por completar el tercero, y tenía cien páginas de notas. Había entrado en el estado de gracia de traer entre manos un libro largo.
Y entonces, un día, la magia se fue, el encanto del libro se deshizo en el aire y empezó a descreer. Un día, regresando de ver a su padre, que vivía a unas calles de su casa, en su propio nirvana indoloro de noventa y tres años, pensó que los padres son los exigentes dioses familiares a quienes los hijos llevan la ofrenda de sus logros. Dioses insaciables, a los que nunca se acaba de convencer pues la especialidad interminable de los hijos es fallar ante la mirada de sus padres.
Entendió entonces lo que escribe ahora: que el duelo por su madre era la suspensión del tribunal donde había comparecido toda su vida con sus libros y que, ido el tribunal, la idea misma de ser escritor había dejado de tener sentido. Desde entonces no escribe sino por gusto o compulsión, en las horas libres, picando aquí y allá las historias que asoman a su cabeza, entre ellas la historia esencial cuya escritura ha interrumpido.
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