lunes, 28 de noviembre de 2011

Sí y no de Daniel Sada

26/Noviembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

La muerte de Daniel Sada deja un hoyote en esta lánguida literatura. Era el mejor escritor mexicano. Después de él, a los críticos sólo nos resta hacer volados.

En el norte le debemos haber encabezado un movimiento que renovó la narrativa en todo el país y que él volvió innegable. Una parte de su innovación procede de haber poetizado el decir norteño mediante una prosa encariñada con su oído. Sada ignoró el sinsabor del lenguaje. Su prosa es venir de ritmo y atinado amontonadero de vocabulario.

“Tengo que mentir, ¡caray!... Mentir con categoría para que conforme hable se vaya haciendo redonda la verdad de la mentira”.

Sada se da en su demasía: Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999) es su obra más acabada, un mamotreto —mote suyo— muy querible de tan raro (es vernáculo y es prodigio). Una novelota detallista.

“Condición de anfitrionía la recurrente amenaza contra un deslinde, ¡ojalá!, menos peor, no tan peleón, y ex profeso la tabarra de Egrén como reto al tiento”.

La muerte no es tarada. Se llevó al mejor.

Sada sobrescribía. Y aunque con él uno corre el riesgo de dejarse endulzar el oído y verle sólo méritos y rumiar elogios, no hay que idealizarle: escribía tan bien que lo que contaba queda ahogado en su eufonía. Su cómo colma al qué acaece.

Novelista sin grandes personajes ni, menos, grandes tramas. Sada era de cierta rusticidad filosófica. No hay visión del mundo honda ni hallazgos existenciales. Sada: nada más tamaña maña para la palabra.

Menos metafísicamente denso que Rulfo, los mundos de Sada son habitados por estatuas de sonidos entrañables. Balbuceos o bullicios embellecidos.

Sada era prosaico en el buen sentido: lo prosaico lo mudó poético; y en el no-tan-bueno: sus seres sólo los salva el buen lenguaje.

A lo que voy es que Sada fue mejor que Fuentes. Pero le faltó una obra que fuese una puerta hacia una revelación no-verbal. Un libro en que tanta joyería no desbaratara lo demás.

Al ser bastante goloso le sobró hermosura para tener una novela tremenda. “Dado su bagaje no podía desbocarse en pos de un desvarío”.

Tenía simpatía por esta cultura: su oralitura la limpia de toda vulgaridad.

(Otra de Una de dos: “buscar la redondez, quererla conservar, acaso sea una fe que no puede ir muy lejos”).

Ya no sé lo que digo. Me quedé pensando en el destino trunco de ¿nuestra? literatura, que escribe tan bien que algo siempre le sale mal.

O que escribe tan magníficamente que nos hace avizorar un autor perfecto, una novela apabullante en que retórica y aventura, logos y existencia, emparejan sus alcances.

Pero esa obra no llega y el que más cerca estuvo después de Rulfo se acaba de ir, y eso es triste por él y por lo que se fue con él.

Y para que vuelva a darse esa oportunidad, uh, ya quién sabe —la verdad— si se dará.

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