La Jornada
Álvaro Mutis lo llamó el Rabelais de México, un artesano impecable. Eduardo Lizalde lo situó de inmediato dentro de la mejor tradición de la narrativa del México del siglo XXI.
En Cartagena, Murcia, hace años la doctora Charo Alonso de la Universidad de Salamanca, Daniel Sada y yo comimos juntos. ¡Qué hombre tan simpático y cercano!
En su carta de pésame, la doctora Alonso escribe que días antes lamentó la muerte de Pilar Donoso (cuyo libro le fascinó) y ahora la aqueja una doble tristeza: la de la muerte de Daniel Sada. Lástima, quedaron tantas cosas por hablar
.
La penúltima vez que vi a Daniel Sada fue en París en 2009 cuando nos invitaron a la Feria del Libro dedicada a México. Estoy enfermo, tengo diabetes y malo un riñón
. Diez años antes, en 1999, me había pedido que presentara su libro Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y, la verdad, me costó trabajo porque la novela tiene 90 personajes. Aunque el lenguaje es soberbio, yo quería irme rápido. Creí que leería Porque parece mentira… en unas cuantas sentadas porque de una sola leí Una de dos que es un puro deleite, una joya de la literatura. Todavía me bailaba en los ojos el diálogo maravilloso de sus dos gemelas. Daniel decía de sí mismo que era atípico. Carlos Fuentes, encantado, presentó Una de dos en Madrid y declaró que Sada iba a ser una revelación para los escritores españoles y para la literatura mundial. Silvia Lemus le hizo una entrevista televisiva. Marcel Sisniega y el propio Sada hicieron el guión de la película sobre las gemelas cuyas bocas jugaban a las besadas
y lograban convencernos que la una era la otra.
En París desayunamos juntos, más bien comí yo escuchándolo y viendo su cara redonda y blanca, su buena cara de hombre bueno. Daniel Sada encandilaba con su voz y el ritmo con el que enlazaba las palabras, su métrica. Era a la vez delicado e irónico e incluso hablando era un obseso del lenguaje. Nunca le oía un “pues…” o un o sea
o un este
entre frase y frase. Como era del norte, Coahuila para más señas, le decía huerco
a su vecino de mesa. Daba talleres para ganarse la vida, enseñaba a escribir, a buscar el paisaje interior de cada uno
y jamás se le habría ocurrido lastimar a nadie. A diferencia de muchos escritores que intimidan, Daniel Sada era pura bonhomía, puro cariño, como si fuera a servirle a uno una sopa de pollo bien caliente. Tampoco se le ocurrió jamás desconfiar de nadie.
Uno está supeditado todo el tiempo a lo que le otorga la cotidianidad, todo es demasiado vacuo y si uno se revisa a sí mismo también encuentra vacuidades
.
Cuando publicó Ritmo Delta le dijo a Arturo García Hernández algo que a mí me consoló: Si me sintiera maduro ya tendría codificado y estructurado todo. Y en la creación tiene que haber un grado de caos, incertidumbre y sospecha permanente
.
A él no le gustaba que lo consideraran barroco porque pesaba cada palabra, la ponderaba y luego la ensartaba como un orfebre en el silencio.
La comunidad de escritores en México tiene mucho que agradecerle a Daniel Sada, nacido en el salado y tórrido Mexicali, en 1953, y autor de 18 libros, porque nos encaminó hacia otro campo de la literatura, una puerta que sólo él supo abrir, más sabia, más perceptiva en la que el mismo lenguaje lleva a otros estadios de reflexión y de percepción
.
En enero de 2012, Daniel y su mujer Adriana Jiménez García viajarían a Nueva York a presentar Casi nunca (su novela más querida), traducida al inglés. Si me empezaba a ir bien ¿cómo que me fui a enfermar?
preguntaba Daniel. Nunca imaginó la valiente Adriana que a Daniel lo aquejaría una vorágine de males (perdió la vista gradualmente) ni imaginamos nosotros que lo recordaríamos hoy con tantísima tristeza.
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