Milenio
Aunque desde siempre se sabe que la excepción confirma la regla, uno nunca está del todo listo para los veredictos de la Academia Sueca, que suelen ser “extraños” como los caminos del Señor.
Ya se sabe: el Nobel de Literatura lo han recibido grandes olvidados, como el italiano Giosuè Carducci o Karl Adolph Gjellerup, y lo han dejado de recibir grandes recordados, vigentísimos e indispensables, como Ibsen, Borges o Proust. Sin embargo, y la haré un poco de abogado del Diablo, lo cierto es que la lista de los Nobel literarios no es tan rara; la gran mayoría goza incluso de renovada presencia en las más diversas lenguas, precisamente porque se lo presenta como el Premio Nobel que alguna vez fue, pero normalmente no necesita de presentaciones especiales a la hora de ser leído. Son más los aciertos que los errores; muchas más las firmas que valió la pena galardonar que aquellas que se quedaron a la vera del camino.
Ahora bien, en el Nobel de Literatura hay de todo, hasta apuestas. Apenas el pasado miércoles las encabezaba Haruki Murakami, un autor exitoso sin duda, pero que dista mucho de tener la consistencia literaria de otros que por momentos también aparecían en la puja, como Cormac McCarthy, por ejemplo. Luego, tampoco es sorprendente que en una casa de apuestas el mismísimo Bob Dylan apareciera en un increíble segundo lugar, compitiendo holgadamente con los gigantes de las letras mundiales.
Por otra parte, como todo lo relacionado con el Nobel es también campo fértil para muchas ilusiones y deseos vehementes e infundados, se entiende que a los serbios se les haya podido hacer creer —pifia de la televisión oficial de por medio— que el escritor serbio Dobrica Cosic lo había ganado. La falsa información duró sólo un rato y se debió a que la televisora fue engañada por unos ciberpiratas que crearon una página muy parecida a la del portal del Premio Nobel para desde ahí anunciar que el ganador era Cosic. Los nacionalistas serbios estaban realmente emocionados, pero la dicha (como la de tantas otras mentiras que han padecido) les duró bien poco.
Dentro de las ilusiones, por supuesto, los hispanoamericanos podíamos abrigar algunas, pero eran muy difíciles de sostener si considerábamos las once veces que lo han ganado escritores de la región y que la última fue justamente el año pasado, con Mario Vargas Llosa.
En el plano de las apuestas, por cierto, algunas filtraciones debieron tener lugar, dado que se supo que en el último momento el nombre de Tomas Tranströmer se fue al alza. ¿Quiénes, sino unos apostadores bien informados, pondrían su dinero a favor de un poeta? ¡Un poeta! Además, hacía ya muchos años (desde que Wisława Szymborska lo obtuviera en 1996) que ningún poeta lo ganaba.
El hecho es que el sueco Tomas Tranströmer se ha alzado con el Nobel y eso pone de cabeza a muchos que siempre esperan conocer o al menos haber oído hablar del ganador como condición para que se lo crea justo o correctamente otorgado. ¿Quién es? ¿Quién lo conoce? Son las preguntas que de algún modo tientan la descalificación más ignorante. En el extremo de la prepotencia (¿intelectual?) llegan a insinuar que si no lo conocen ellos las cosas andan mal realmente.
En su momento, cuestionado al respecto, Mario Vargas Llosa reconoció que no lo había leído. Me parece de una honestidad encomiable, especialmente ante los medios, donde muchos otros hubieran tenido el impulso de mentir y decir “por supuesto que lo conozco y lo he leído con mucho gusto y placer”.
Era la mañana del jueves y me enteré que sólo había unos cuantos ejemplares de las dos últimas obras del poeta sueco en las librerías mexicanas. Me sentí privilegiado (y lo era): tenía en casa El cielo a medio hacer, editado por Nórdica, y con eso podía comenzar el día reparando la circunstancia de que no lo había leído nunca. Pero para el mediodía me topé con dos o tres fanfarrones que declaraban con toda naturalidad que lo conocían y que, por supuesto, lo habían leído, quizás desde chicos, ya no lo recordaban…
Me alegra que por esta ocasión el Nobel recaiga en un poeta capaz de recordar cómo en su niñez, en la escuela, tenía un compañero grandulón (de los que nunca han faltado en la historia, aunque sólo hoy se hable de bullying) que siempre se le imponía físicamente. “Al final —cuenta Tranströmer— encontré un método para desanimarlo, relajándome totalmente. Cuando se acercaba yo fingía que mi Yo había volado lejos y que lo único que había quedado era un cadáver, un trapo que él podía manosear como quisiera. Entonces se cansó”.
La anécdota retrata al poeta de niño, pero sobre todo al poeta adulto que puede concluir: “Me pregunto qué ha significado para mi existencia el método de transformarse a sí mismo en trapo sin vida. El arte de ser atropellado conservando el amor propio”.
Y puede significar muchas cosas, pero sobre todo la sobrevivencia. Una lección del poeta para este mundo donde los débiles deben aprender a ser fuertes en algo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario