Laberinto
Era un apasionado del teatro. Esa es una de las razones por las que yo apreciaba al columnista Miguel Ángel Granados Chapa que, como decía Carlos Monsiváis: “Escribe como abogado pero se agradece siempre su puntual información”.
De entrada, transgredo la primera sentencia periodística de su decálogo: “Nunca escriba o diga algo de una persona que no se le pueda decir a la cara”.
Murió y no tengo mejor manera de recordarlo. Nunca le diría lo que aquí escribo porque mi relación con él era distante, aun cuando nos tocó trabajar muy cerca en Unomásuno y La Jornada. Fui su lector pero nunca su fan. Lo traiciono aquí al decir el gusto que me daba verlo en funciones teatrales, como espectador sensible.
No en balde mucho de la esencia de la obra de Sabina Berman Entre Pancho Villa y una mujer desnuda se inspira en un personaje de la izquierda mexicana, periodista, columnista político, progresista al estilo de Granados Chapa o Adolfo Gilly. No en balde, cuando Granados Chapa fue al teatro a ver esa obra, acompañado de su entonces pareja —Guadalupe Loaeza—, sin más preámbulos ella le espetó al final de la representación: “¡Pero si eres tú, Miguel Ángel!”
En esa función ambos conocieron a la autora que proponía en la obra que los hombres de la izquierda mexicana de los años ochenta eran propensos a pugnar por la igualdad para todos, a excepción de la otra mitad de los mexicanos: las mujeres, muy especialmente las suyas. La obra era un homenaje crítico de Sabina Berman a esa parte de la izquierda que combatía por ideales sin pasar por su propia casa; uno de los grandes textos de la dramaturga. Pero ahí, Granados Chapa prefirió guardar silencio durante la conversación.
La última vez que lo vi fue cuando él y un servidor develamos la placa de las 100 representaciones de Los insensatos, de David Olguín. En esa ocasión, Granados Chapa dijo: “Se necesitaba escribir el testimonio de locura del país que es México. De la dignidad de los locos frente a una realidad lacerante. Un teatro diferente que pide un público atento a la historia. El teatro de David Olguín es de una fuerza y actualidad sin precedentes. Una obra que, a pesar de estar inscrita en tiempos de Porfirio Díaz, revela la realidad del país, hoy”.
Juan Villoro y José Luis Martínez S. estaban entre el público, ovacionando una obra con personajes —los locos— expulsados de la norma, en un escenario —el manicomio– como la mejor metáfora del teatro que es el mundo, donde Olguín escribe el ascenso al festín de los irracionales. Shulamit Goldsmit, última compañera de Granados Chapa, estaba ahí también, discreta siempre…
Granados Chapa era un apasionado del teatro porque encontraba ahí el pulso de la nación. Lo vi siempre en obras en las cuales la historia es fundamental: Estado de secreto, de Rodolfo Usigli, dirigida por Mauricio Jiménez; La honesta persona de Sechuán, de Brecht, en dirección de Luis de Tavira. Desde luego, en Nadie sabe nada, de Vicente Leñero…. Puros encuentros fortuitos de los que me quedaba claro que Granados Chapa disfrutaba el teatro en escena.
Este es el Granados Chapa que prefiero recordar. No el periodista que todos conocen, aplauden, disculpan sus errores —que los tuvo, y muchos—. Verlo en el teatro me reconciliaba con él. Las últimas funciones llevaba un cojín en forma de ruedita, para sentarse más cómodo. El cáncer de colón era doloroso.
Por eso quiero recordar esos momentos en los que, parco, me saludaba y decía: “Gusto en saludarle”. “Igualmente, don Miguel Ángel”. “A disfrutar la función”. “Sí, porque, como canta La Lupe: ‘La vida es puro teatro’”.
Los encuentros eran siempre a la entrada, nunca a la salida. Y traiciono nuevamente una de sus máximas del periodismo: “Construya su propia opinión, aunque no coincida con los demás, y, sobre todo, si coincide con los demás”. No sé, nunca me ha importado coincidir con los demás. Granados Chapa es parte de mi memoria del teatro mexicano y por eso lo cuento aquí, rápidamente y sin tragedia.
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