Laberinto
Cuando Heriberto Yépez afirma que Manual del distraído de Alejandro Rossi es “pre-texto para pulir parrafísica”, que es un “ensayo a punto de renunciar a la idea” y que “coronó la distracción”, el autor demuestra que no ha leído a Sterne y a su Tristam Shandy, ni a Jacques el fatalista, expertos en la distracción. “¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¿Qué os importa? ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¿Es que uno sabe a dónde va? ¿Qué decían?” (Diderot).
Nuestra visión de la realidad no se traza con dogmas ni con líneas de frente. Juan García Ponce tituló Diagonales a su revista y Marc Cheymol Alfil a la suya, que durante unos años editó el IFAL. Pero las miradas oblicuas y diagonales no pertenecen al mundo de las certezas en las que habita el predicador Yépez.
Sí, nuestro colega pertenece a esa raza de seres que se creen poseedores de la verdad y la enarbolan como bandera (o banderola, en su caso). Le haría bien leer menos a Sartre y a Saramago, grandes predicadores, y más a Camus, otro escritor distraído que tenía más preguntas que respuestas, cuestionamientos en los que brilla el fuego de la inteligencia, que se interroga, al tiempo que se ríe de los demás y de sí misma. Los predicadores pertenecen, por el contrario, al mundo de los agelastas —de los que nos prevenía Kundera en su discurso al recibir el Premio Jerusalén, incluido en El arte de la novela— (publicado originalmente en Vuelta, por cierto), el mundo de “los que no saben reír”, porque se creen poseedores de la verdad.
El señor Yépez afirma que Alejandro Rossi no es escritor sino “tipógrafo” y que escribe “ensayos sobre la nadería”. Ante afirmaciones de esa envergadura, pronunciadas desde el púlpito de su columna, no me queda más que bostezar con tedio. ¡Qué lejos estamos de los dardos afilados e inteligentes de Sainte-Beuve, o de Karl Kraus, a quien tanto admiraba Canetti! Pero los dardos de Yépez son malvaviscos que pretenden encajarse en el tablero, carecen de ironía y hablan más de la personalidad y de los alcances de su autor que de lo que afirman.
Bueno, en la República de las Letras caben todo tipo de ejemplares. Sin embargo, hay que decirlo, comparar la “limpieza” de la Plaza por Díaz Ordaz con la “limpieza” de la prosa por parte de Vuelta es, simplemente, una estupidez. Pese a lo anterior, felicito al señor Yépez: supongo que debe sentirse muy contento de haber encontrado una verdad que transmitir a sus lectores.
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