sábado, 24 de septiembre de 2011

De la forma de escribir de Federico Campbell

24/Septiembre/2011
Laberinto
José María Espinasa

En pocos casos como el de Federico Campbell el oficio condiciona de manera tan aguda la realización cotidiana de la escritura. El narrador y sagaz entrevistador de los setenta y ochenta dejó paso en los años noventa a un singular ensayista por entregas en sus colaboraciones hebdomadarias en La Jornada Semanal y después en la revista Milenio Semanal. Es uno de los novelistas más destacados de una generación de muy buenos narradores —Hugo Hiriart, Juan Tovar, Esther Seligson, José Agustín— que han mantenido siempre un pie en otra vocación paralela, sea la de periodista, dramaturgo o traductor, que los ha llevado por caminos curiosos. La entrega de sus colaboraciones, circunscritas por un espacio —las dos o tres cuartillas que admite el formato en que se publican— y por un tiempo —la actualidad o pertinencia de la reflexión en cierto contexto— no parece un camino sencillo para la formación de buenos libros, y sin embargo los da, en su caso, extraordinarios. Un ejemplo ya clásico es Máscara negra, diario de lectura de la novela negra y policiaca reflejada en la espejeante realidad.

Lo es también, aunque de manera muy distinta, su Post scriptum triste, cuaderno de notas que elabora a su vez una teoría de la escritura en el taller interior del autor, con sus preocupaciones y temblores, sus dudas y vacilaciones, sus afectos permanentes y sus descubrimientos. Creo que fue a propósito de ese libro que Campbell habló de la gestación de Masa y poder, esa obra maestra de Elias Canetti, escrita en fragmentos de tres cuartillas a lo largo de muchos años, y que se presenta ante el lector como un ejemplo de unidad conceptual gracias a, y no a pesar de, su condición aleatoria y azarosa. Eso le pasa a los libros de Federico Campbell, parecen escritos con una disciplina de académico alemán. Y sin embargo sus mejores virtudes se apoyan precisamente en esa condición incluso caprichosa de su composición. A veces tiene como columna vertebral un tema, pero éste le sirve de excusa para brincar de un autor a otro, de un tema o una época a otra, tiene la condición libre del lector que lo hace a su antojo y según pulsiones de todo tipo. Que pueden ir, claro, del libro obligado por la actualidad noticiosa hasta el regalo de un amigo de un texto propio o ajeno.

Para que esos libros le salgan tan bien he dado en otras ocasiones distintas explicaciones. Hoy quiero dar la siguiente: trata a los temas y a los libros como seres vivos, es decir, como personajes de una novela en formación. El sustrato narrativo de sus primeras obras, Todo lo de las focas y Pretexta, dio años más tarde paso a un universo familiar formado por sus padres, sus hermanas, sus parientes en Navojoa o en Tijuana. Es evidente que en esos libros —La clave Morse, Transpeninsular— está presente la figura paterna. Freud nos ha mostrado, no sin razones, que la relación con el padre es siempre conflictiva aunque pueda ser buena, porque está hecha de admiración y respeto a la vez que de necesidad de afirmación frente a ella. Todos sabemos que hay incluso un componente instintivo claramente animal.

Justamente a Campbell le interesa lo contrario: lo más humano de ese conflicto, y lo pone en el centro de la facultad que nos hace humanos: la memoria. Hay quien dice que los hombres recuerdan ya en el momento de vivir algo por vez primera, de ahí la famosa sensación del déjà vu que nos puede llevar a la locura. Nosotros dialogamos con los muertos y con los vivos y con nosotros mismos, gracias a la memoria: si no recordáramos que una persona tal o cual es nuestro padre nos comportaríamos de manera muy distinta y el universo estaría formado por desconocidos. Por eso el hombre para el escritor no es un animal que conoce, es decir que adquiere información, sino que reconoce, que hace al otro un conocido, o mejor aún, un familiar.

En una época la idea de la otredad se quiso situar en una distancia geográfica —los salvajes del Amazonas, las tribus de la Polinesia, los esquimales— o incluso extraterrestre —los marcianos— sin tomar en cuenta que la otredad había que buscarla en lo inmediato, los hermanos y los padres, ese núcleo que ya sea la economía o ya sea la religión han vuelto base de nuestra sociedad. El otro está delante de mí, no en la imagen en el espejo sino en la de esa factura del tiempo que es la relación con el padre. Y Campbell se interrogó sobre cómo los escritores y artistas se relacionaban con la figura del padre, fuera la simbólica o la real, la reencontrada o la olvidada. Y es natural pues la mejor novela mexicana, que Campbell ha leído y releído, empieza así: “Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre”. Y ese “aquí” es el reino de la memoria.

¿Cómo han reflejado la figura del padre en sus obras los escritores? Bueno, lo han hecho de muy diversas maneras y Federico sabe encontrarle el chiste a compararlas, a distinguir los matices. Hay un sentido en que lo que pesa es la herencia: el padre de Borges le pidió repetidas veces a su hijo que volviera a escribir los libros que él había escrito y, justamente en tono borgiano, podríamos decir que eso fue lo que no hizo, él que lo consiguió para El Quijote, pero no para su padre, que le heredó la escritura, en ese gesto imposible de cumplir. Pero la escritura, que es memoria y herencia, es sobre todo una elección.

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Libros como Máscara negra, Post scriptum triste y Padre y memoria son libros de lector, más que de narrador o ensayista o poeta. Y lector-creador que lo hace sin sistema, sin método, al aire del azar, pero cuyo libro entregado al editor no tiene nada de anárquico o disperso. Parece escrito de un jalón y como si el autor hubiera, cosa imposible, haber leído todo sobre su tema. Campbell es todo lo contrario de un académico porque su fuente vital es el placer, nunca lee por obligación.

Es cierto que ha escrito libros con una perspectiva totalizadora, por ejemplo su volumen sobre Sciascia, pero incluso en ellos mantiene esa condición de placer. Por eso a veces toma el impulso de una crónica, otras la de una noticia, y otra más casi la de un subrayado a una obra ajena; otras la de una confesión personal y otras incluso la de una tarea profesional.

No es fácil, ya se dijo, que libros escritos así, en buena medida por acumulación, tengan la coherencia que tienen, y no tanto que él, Campbell, se las dé para una reunión en volumen trabajando y retrabajando los textos —pienso que no lo hace tanto, si acaso quita repeticiones o contrasentidos—, sino que milagrosamente está en ellos.

Cuando leo las colaboraciones periódicas de Hugo Hiriart o de Campbell me parecen buenas, me interesan, pero no me impresionan, me parece que ambos las sostienen en su oficio. Pero cuando las veo en libro sí me impresionan y me parecen muy inspiradas, ganan con su contigüidad. Ya se mencionó el gran ejemplo, Masa y poder de Elias Canetti, pero también se podría mencionar al Cyril Connolly de La tumba sin sosiego. Este autor inglés dijo, y se ha repetido muchas veces, que un escritor trabaja para escribir una obra maestra. Creo que Canetti, el propio Connolly y Federico Campbell no son buen ejemplo de ello. Su raza es la de los conversadores, así sea por escrito, para los cuales la obra maestra siempre es la siguiente, la conversación por venir, el libro por escribir.

Por eso Padre y memoria es un libro para leer en donde uno quiera: en el metro, apeñuscado entre la gente; en un tren camino hacia ningún lado o en el estudio, aislados incluso de nuestra propia respiración. Nunca como en este caso la frase “se deja leer” viene más a cuento, pero no como cuando se dice de una mujer que se deja querer como sinónimo de no entregarse. En este caso es al contrario: pura entrega, sin condiciones, sin manipulaciones. Así, cuando yo releo o leo por primera vez a un autor que Campbell ha ensayado en alguno de sus libros busco esas páginas sabiendo que me van a iluminar a través de una empatía con la respiración del texto. Esto es muy propio de un narrador, y de un narrador —además— que no busca apantallar con piruetas verbales disfrazadas de inteligencia, sino que busca hacer de sus temas personajes.

Pongo un ejemplo de cómo funciona lo narrativo en el ensayo. Creemos saber cómo se comportan las mujeres adúlteras, pero cada vez que leemos Madame Bovary sabemos, como Sócrates, que no sabemos nada. Así, si alguien me pregunta qué dice Campbell sobre tal o cual tema o autor, balbuceo alguna incoherencia y termino por ir sobre el libro y mostrar las páginas de algún pasaje. Siento que lo simplifico si lo quiero explicar, de la misma manera que reducir una novela a su anécdota es siempre perderse lo mejor, incluso en las policiacas de más clara tendencia al enigma. Nada enseña más sobre el comportamiento humano que leer Moby Dick, pero leerla no nos enseña a cazar ballenas.

Por eso los de Campbell son libros que se pueden releer con gran gusto, prueba de fuego de los libros ensayísticos. Es como aquella condición de la amistad que permite oír por sexta o séptima vez el mismo chiste y volver a reír de él con ganas. Campbell, además, es de esos críticos que han aprendido a comunicar sus reflexiones en textos breves, a dar información sin que parezca pretensión erudita de quien todo lo sabe. Y a lograr que juicios ajenos se desdoblen con variantes en ideas propias, a veces muy originales. Ya en aquella extraordinaria novela Yo, el supremo Roa Bastos había señalado la necesidad del hombre moderno de ser padre de su padre, pero en este caso la memoria ¿qué papel juega? Pienso ante todo que el padre representa el tiempo: en él envejecemos. Y si dialogamos con ese tiempo al que no se puede detener, es gracias a que la memoria nos permite al menos mirar hacia atrás y así saber que algún día recordaremos nuestro futuro, una manera de decir que seremos recordados por alguien.

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