Laberinto
Quien guste de ver desde la primera fila los pleitos donde todo vale debería frecuentar las polémicas intelectuales.
La polémica intelectual tiene una función mediática y de resonancia para proyectar una postura sobre otra y los protagonistas buscan ganar autoridad demostrando, ante un auditorio, un argumento más sólido, un mejor estilo y una mayor coherencia moral. Hay polémicas todavía memorables y otras envejecidas, pero pocas escapan al drama, al involucramiento emocional y a la alusión personal. La mecánica es conocida: la controversia comienza con la discrepancia en torno a algún valor social, político o literario pero, de repente, algún desliz hace aflorar la disputa personal y el tono otrora civilizado comienza a asemejarse a lo que sería el pleito de dos garroteros de table dance disputando una propina. Cierto, hay quienes distinguen entre el debate argumentativo y el polémico, el primero buscaría la verdad; el segundo simplemente buscaría la autoridad mediante la imposición, a cualquier precio retórico, de un argumento; sin embargo, estas distinciones raramente se presentan en estado puro y resulta difícil discriminar entre la oposición de discursos y la oposición de personas. En la polémica se reflejan entonces los dogmas y los temperamentos y se mezclan ideas, pasiones e intereses. Esa tensión entre lo racional y lo emocional, entre la inteligencia y la vehemencia, entre la prueba y la burla o el insulto otorgan especial atractivo e intensidad a este género de la interacción argumentativa. De hecho, hay modalidades del discurso polémico que colindan con la violencia verbal y que, por ende, enfrentan el peligro de minar las bases del debate, pues al anular al adversario se anula el diálogo.
Algunos teóricos de la argumentación apelan a un llamado “auditorio universal” neutro e informado que se inclinaría naturalmente por las tesis más racionales, sólidas y persuasivas. Sin embargo, este auditorio es solamente un ideal y lo realmente existente son auditorios parciales en los que la tesis, antes de desplegarse y demostrarse, tiende a ser aceptada y rechazada. En particular, muchos temas políticos o religiosos enfrentan los más añejos prejuicios y se dirimen ante auditorios militantes, cuyos puntos de vista tienden a ser impermeables a otros argumentos. Por eso, frecuentemente la polémica puede ser un diálogo de sordos; sin embargo, en otras ocasiones, los ecos de la polémica pueden penetrar auditorios inusitados, hacer dudar e inducir matices, sacar a los convencidos de su círculo de confort y promover el acercamiento de posiciones y el consenso. Acaso por ello, muchas controversias sobreviven al fragor del combate y logran superar la caducidad de sus motivaciones. Así, aunque se trata de una práctica frágil y carente de reglas, de la mejor polémica puede desprenderse una ética y una lógica de la argumentación y las formas feroces del diálogo pueden resultar, aparte de divertidas, pedagógicas.
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