domingo, 14 de agosto de 2011

Un campanero de Agustín Yáñez

14/Agosto/2011
Jornada Semanal
Roger Vilar

Agustín Yáñez nos dotó de una de las criaturas más sorprendentes dentro del bestiario místico. Digno de aparecer en los manuscritos de algún monje alucinado de Auvernia o en el espejo de un druida de la Isla de Ávalon, Gabriel, el campanero de Al filo del Agua, vive en la mudez y el silencio al que lo condena el párroco del pueblo. Aislado de todos, sin conocer otra cosa que la torre del templo, el adolescente ejecuta la rutina misteriosa de ascender cada día por la tortuosa escalera. Es un viaje lento, que inicia en la madrugada, bajo el peso secular del latín y las invocaciones. Ve cada piedra cubierta de telarañas, el agua y los murciélagos circulando por venas invisibles. Un pueblo de espíritus sin boca vive en las vigas. Sus ojos son brillantes y usan gorros frigios. Siempre padecen la sed de ríos ausentes. El tumulto de las cataratas punza las sienes de Gabriel cuando sale a la luz. Frente a sus ojos tiene las campanas y abajo la marea de los inmensos desiertos azules del maguey. Es Jalisco. La materia parece diluirse. No hay contacto con la tierra. Pero hace mucho tiempo que no puede perderse en la paz del aire y el silencio. La imagen de Victoria, la única mujer que ha visto en toda su vida, lo atormenta. ¿Que hacer con ese perfume y ese tinte rosa de las mejillas que persiste en cada milímetro de la imaginación aunque ella hace mucho tiempo que se marchó? Gabriel no sabe hablar, no sabe explicarse nada. No puede nombrar el dolor ni la nostalgia. Tan sólo sigue el impulso de sus manos. Acciona las campanas. Los bronces vibran en toda su potencia. Cada golpe se multiplica en sílabas que nadie entiende. Un lenguaje que encoge las entrañas de los que escuchan mientras una saliva amarga sube a la boca. Lentamente pierde la vista Gabriel. Se borran los grandes campos azules. Sus manos ya no sienten los badajos. Sólo las campanas doblando adentro, entre los límites de su piel. La música dispersa el dolor, pero también le quitan la consistencia a su hígado, a su corazón, a los pulmones, que se vuelven aire con el aire circundante. Hecho vibración y sonido, Gabriel se difuminó en el cielo azul. Olvidaba, por fin, a Victoria y al párroco del pueblo. Se fue al éter sin llevarse una sola sílaba del lenguaje humano. Nunca pudo articular la palabra alegría ni la palabra dolor, mas experimentó aquel desasosiego que le provocaba la estatua carnal de Victoria. La necesidad de agitar las campanas hasta aturdir a todos los dioses de las nubes y de meter el ruido dentro de sí para transformar su cuerpo en una nube más de la canícula de agosto, y perderse en un cielo sin recuerdos que se cerró en torno a él como un arcón nunca descifrado.


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