Laberinto
Recapitulemos el primer cuarto de siglo sin Borges y los primeros meses sin Ernesto Sabato.
Retomo el reproche que Sabato hacía a Borges: ser un ejecutante de literatura reducida a juego de salón, una mofa que también —en clave— usó contra Cortázar y su “novela-Lotería” (Rayuela), cuyos capítulos se leían, decía, según el orden dictado por el sorteo de la semana.
Siempre he creído que Borges y Sabato son el resultado de la fragmentación de lo que el escritor argentino pudo ser; al no conseguirlo, se subdividió en dos.
Por un lado, el máximo (y mero) literato: B.; y, por otro, el escritor visionario venido a menos (romántico retro): S.
Cortázar es el mejor escritor argentino que podía darse en el contexto de la imposibilidad de un escritor que fuese Borges y Sabato simultáneamente.
Aunque lectores de Lamborghini, Saer o Piglia respinguen, la literatura argentina post-Borges-Sabato, como todas, va de pique, cada vez más insulsa.
Pero la argentina fue la cima. Engendró al máximo escritor (B.) y al máximo novelista (S.) del castellano en el siglo XX, y por novela no me refiero a alargar una historia sino a postular mediante un personaje en un mundo ficticio un testimonio de lo desconocido del hombre.
El problema de Sabato es que era un europeo: tenía “espíritu”, y atormentado previsiblemente deparó teólogo. Lo intrigante es que su novela fallida (Abaddón) podría ser germen de un nuevo género.
“En realidad sería necesario inventar un arte que mezclara las ideas puras con el baile, los alaridos con la geometría”, escribe en Abaddón y aquí formula mezclarse con Borges, esa alquimia que Sabato supo, y Borges no, porque era más frívolo.
Sabato ya no escribió novelas porque no supo tragarse a Borges, aunque él sabía —y no quiso que nadie terminara de entender su ambición, aunque más de una vez la hizo hipérbole— que el escritor final, el último moderno, debía hacerlo.
Y no hubo ese último moderno.
Borges nunca envidió a Sabato, a diferencia de Sabato, que siempre envidió a Borges. Y porque sabía que Borges no sabía que lo necesitaba, Sabato lo juzgaba baladí.
Sabato deseó ser símbolo de lo irracional. Pero a Borges jamás avizoró copular con su doble real. (Fabulaba falsos dobles.) Borges rehuía lo irracional mediante humor conceptual; Macedonio Fernández lo catapultaba fuera del abismo.
Fue tal la evasión que al final Borges nos quiso persuadir que haber abandonado el barroquismo y llegar a una prosa más clara y distinta había sido un mérito, cuando, en realidad, ese Borges fue secundario, ¡casi un Bioy!
Sabato murió trunco. Su mérito mayor fue ambicionar al escritor total, del que fue mitad hambrienta, y no desdén borgeano.
E insisto: nadie se atreva a mencionar a plumas como Filloy o Fogwill, que, con todo respeto por la mierda, son una mierda.
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