Laberinto
Renté un departamento en Varsovia que tenía un librero de Ikea. Esa fábrica sueca de muebles que hace que uno entre en un departamento de cualquier ciudad de Europa y sienta que ya estuvo ahí.
Puse mis libros en el librero de marras y por la noche escuché un estruendo. Los estantes habían reventado ante el peso de las letras. La propietaria del departamento me cobró a lo chino el trasto de falsa madera sin que valieran mis explicaciones: “No me puse a bailar encima de él”, le dije. “Era un librero y yo le puse libros”.
Comprendí que en sus diseños y resistencia, Ikea le apuesta al libro electrónico.
Eventualmente me mudé. Ahora mis libreros son antiguos; como se dice acá: “de antes de la guerra”. No sólo aguantan libros y revistas apilados, sino que podría bailar encima de ellos.
Son muebles que se mantuvieron erguidos ante los nazis, el Ejército Rojo y medio siglo de comunismo. Los de Ikea se doblegan ante un niño malcriado.
Al sacar los libros de las cajas para meterlos en sus estantes, recordé otra de las grandezas del libro impreso: que sabe guardar cosas.
En una antología de Wislawa Szymborska, encontré dos billetes de tranvía para pasear en Cracovia.
En Un mundo aparte, de Gustaw Herling-Grudzinski, hallé una fotografía de una noche de copas con Jerzy Pilch. La imagen es de hace diecisiete años. Jerzy habría de caer en graves problemas de alcoholismo, los cuales relató en su libro La casa del ángel fuerte.
Hace un mes me topé con Jerzy en la avenida Marszalkowska. No me reconoció.
En Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, había un pase de abordar y un billete de taxi de aeropuerto. Supe que llegué al DF el 12 de junio de 2007. No recuerdo a qué fui. Un apunte en la última página con mi letra dice: “¿Qué hay con el conde de Monterrey?” Pero no sé por qué lo escribí.
Tampoco me explico por qué elegí ese enorme libro para leerlo en un avión.
En Los campesinos, de Wladislaw Reymont, hallé la fotografía de la cartelera de la premiere de Los cachorros en un cine de barrio de Buenos Aires. Recuerdo que alguien me la obsequió en Argentina, pero no sé quién.
En Viajes con Herodoto, de Ryszard Kapuscinski, hay una dedicatoria de Braulio Peralta. Noviembre 29 del 2007. Fue el día en que hicimos las paces luego de que lo abandonara como editor.
En La mente cautiva, de Czeslaw Milosz, hallé la tarjeta de una Sofía, con su teléfono. Debe ser antigua puesto que no hay correo electrónico.
Sofía, discúlpame, pero creo que nunca te llamé.
Encontré más entre las páginas, y apenas voy en la caja de literatura polaca. No sigo con la lista porque son cosas que tienen significado sólo para mí. Todas las regreso adonde estaban para reencontrarlas dentro de algunos años.
Quienquiera que tenga una biblioteca, vaya y revise sus libros. Hallará una buena ración de nostalgia y el eterno lamento de no escribir un diario.
Los libros electrónicos son prácticos, pero sólo nos dan el texto. Imposible encontrarse entre sus páginas a un viejo amor, aquella fotografía, un recado, un billete, un garabato, una flor o el teléfono de Sofía.
Mi librero de antes de la guerra tiene libros de antes de la guerra. Lo hizo un carpintero de antes de la guerra que hoy está muerto. Quizás un judío que habría de morir por gas. No lo fabricó ikeamente para venderlo, sino para que guardara, exhibiera, sostuviera, protegiera libros. Lo fabricó para que fuera un templo y recibiera en sus estantes libros sagrados.
Igual que los recibe hoy.
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