Laberinto
Mi primer contacto con el autor de Farabeuf fue un accidente sonoro, radiofónico.
En algún mes de 1976, un jueves a la 6:30 de la tarde, al prender el receptor del auto, me encontré con una voz nasal, rodeada de un leve matiz agudo; una voz en cierta forma incómoda e inusual en ese mundo aterciopelado y campanudo de los medios de comunicación. Estuve a punto de cambiar la señal que había sintonizado al buscar la frecuencia de Radio Universidad. En un primer instante, la cantaleta gangosa me irritó. Sin embargo, a la cuarta o quinta frase, casi en el momento de mover mi mano hacia la perilla de selección de canales para encontrar otra estación, me sentí capturado o, mejor dicho, la imaginación que se expresaba en un discurso tenso, gutural y aspirado en el aparato de sonido del automóvil me cautivo.
¿Cómo armaba sus ideas esa voz singular y a qué materia aludía?
La charla procedía de un modo contradictorio: con un aire de solemnidad académica, pero con la sutil vehemencia indómita de un pensamiento que no acepta alejarse de la difícil claridad —la exactitud— y del motivo que lo anima. El tema de la disertación era Edgar Allan Poe y Mallarmé, en especial, los vínculos entre The raven y Un coup de dés (Un lance de dados). La voz mostraba la magnitud y la irrealidad de dos empresas intelectuales con una dimensión y un temple desconcertantes; destacaba la deuda del poeta francés con el poeta norteamericano Edgar Allan Poe; hacía ver el extremo al que había llegado la creación lírica del segundo poema a través del primero; y señalaba la posibilidad de ir todavía más lejos al saltar de la página transformada en un espacio/constelación a la noción de la no escritura como escritura, al arquetipo de la página en blanco.
La voz avanzaba, no en zigzags, sino en una sucesión de flechas atraídas por el ojo negro del blanco, concentrada en una zona de pensamiento que en vez de ampliarse en líneas de desarrollo o en figuras paralelas atacaba una y otra vez un punto, un único punto. La voz se detuvo y anunció que el objeto de reflexión de esa tarde sería retomado en el próximo programa, a la siguiente semana, a la misma hora. Simultáneamente, emergió del fondo del telón aéreo el trío Opus 110 de Schuman y la rúbrica del programa: Contextos por Salvador Elizondo.
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Unos años más tarde, en 1980, tuve el honor y la fortuna de recibir la beca de poesía del Centro Mexicano de Escritores.
Asistí, durante un año, todos los miércoles, a las sesiones del Centro, en la calle de Magdalena casi esquina con Viaducto, colonia del Valle. Estaban presididas por Francisco Monterde, Juan Rulfo y Salvador Elizondo, en su calidad de maestros. La voz se había transformado en un personaje magnético, graciosísimo y amenazante. Todos los becarios —éramos cinco en las disciplinas literarias fundamentales (ensayo, teatro, cuento, novela y poesía)— acudíamos con gran interés, pero siempre con inquietud, porque sabíamos que los coordinadores o los maestros nos exigirían el resultado más alto y que no habría complacencias. Elizondo, con su gangoso acento distintivo, nos observaba y deslizaba curiosas bromas, que rompían el hielo al inicio de las juntas. Entre Rulfo y Elizondo siempre había un pin pon de alusiones literarias y personales. A veces, las indirectas llegaban a ser excesivas y hasta tétricas. Las reuniones transcurrían rigurosamente. Se revisaban los detalles de los textos de los becarios y se ponía el acento en su eficacia profunda. En términos teóricos, Elizondo llevaba la voz cantante, aunque Rulfo estaba básicamente de acuerdo con él. Formaban un equipo equilibrado y severo. Nunca dejaban de lado la distancia y las cabales formas de la cortesía. La elocuencia crítica de uno se combinaba muy bien con el silencio crítico del otro. Para Elizondo —y estoy seguro que también para Rulfo, así como para Monterde—, el valor y la fuerza estéticos dependían de la proximidad o de la distancia que establecía un texto —cualquiera que fuera el género— con la poesía, como si hubiese una proporción directa entre vigor literario e impulso poético. En este sentido, Elizondo era implacable. Según él, por lo menos así lo entendí yo, lo que importaba saber era si un texto tenía o no tenía una gravedad profunda. Esta exigencia se volvía más dura y puntual cuando se trataba específicamente de un poema, que él consideraba como el momento más alto de creatividad y descubrimiento y como un resultado de la decantación espiritual y del dominio técnico, esto es, de la puesta en escena de un modus operandi inteligible, de acuerdo a la idea de Poe. De este modo, la potencia poética debía ser natural, pero no ingenua. Por eso, en un fragmento de su diario Elizondo escribió: “La Poesía es para mí la forma más acusada y más rigurosa del Arte”.
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Muchos años después, en 1998, Elizondo me propuso que editáramos en mi pequeña editorial, Ediciones el Tucán de Virginia, The raven de Edgar Allan Poe. En un principio, el libro estaría formado por una introducción, el poema en inglés de Poe, una de las traducciones de Enrique González Martínez (en el camino nos enteramos de que había cinco), el ensayo en inglés de la “Filosofía de la composición”, junto con la traducción de Salvador Elizondo de ese mismo texto, y un retrato poco conocido del poeta norteamericano. En el desarrollo del proceso editorial del libro, le propuse a Elizondo que añadiéramos la primera versión ejecutada por Enrique González Martínez (Elizondo tenía a la mano la última) y que integráramos, por otro lado, las traducciones al francés realizadas por Baudelaire y Mallarmé. Elizondo no sólo estuvo de acuerdo sino que le pareció que hacerlo de esta manera era lo justo y lo deseable en una perspectiva estética correcta, en la visión del autor de The raven. Al final, agregamos una copia del original manuscrito del soneto de Mallarmé, “La tumba de Edgar Allan Poe”, y la traducción que Jorge Cuesta realizó de esta pieza. En una de las sesiones que sostuvimos para verificar la armonía de la edición, Elizondo me expresó la importancia de agrupar todos estos materiales. Él consideraba que habíamos logrado reunir un puñado de textos fundamentales. La articulación de estos fragmentos creaba una esfera de correspondencias, tanto líricas como intelectuales, que se aproximaba al mecanismo de creación. En ese momento entendí, con los documentos del poema de Poe en la mano y las intervenciones de los otros autores que confluían en este polémico texto, el papel central que Elizondo le otorgaba a la poesía en la comprensión de la literatura y del hombre.
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Cinco o seis años más tarde volví a ver con alguna frecuencia, los sábados en la mañana, a Salvador Elizondo.
El motivo era el gusto de conversar con la poeta norteamericana Jennifer Clement, que conocía muy bien la obra de Shakespeare y el larguísimo día del Ulises de Joyce. Nos reuníamos en la veranda de su casa, en Coyoacán, hacia las doce del día, un poco después de que él acababa de desayunar y Paulina Lavista, su esposa, se encontraba organizando las actividades caseras del fin de semana. Quizá, más que nada, ella huía a su laboratorio fotográfico. El hecho es que Paulina no se sentaba a platicar y nosotros lo entendíamos. Salvador nos ofrecía whisky y hacía chistes en inglés. Jennifer también hacía bromas. En especial, a ella le gustaba decir, un poco en juego y un poco a manera de provocación, que los poetas ingleses y los poetas norteamericanos admiraban a Poe, pero no precisamente a su poesía. Jennifer decía de memoria el poema y hacía un énfasis grave e irónico cuando llegaba a la palabra final del estribillo: “Nevermore”. Elizondo se reía con gusto y respondía que eso demostraba que los poetas de lengua inglesa eran más inteligentes, ya que ellos no se habían dejado engañar por el jugador de Baltimore; o, al revés, que los poetas franceses habían sido más duchos al reclamar para Poe el lugar donde se expresaba de un modo radical y diáfano uno de los principios de la modernidad, el insoslayable conocimiento del modus operandi, la conciencia precisa de la relación —a veces maligna— entre espontaneidad y artificio. Salvador y Jennifer se tomaban otro whisky y al cabo de un rato nos despedíamos.
En el camino, ella y yo disfrutábamos recordar el humor y las chacotas de Elizondo, su indeleble voz desagradable —un imán gracias a su pulcra dicción y a su tenaz inteligencia— y nos asombraba cómo su lenguaje nunca dejaba, a pesar de los tragos, de saltar con rapidez y cómo rimaba con sus ojos chispeantes. Yo le decía a Jennifer que Elizondo era un escritor que había elaborado de un modo minucioso novelas, cuentos y ensayos para evocar la poesía y el poema, para crear un método de composición de artefactos líricos no dichos ni escritos, pero que podían ser vislumbrados por las rendijas de una prosa confeccionada de un modo obsesivo con precisión extrema, incluso durante los momentos de la conversación.
Jennifer y yo nos quedábamos callados y pensábamos en Elizondo. Lo veíamos sentado en su equipal. Paulina Lavista de pie, a su lado, como en una fotografía. Se me hizo claro, entonces, que aquella imantada voz nasuda, que yo había escuchado tantos años atrás hablar sobre Poe y Mallarmé, era la voz fascinante y monstruosa de la poesía y que Elizondo era un gran poeta sin poemas.
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