El Universal
Alejandro Toledo
Había sido un sábado frío en Madrid. El joven Ernest Hemingway (o Ernesto, como se le conocía en la ciudad) estaba exhausto por haber dedicado la jornada completa a la escritura. Tomó algo de brandy para relajarse y se acomodó en su cama de la habitación número siete de la Pensión Aguilar (en el número 32 de Carrera de San Jerónimo, a unos pasos del Museo del Prado), dispuesto a dormir. La pesca fue buena: tres cuentos en un día. Por lo mismo, sería una fecha para él inolvidable. “Todo lo que describió, todo instante que fue suyo”, dijo de Ernest Hemingway el colombiano Gabriel García Márquez, “le sigue perteneciendo para siempre”, y por lo tanto las estaciones de ese 16 de mayo de 1925 son suyas, también, eternamente.
Al anochecer Ernesto se sintió vacío y triste; quería olvidarlo todo y descansar. En eso entró uno de los mozos: la mujer que manejaba la pensión estaba enterada (y orgullosa) de la hazaña de su joven inquilino, mas supo también que por esa fiebre creativa había olvidado comer y le enviaba un poco de bacalao, un filete, papas fritas y una botella de vino Valdepeñas, alimentos y bebidas que el chico norteamericano despachó con prontitud sentado en la cama.
—La señora quiere saber si va a escribir usted toda la noche —preguntó el mozo.
—No, me acostaré un rato —respondió Ernesto.
—¿Por qué no intenta escribir un cuento más?
—Sólo me había propuesto escribir uno
—Tonterías. Ya escribió tres, puede escribir seis.
—Lo intentaré mañana.
—Trate esta noche. ¿Por qué cree que la vieja mandó la comida?
—Estoy cansado.
—¿Está usted cansado después de haber escrito tres miserables cuentos? A ver, tradúzcame uno.
—Déjeme en paz. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo?
Varias veces, en el futuro, su memoria volvería a ese día: “Estaba muy caliente, cargado de una energía desinhibida. Y canalizaba esa energía hacia mi trabajo. Me ponían en ese estado el aire frío del río Guadarrama, el bacalao a la vizcaína altamente sazonado y una vaga soledad (estaba enamorado, la chica estaba en Bolonia). Y entonces me puse a escribir”.
Al salir las primeras luces del sábado tomó una de sus libretas de lomo azul, lápices y sacapuntas. Empezó con “Los asesinos”, un cuento sobre unos matones que llegan al pueblo estadounidense de Summit en busca del sueco Ole Andreson, exboxeador metido en líos con la mafia de Chicago. Tenía el cuento en la mente, pero había fracasado antes en su escritura. Amanecía en Madrid; en el Summit de la ficción eran ya las cinco de la tarde cuando Al y Max llegan a la cafetería Henry’s para esperar a Ole, que suele aparecer por ahí a eso de las seis. Tan pronto entre al lugar, será eliminado… Pero Ole no sale ese día de la pensión de Hirsch en donde vive (acaso reflejo de la Pensión Aguilar en la que Ernesto está escribiendo); se queda en la cama, vestido, mirando el techo; sabe que se ha metido en líos y que pronto morirá.
En el relato el narrador explora una de sus habilidades: el buen manejo de los diálogos. Primero está lo que conversan los matones en la cafetería entre ellos y con quienes ahí se encuentran: Nick, George y el chico negro de la cocina. Luego, la charla de Nick con el expeleador, a quien ha ido a advertir de la presencia de los asesinos. Y al final, las reflexiones de Nick y George al saber que al sueco le queda poco tiempo de vida y nada pueden hacer para evitarlo. En los diálogos no sólo se dan informaciones sino que circula por ellos el temperamento de cada uno de los que intervienen. Nick está contrariado. “No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a atraparlo. Es algo horrible”, dice. Y George lo aconseja: “Mejor no pienses en ello”.
Punto final. Merecía un buen almuerzo. Mientras lo hace, debe resaltarse que Nicholas Adams, el Nick de “Los asesinos”, es un personaje frecuente en las ficciones cortas de Hemingway. Está por aquí y por allá, como si en los cuentos habitara, oculta, la novela de Nick.
Regresó Ernesto hacia el mediodía a la Pensión Aguilar, se metió a la cama para calentarse y acometió otra historia, “Hoy es viernes”, puesta en escena acerca de tres soldados romanos que hacia las once de la noche se encuentran en una taberna y, con una ronda de vino tinto de por medio, hacen el recuento de un arduo día. De nuevo, todo se narra a través del diálogo. Al primer soldado le impresionó ese viernes la actitud de uno de los crucificados. “Yo creo que se ha comportado”, dice repetidamente. Por su valentía a la hora de que fue levantada la cruz (que es cuando se siente mayor dolor), decidió apagar el sufrimiento del crucificado clavándole una lanza mortal. Es otra forma de contar la crucifixión; los datos bíblicos se van soltando a cuentagotas, a través de la conversación de los soldados romanos: que los amigos de Jesús lo dejaron morir solo, que las mujeres lo acompañaron en el suplicio… Como en el relato anterior, no se narra directamente el suceso principal: Ole va a morir, pero esto será cuando el cuento termine; Jesús ha muerto, mas esto ocurrió al atardecer de ese viernes. Una historia está concentrada en una cafetería, la otra en una taberna. Y mediante los diálogos, que anticipan o comentan el suceso, se llega a sentir piedad por aquel que tiene, o tuvo ya, el destino trazado.
Cero y van dos. Un par de cuentos estaba bien. Nada mal para un sábado frío. Pero quería seguir. Por la nevada se había suspendido la corrida de toros de la Feria de San Isidro y tenía tiempo de sobra. Muchas historias rondaban por la cabeza de Ernesto, eran tantas que en un momento dado pensó que se estaba volviendo loco. “Así que me vestí y caminé a Fornos, el café de los viejos toreros, bebí café y regresé”, contaría luego.
Volvió a acomodarse en la cama, tomó la libreta, los lápices y el sacapuntas; garabateó esta frase: “Después de un cuatro de julio, Nick, que volvía a casa ya tarde en la gran carreta de Joe Garner tras haber estado en el pueblo, vio a nueve indios borrachos junto a la carretera”. Nick de nuevo. A propósito hay en el relato una suma que no encaja: se ve a nueve indios borrachos en la carretera. ¿Y el número diez? Se entera Nick al llegar a casa que la chica que pretende, una india llamada Prudence Mitchel, pasó ese cuatro de julio retozando con el indio número diez: un tipo llamado Frank Washburn.
Como Ernesto lo hizo ese 16 de mayo después de concluir el tercer relato, al final de “Diez indios” su personaje Nick (alter ego de Hemingway) va a la cama. Acaso ambos, Ernesto y Nick (uno en Madrid y el otro en la cuartilla manuscrita), oyeron entonces soplar el viento entre los árboles y lo sintieron colarse, frío, por el mosquitero. Se quedaron los dos un largo rato con la cara en el almohadón, al cabo se les olvidó pensar en Prudence y al final se durmieron. A Ernesto lo despertó el mozo, recordándole que no había comido. A Nick, por su parte, se le espantó el sueño en plena noche y escuchó el viento de los abetos y las olas del lago llegando a la orilla hasta que se volvió a dormir. “Por la mañana el viento era vendaval y las olas eran altas en la costa, y [Nick] estuvo mucho rato despierto antes de acordarse de que le habían roto el corazón.”
El domingo 17 de mayo Ernesto despertó con las primeras luces, tomó la libreta, un par de lápices y el sacapuntas, y se dispuso a escribir una nueva historia.
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