domingo, 10 de julio de 2011

Aguas civiles e íntimo decoro

10/Julio/2011
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Fue breve el periplo vital de Ramón López Velarde. Partió de Jerez para ir por Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí y llegar a la ciudad capital de “la suave patria”. En su seno se extinguió cuando apenas se acercaba a los treinta y tres años. “No se ha visto/ poeta de tan firme cristiandad./ Murió a los treinta y tres años de Cristo/ y en poético olor de santidad”, decía nuestro vanguardista total, José Juan Tablada, en el poema-retablo que dedicó a la memoria de López Velarde, el padre soltero de la moderna poesía mexicana.

En los años que pasó en el Seminario de Aguascalientes se acercó a los clásicos greco-latinos y se inició en la lectura de los autores del Siglo de Oro de España. Ya estudiante de Derecho en San Luis Potosí, lo deslumbraron los simbolistas franceses, especialmente Baudelaire (“entonces era yo seminarista/ sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”, dice en uno de esos poemas, en los que acostumbraba hacer burla de sí mismo), y leyó con cuidado a Othón (sabemos que admiraba su “Idilio salvaje”), Nervo, Gutiérrez Nájera, Lugones, Laforgue, Francis Jammes y Darío.

La antología publicada por la Secretaría de Cultura del DF contiene poemas representativos de las distintas etapas de la obra de López Velarde, y viene a sumarse a dos esfuerzos editoriales que buscaron difundir masivamente la poesía de nuestro padre soltero. Me refiero a la antología publicada en los cincuenta, en los Cuadernos de la Secretaría de Educación Pública, y a la que apareció en el número 49 de la colección Material de Lectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Intentaré en este breve ensayo comunicarles mi experiencia como lector de la poesía de López Velarde. No pretendo asestarles verdades inapelables o convertirme, como lo han afirmado algunos académicos de ánimo prusiano, en el dueño absoluto de la “interpretación y glosa” de la obra del poeta jerezano.

En primer lugar, pienso que la poesía tiene tantas interpretaciones como lectores que en ella se adentren, y está muy lejos de mi ánimo la pretensión de figurar como un especialista en los terrenos de una obra que admiro sin restricciones y leo constantemente. Su relectura me entrega algo nuevo, me obliga a rectificar sensaciones anteriores, me hunde en la perplejidad y me levanta gracias al asombro producido por la íntima esencia lírica de todas y cada una de sus palabras. Por otra parte y, para mayor abundamiento, sabemos que el poema habla por sí solo. Por eso el término “interpretación” no tiene mucho sentido. Recuerdo una respuesta dada por García Lorca en una lectura de su Poeta de Nueva York. Ante la pregunta así formulada: “¿Qué quiso decir en este libro de poemas?”, Federico, educada pero tajantemente, contestó: “Lo que dije.” Un testigo como el que en este momento los abruma con sus quisicosas (Unamuno dixit), debe limitarse a dar un testimonio, tanto de su experiencia de la lectura de los poemas antologados, como de su entusiasmo renovado por ella. El hecho de que camine ya los cortos pasos de la compasivamente llamada “plenitud adulta”, y de que sea oriundo de la misma región cultural de López Velarde, tal vez agregue algunos aspectos curiosos y, eventualmente, útiles a estas observaciones.

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