Laberinto
Hace rato que la forma convencional de escribir teatro ha cambiado radicalmente. Hoy pocos dramaturgos exigen que el director de escena respete la última coma en los diálogos de sus personajes. Son cada vez más los creadores que llevan al foro un texto basado en, tomado de, testimonio para… O simplemente optan por seleccionar poemas, aforismos o ensayos y realizan un texto de primer nivel. Hoy se escribe lejos de clasificaciones de género o estilo, más cerca de la hibridez, inclasificable todavía. Los nuevos dramaturgos, nacidos de los años 50 del siglo XX en adelante, están cambiando el panorama teatral. Los nombres que le voy a mencionar son sinónimo de garantía.
El teatro evoluciona igual que el resto del arte denominado tradicional. Eso no quita que persistan dramaturgos que, desde Sabina Berman, pasan por David Olguín y llegan hasta Ximena Escalante y Humberto Leyva: generaciones de escritores indiscutibles, capaces de profundizar en sus diálogos acerca de la esencia del ser humano y sus contradicciones, a través de las historias que nos estrujan en el escenario. Textos de los que destacaría su dramaturgia, quienquiera que los dirija; con buen o mal montaje, el poder de sus palabras es una marca, como ocurrió con Rodolfo Usigli o Emilio Carballido, irremediablemente.
No paro en lo anterior porque el espacio es corto. Continúo la ruta de explicación posible hacia las nuevas tendencias; aparecen los nombres de Luis Mario Moncada o Elena Guiochins, autores de escritos dramáticos igualmente basados en la vida y obra de personajes comunes, o entresacados de la literatura pero contemporaneizados. Literatos que han encontrado a su director, con puestas en escena dignas de recordar.
Hay otro tipo de escritor: esos directores que para sus proyectos realizan su propia dramaturgia, con un resultado brillante en su texto y montaje. Por ejemplo Mauricio Jiménez, que ha escrito y dirigido tres obras de primerísimo nivel: Lo que cala son los filos, basada en la historia de la conquista; El asesino entre nosotros, derivada del libro de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, y Los murmullos, un acopio de síntesis para revelarnos la grandeza de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas: un director y escritor que bien merece un ensayo, por su persistente trayectoria.
Otro reconocido por al menos una obra: Antonio Serrano con Sexo, pudor y lágrimas. Un caso inédito: Claudio Valdés Kuri y su compañía Teatro de Ciertos Habitantes, con De monstruos y prodigios y El gallo, como mínimo, y otros dos directores-escritores recién descubiertos: Luis Alberto Gallardo y Richard Viqueira. De todos me ocuparé en otro momento.
Resta decir que sus resultados son deslumbrantes. Son mis preferidos, no por gusto personal sino por su historia en el teatro. Como se deduce de lo escrito, cada vez me gustan menos los, digamos, directores tradicionales con sus dramaturgos ídem. Ese tipo de teatro ha sucumbido en espectáculos convencionales o, peor, comerciales, aptos para todo público, no para los que exigen en las tablas innovación lingüística, kinésica y proxémica; búsqueda y ruptura sin resquebrajamiento de la mejor tradición, como única posibilidad de renovación escénica.
Ese es el nuevo mapa de la dramaturgia en movimiento: la renovación del teatro en ascenso. De ellos son los cambios radicales en el teatro mexicano.
Ni modo, el espacio se acabó.
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