El Universal
“Se me ha ocurrido una idea”, escuchamos decir a un iluminado. Y lo más sano es no creerle. De cuantas ideas pasan por nuestra mente sería arrogante creer que alguna nos pertenece o que somos dueños en sentido estricto de su origen (nunca poseemos una idea). Lo que nos da la ilusión de poseerla no es sólo el hecho de que aceptamos su verdad o la consideramos cierta, sino sobre todo de que la decantamos o damos vida en el momento de expresarla por medio de palabras. Las ideas son nebulosas por constitución, son nubes en movimiento cuyo contorno cambia en cuanto ellas avanzan empujadas por el viento. Solamente Funes el Memorioso, en el célebre relato de Borges, podría atrapar por un instante la forma de una nube en su mente y recordarla muchos años después sin variaciones. La memoria de este hombre, que nunca aprendió a pensar, podía contener la forma de las nubes australes sucedidas en cierto momento y compararlas, en el recuerdo, con las vetas de un libro o con otros objetos disecados en su memoria. El orden en su mente se producía cuando Funes comparaba imágenes entre sí, de manera que las nubes de un otoño lejano le hacían recordar las líneas de la espuma que un remo producía en las aguas de un río en una mañana de marzo. Pero, a diferencia de Funes, las personas comunes no somos simples observadores que guardan imágenes en su memoria, sino seres que piensan y que se equivocan constantemente en sus apreciaciones. Y así como las nubes se desplazan en el tiempo las ideas cambian de rumbo o se disipan formando nuevas variaciones.
¿Cómo entonces apresar una idea sin que ésta se desvanezca en las manos? Es inútil porque las ideas no son cosas, sino horizontes hacia los que se avanza un tanto a ciegas sin más certeza que el movimiento mismo que provoca su aparición en lontananza. Lo que sí es posible es que las ideas tomen un nuevo rostro cada vez que abandonan su estado nebuloso para ser sentidas, reflexionadas y expresadas por una persona que posee una vida que le es propia e inédita (entonces hacemos nuestra la idea). Por eso la literatura es importante en una época en que la imaginación tiende a convertirse en un ejercicio visual o en una mera hoja de cálculo (esa vieja premisa de Hobbes la cual afirma que pensar es igual a calcular). Lo que provoca que una idea —e incluso una imagen— posea sustancia y peso es el hecho de que ha sido narrada o expuesta por una sensibilidad humana y que, de ese modo, nos muestra un mundo que nos pertenece y no es nuestro al mismo tiempo: decir “tengo una idea pero no puedo expresarla” significa en realidad no tener la idea porque se carece de un lenguaje que le dé vida.
Que una novela, una poesía o un relato puedan transformar una vida no se debe a que contengan un mensaje preciso, sino exactamente a lo contrario: los textos han sido escritos palabra por palabra y eso quiere decir que el escritor, a través del lenguaje, expresa un mundo que nos concierne y que no puede resumirse en una anécdota o en una moraleja (formas robóticas de la imaginación). Hay que leer de principio a fin la obra renunciando a las interpretaciones sencillas o al resumen, porque de lo contrario se pierde lo esencial en la literatura: vivir una historia en palabras que no son nuestras e incluirnos y conmovernos con ellas. Ha escrito Iris Murdoch que “el desarrollo de la conciencia de los seres humanos está inseparablemente relacionado con el uso de la metáfora” y por lo tanto relacionada con la literatura y las artes que si bien no nos dan consejos morales o económicos a manera de recetas elementales, nos ofrecen ideas acerca de la ética o la economía desde la perspectiva del drama o de la pasión humana. ¿Para qué más?
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