El Universal
Hace un tiempo un periódico español me pidió escribir unas líneas sobre el escritor Roberto Bolaño que recién acababa de morir. Si bien no recuerdo qué cosa argumenté en ese momento sí he guardado en la memoria lo siguiente: si debiera seleccionar 50 libros para hacer una brevísima biblioteca no tomaría ninguno de los que ha escrito Bolaño. Traigo esto a cuento porque si bien se trataba de un gran escritor, el revuelo que causa su literatura me parece un tanto pintoresco. Cuando un escritor muere su hipotético deber sería ponerse hombro a hombro con los muertos más que sumarse a quienes aún tienen la desgracia de existir. Su lugar está entre los muertos, no entre los vivos. Entonces podríamos compararlo con otros integrantes del panteón literario como Kafka, Walser, Wilde, Chejov, Borges, Arlt, Bernhard, McCullers, Poe, Tolstoi, Cortazar y muchos otros. El asunto en este caso es que yo poseo cincuenta nombres antes que el del magnífico escritor chileno. A veces tengo la impresión de que tanta alharaca proviene más de una ausencia de gusto o de conocimiento que de pasión por la literatura.
Hermann Broch, a quien cito sin haber leído a fondo (Broch carece de fondo), dice que la única moral de la novela es el conocimiento y que es inmoral aquella novela que no descubre parcela alguna de la existencia hasta antes desconocida. Eso escribe Broch y yo estoy de acuerdo con su afirmación (me pregunto por qué me causan tanta atracción los escritores austriacos si aquí no hace tanto frío y la amargura mexicana no ha producido todavía literatura desquiciada). Si la novela no es conocimiento y no trae a este mundo algo que no existía antes, entonces no se aproxima al arte y ya puede ir cavando su tumba: si nada más es entretenimiento o testimonio de la realidad no tiene un lugar seguro en los tiempos actuales pues el cine o las series de televisión han avanzado mucho por estos caminos. El cine ha contado todas las historias posibles en tan sólo un siglo de edad. El entretenimiento es necesario para hacer más soportable la vida, pero es un punto muerto, un respiro antes de avanzar en alguna dirección. Por eso creo que las novelas no sobrevivirán si sólo aspiran a ser un pasatiempo o a contar una buena historia. El cine y las series de televisión están llenas de buenas historias y un ejército de guionistas se hallan dispuestos a crear una buena historia a cada segundo. Ahora, mientras escribo este artículo, los guionistas del orbe han escrito ya varias obras “inolvidables” que veremos pronto en la pantalla.
Esto me hace pensar que las buenas novelas son las que no pueden ser llevadas al cine. Es inútil llevar estas obras al cine porque cuando son desplazadas a un lenguaje distinto al suyo pierden casi todo en la travesía. ¿Una buena novela? La que no puede ser llevada a la pantalla y que se resiste a ser comprendida en otro lenguaje que no sea el escrito, así como una anciana se niega a correr al ritmo de los niños. Traducir una buena novela a otra lengua puede llamarse entropía, pero insistir en llevarla al cine es virtualmente suicidio. Por cierto, una virtud de la novela es hacerse vieja demasiado pronto (quiero decir sabia y reacia al manoseo publicitario). Si la novela tiene sentido es porque es una anciana prematura. El insulto o desprecio de los jóvenes pone a los viejos de nuevo en marcha pues los invita a la guerra. Y todo vuelve a comenzar. Por eso las amenazas de los medios electrónicos en contra de la literatura resultan estimulantes para algunos escritores. Una vez anunciado nuestro fin podemos comenzar a escribir novelas armados de una renovada tranquilidad, aunque esta extraña calma provenga del desasosiego.
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