Laberinto
La primera imagen queda para siempre. Un escritor mexicano de veintiún años, el más joven entonces de los miembros del Ateneo de la Juventud, publica su primer libro de ensayos en París. El libro se llama Cuestiones estéticas (1911). No es un libro, es una cápsula de eternidad. Sus apretadas páginas lo consagran como la inteligencia literaria más perfecta, o cuando menos, más precoz de la literatura mexicana del siglo XX. Sólo un escritor tocado por el sino del genio podría haber escrito este portento de prosa intelectual que sigue asombrando el día de hoy, y que se mantiene intacto con el paso del tiempo. Muchos años después, en la Historia documental de mis libros, el propio Alfonso Reyes se pavoneará de los logros de los ateneístas, autodidactas aferrados que construyen ellos mismos sin ayuda de nadie el edificio de su erudición. Si esta agrupación de escritores significaba a decir de Reyes “el amanecer de una nueva era”, las Cuestiones estéticas son como el rayo que anuncia el despuntar del día. A cien años de su publicación, este libro continúa vigente por la firmeza de su trazo y por lo adelantado de sus posiciones que de cierto modo lo convierten en un manifiesto de nueva estética literaria.
Aunque el volumen se abre con una disquisición acerca del teatro clásico griego, se sigue con un texto acerca de la novela Cárcel de amor de Diego de San Pedro, y pasa de lado con un comentario acerca de la simetría en Goethe, los ensayos que capturan la atención y que aportan el dato actualista son los dedicados a la poesía de Góngora y Mallarmé. En efecto, adelantándose con mucho a los españoles de la generación del 27, y desbrozándoles el camino, por así decir, Reyes reivindica a Góngora y lo convierte en una suerte de hermano gemelo de los nuevos poetas, seducidos desde entonces por las posibilidades de la poesía pura. Con pulso firme de cirujano, el joven Reyes sostiene que es necesario extirpar “aquel hacinamiento de errores que la rutina ha amontonado sobre Góngora” y que “parece un quiste incrustado en un organismo vivo.” No sólo reivindica el oficio poético del andaluz, representante de “una conciencia artística más pura”, sino que observa que “la tendencia gongorina de huir hasta los nombres de los objetos y de envolverlos en perífrasis” (…) es “tendencia, o mejor obsesión, por ir caminando sobre las puras cualidades de color y de sonoridad que tienen las cosas.”
Se diría que, tocado por “la fiebre de la perfección artística”, aunque todavía mejor, “arrebatado por su lirismo”, Góngora se habría empeñado en “retratar con palabras sus emociones musicales y coloridas.” Adviértase el giro novedoso que introduce el autor: antes que copiar objetos, acciones o asuntos, como podría haber dicho cualquier tratadista, según Reyes lo que imita Góngora son sus emociones musicales y coloridas. De golpe el realismo literario es ya un edén subvertido y hasta periclitado. La realidad misma es acaso lo que menos interesa, pues lo que tiene prioridad son las imágenes mentales, verdadera fuente de la creatividad artística.
En esta misma tesitura Reyes habrá de leer a Mallarmé. Contra la opinión corriente de muchos de sus colegas (según una maligna declaración de Vasconcelos, Mallarmé sería de la clase de poetas que se leen con una sola mano…), Reyes se deshace en elogios ante las “cerebraciones” de un autor que se propone una nueva idea del libro y que no rehúye los difíciles problemas que plantean las cosas negativas, lo no existente, la nada. Las técnicas de Mallarmé se le aparecen a Reyes, él mismo así lo declara, como si fueran las tesis de un nuevo Zaratustra estético. Encuentra en ellas una elipsis ideológica que se sobrepone a la gramatical. Mallarmé habría desarrollado una gran destreza para evitar las transiciones e ir de modo directo hacia lo sustantivo, a través de intuiciones de una enorme eficacia. De aquí la “extrema rapidez de su lenguaje, siempre más allá de lo que sería la frase habitual.” (O sea: el lugar común.) Por si esto no bastara, el joven Reyes observa con agudeza que “hay con frecuencia objetos e ideas que apenas apunta, que sugiere lejanamente, dejando sólo que el espíritu reciba un sentimiento del objeto, pero sin que pueda percibir el objeto con claridad, abarcarlo: es decir, que el lenguaje de Mallarmé imita los fenómenos y la marcha de la conciencia.” (Subrayados de Reyes).
Ya se ve hacia adónde apunta este elogio: hacia el descrédito del realismo y de una concepción demasiado estrecha de la teoría de la imitación. Mejor que evocar la cosa, toca al texto literario evocar el sentimiento de la cosa; antes que copiar los objetos del mundo real, el arte debe imitar la fugacidad de los fenómenos y los movimientos de la conciencia. ¡Movilidad, movilidad ante todo!
La propuesta de Reyes asombra por su modernidad, y por su cercanía sin duda involuntaria con los temas de la fenomenología; pero esta modernidad abreva en gran parte en fuentes antiguas. En efecto, la teoría de la imitación de Aristóteles se ve modificada y enriquecida con recursos que, provenientes a la vez de Platón y Plotino, se ajustan de modo perfecto a los parámetros de la obra contemporánea.
El largo ensayo acerca de la tragedia griega con el que se abre el libro, y que pareciera pecar de excesiva casuística, corrobora de golpe esta línea de pensamiento de indudable originalidad. La tragedia griega, según Reyes (y aquí se adivina de qué modo ferviente ha leído también a Nietzsche) “no se queda en expresar las fuerzas físicas con elementos humanos, sino que espiritualizada, habiendo pasado de sentimental a filosófica, deja a poco las fuerzas naturales aparentes para retratar las fuerzas metafísicas del universo.” Contra lo que muchos opinan, el fin de la tragedia no es retratar al hombre, sino la idea encarnada en él. “La imitación de lo humano, ineludible en el caso, no tiene pues su fin en sí misma, sino en lo que por ella expresará el poeta, que es lo universal. El poeta trágico usa de los hombres para expresar cosas supra-humanas…”
Esta apelación simultánea a lo universal y a lo supra-humano, si no me equivoco, corrige la poética de Aristóteles en la misma medida en que se adscribe a un vitalismo metafísico que deriva de Nietzsche pero que igualmente intenta trascenderlo.
Un sobrevuelo alciónico hace que el joven Reyes se remonte sobre la muchedumbre y enfile hacia el reino de lo ideal, de lo inextinguible. El Reyes maduro de El deslinde, su libro de teoría literaria, no es en lo esencial sino un desarrollo y una culminación de lo que ya se apuntaba como la columna vertebral de estas Cuestiones estéticas. ¿Qué es el fenómeno literario? ¿Cómo elaborar ideas capaces de asir este fenómeno mercurial y que siempre se escapa? Donde el joven Reyes se mostraba preocupado por dar “expresión de las apariencias del instante”, que no otra cosa es la literatura, el Reyes postrero de El deslinde propondrá para bien o para mal con todas sus letras una “fenomenología del ente fluido”.
Libro asombroso y casi perfecto, en el que, como he tratado de precisar, existe un hilo conductor de muchos quilates, las Cuestiones estéticas también dejan ver algunos de los defectos que repercutirán a la postre sobre la perduración de la obra: la inclusión de algunos textos de ocasión, como el comentario acerca del 15 de septiembre y la secuela de esta fiesta nacional en la novela mexicana, de cierto sabor patriotero, o que enfocan alguna temática lejana, como el texto acerca de los proverbios y las sentencias vulgares con el que se cierra el volumen. Este último ensayo de naturaleza filológica centrado en la paremiología… es obvio que nada tiene que ver con los altos asuntos de la imitación literaria de los que se ocupaban los ensayos centrales. Rompe pues con el aire de unidad que ya se había conseguido.
Hace poco Hugo Hiriart, en su libro El arte de perdurar, se preguntaba por qué la obra del ensayista Reyes no alcanzó la gloria literaria que se supone debía merecer. Las razones que esgrime me parecieron sugerentes pero no siempre precisas. Al describir este repunte del genio que cabalga con audacia sobre las páginas de las Cuestiones estéticas, y que remansa en la época tardía con libros como La crítica en la edad ateniense, La antigua retórica o el ya antes citado El deslinde, me queda claro que los motivos del fracaso de Reyes obedecen a dos causas generadas por él mismo. Primero, a que intentó reinventarse o refundarse a mitad de camino y convertirse en un autor académico, en un tratadista, a veces incluso en un filósofo, con lo que traicionó su clara vocación por el género del ensayo, que es ligero y juguetón por naturaleza. Pensó, y pensó mal, que por este camino adquiriría estatuto de autor “serio”. Segundo, porque creyó que todo lo que escribía era de primera importancia. En consecuencia, publicó textos admirables al lado de minucias intrascendentes que de manera invariable llegaban a libro, craso error, y que del libro sin mayor criterio vinieron a parar en las obras completas. Alguna vez Borges, que tanto lo apreciaba, dijo que no había nada peor que unas obras completas demasiado completas. No me extrañaría que estuviera pensando en las de nuestro Alfonso Reyes.
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