lunes, 20 de diciembre de 2010

El miedo al penalty

20/Diciembre/2010
El universal
Guillermo Fadanelli

Nunca había escrito acerca de deportes en esta columna. Pareciera que una vez entregado a los libros y a la escritura tendría yo que haberme olvidado de ese pasado bochornoso rico en entrenamientos y competencias ridículas. Yo jugaba baloncesto y cierta vez, al entrar al baño del frontón cerrado donde practicaba la selección de la UNAM a la que yo pertenecía, descubrí que alguien había dibujado en la pared la imagen de un hombre musculoso que tenía un cacahuate por cabeza. No me sentí ofendido porque me imaginé que quien había hecho ese dibujo era un enclenque que se tropezaba con sus propios pies y que se sonrojaba cuando una mujer le dirigía la palabra (guerra de lugares comunes). No todos los jugadores hemos sido tan pusilánimes ni tan cortos de expresión. Yo solía insultar a los árbitros de manera sutil de modo que no sabían si los estaba halagando o les hacía un reproche. Por otra parte me intrigaba el comportamiento de los jugadores a la hora de entrometerse en una situación complicada o de aceptar su derrota: nunca he visto tantas lágrimas en el piso como en aquella época. No cualquiera resiste la presión de estar en la banca ni el peso de un público que al volverse masa cae como una losa sobre el ánimo de los competidores. A mí el público siempre me importó un pepino e intenté concentrame en meter la pelota en la canasta. Sólo una vez reparé en él cuando mi padre fue a verme jugar al gimnasio Juan de la Barrera. Entonces ofrecí el peor partido de mi vida. Mi entrenador estaba sorprendido de mi mala actuación. ¿Cómo decirle que el público había tomado el rostro de mi padre y por primera vez se había vuelto extremadamente real?

En su novela El periodista deportivo, Richard Ford escribe que “no es ninguna pérdida para la humanidad que un escritor decida dar por terminada su labor. Cuando un árbol cae en la selva ¿quién se preocupa salvo los monos?” Y en seguida dice que los deportistas le parecen tan auténticos y tan conscientes de sí mismos como los antiguos griegos. Yo comparto esa misma visión y me lamento de haber abandonado el deporte en aras de la literatura. Ser un calvo obeso que escribe historias no es nada halagador y el cuerpo debe estar presente en todo lo que hacemos. Qué más quisiera que ser una mónada de Leibniz y existir sólo como una molécula metafísica pero a donde quiera que vaya tendré que cargar con este montón de huesos desabridos. Quien haya leído El miedo del portero al penalty, de Peter Handke, sabrá que un portero no puede tener sino pensamientos oscuros, nebulosos e inadecuados. No se puede vivir de manera cuerda cuando la pelota amenaza todo el tiempo con entrar a la casa que el portero cuida con tanto celo. A mí me sucede lo mismo cada vez que se acerca el día en que debo pagar la renta: mi carácter se transforma y un miedo inabarcable se apodera de mi ánimo.

En El brillo del diamante ha escrito Jorge “El Biólogo” Hernández (al alimón con “El Abulón” Hernández) que el beisbol es el único deporte en el cual la defensiva siempre tiene la pelota y así ha sido siempre desde que este deporte inició hace dos siglos y medio en las riberas del Hudson. Yo no había reparado en esta cualidad pero creo que un deporte donde quienes defienden tienen siempre la pelota debe ser un juego bastante sabio. Los que atacan todos son iguales (acaso unos más habilidosos que otros), en cambio quien defiende preserva la vida contra la humillación. En determinada etapa de la vida uno se vuelve defensivo y ya no quiere soltar la pelota. En esas estoy.

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