El Universal
Ha escrito Simone Weil, en La gravedad y la gracia, que es imposible perdonar a quien nos ha hecho daño si ese daño nos ha humillado y rebajado. Y sugiere pensar, aun cuando no sea verdad, que ese daño no nos ha denigrado sino que, por el contrario, ha elevado de rango nuestro espíritu. Yo no sé si Simone Weil posee una filosofía ordenada pues me es difícil comprender sus escritos, muchas veces farragosos y crípticos, sin embargo sus momentos de iluminación envuelven al lector y lo transforman por instantes en otra persona. Cuando dañas a alguien impunemente, descansas y permites que sea el ofendido quien consuma esa energía en su sufrimiento o en su necesidad de venganza, escribe Weil. Y añade que la muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre por lo que hacer mal uso de ella es impío y nos rebaja como seres humanos. Matar a medias, mal morir son actos crueles porque su desperdicio afecta nuestra capacidad de vivir una muerte plena, liberadora, absoluta.
Ya he dicho que Weil es un tanto críptica y las frases anteriores nos dan fe de esos turbios e impredecibles razonamientos. Y, no obstante, el lector completa las sentencias o manías místicas de la escritora francesa con las manías propias, como procedo yo mismo ahora en este artículo. En mi opinión, la amistad es una de los más grandes privilegios a los que puede aspirar un ser humano. Me refiero a la amistad como a una acción que recorre un campo de aventuras, no cuando es un punto inanimado. Hablo de la amistad cuando se hace evidente y se desborda, no cuando se calcula o se ahorra de manera miserable. Y pese a lo generosa que pueda ser esta relación tiene que terminarse algún día pues en su ser esencial la amistad copia a la muerte. No hay amigos para toda la vida, aunque el recuerdo de esos amigos perdure por siempre, nos haga más dignos y vuelva nuestro pasado más honroso. El dilema es que para copiar la muerte hay que tener fortaleza e imaginación y no andar mal matando con rumias cobardonas y degradantes a quienes nos han querido. Por eso, siguiendo a Weil, es imposible perdonar a aquellos que nos hacen daño si no es asumiendo como un gasto de nosotros mismos ya no sus golpes sino su miseria: no saben morir porque su vida siempre ha sido habitada a medias y de esto también tenemos que hacernos cargo nosotros.
“Porque rebosa vida el diablo no tiene ningún altar”, ha escrito otro pregonero de la desgracia vital. Y esta frase de Cioran me parece cargada de malvada inocencia porque habla de la muerte desde un rotundo amor por el vivir. Si nos ahorramos la idea del diablo y sólo decimos que quien rebosa vida no requiere ningún trono o altar entonces nos estaremos acercando a una buena concepción de la amistad. La amistad no requiere declaraciones ampulosas para manifestarse, y cuando se transforma en difamación del antiguo amigo, en daño constante y en habladuría permanente entonces rebaja al otro a su condición y lo somete a una carga que no le corresponde, como ha citado Weil unas frases atrás.
En un ensayo de Richard Rorty cuya lectura recomiendo a todas las personas a quienes les interesa la idea de la justicia (“La justicia como lealtad ampliada”), el filósofo dice, en pocas palabras, que si las personas que pertenecen a una sociedad se preocuparan por los desconocidos tanto como lo hacen por sus amigos, entonces la justicia no tendría necesidad de pomposas explicaciones racionales. Bastaría ver en el otro a un amigo a quien se le propina lealtad. Describo esta propuesta de manera somera, pero en esencia consiste en lo que acabo de escribir. Y, sin embargo, la desgracia nos acecha porque si bien podríamos tomar como deseable la propuesta de Rorty yo me preguntaría: ¿qué sucede con tantos amigos que no saben morir y que cada día intentan dañarnos con sus comentarios y con el peso de su vida moribunda? Pues no está claro que la lealtad sea un valor constante en las amistades más fuertes o excepcionales. Hablo de una lealtad que debe demostrarse, para honrar al pasado, justo cuando la amistad termina porque de lo contrario todo se pudre, se mal muere, se hace uno desgraciado. Con esa clase de amigos no se puede hacer sociedad, le objetaría la cruda realidad al filósofo. En fin, yo intento demostrar mi lealtad a los amigos que ya no lo son, y hasta ahora he tenido fortuna. No les hago cargar mi mediocridad en la espalda.
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