Laberinto
Curioso boomerang de la memoria: por años se percibió a la Revolución como un hecho bélico distante, superado en cierto modo por la historia (porque la Revolución se hizo gobierno, rezaba el discurso oficial), y ahora, a cien años de que iniciara el movimiento armado, asuntos del paisaje de entonces como los fusilamientos es de nuevo común encontrarlos en los diarios, como si en lugar de avanzar se estuviera regresando a uno de los posibles puntos de partida. Por este doloroso retorno a la violencia en que vive el México del 2010, al sumergirnos en los cuentos de la Revolución ocurre esa extraña dislocación de la memoria o engaño a la vista (trompe l’oeil) de no saber si se describe el arranque del siglo XX o el comienzo del siglo XXI. Para nuestra desgracia (o para fortuna nuestra como lectores mas no como ciudadanos), la distancia que teníamos con esa literatura se ha ido acortando.
Quizá también cobran actualidad las reflexiones que subyacen a los relatos de tema revolucionario sobre cómo contar una realidad en constante movilidad. Entre los autores de esta corriente se hallan José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Julio Torri, fundadores del Ateneo de la Juventud, que en el célebre ciclo de conferencias de agosto y septiembre de 1910 empezaron a discutir las bases filosóficas de la educación porfirista cuando a los pocos meses vino la Revolución y los alevantó. En los cuentos [sobre la Revolución] de estos tres escritores puede verse el modo como cada quien resolvió, desde su exquisita preparación universitaria, el enfrentamiento inesperado con la guerra. Vasconcelos, por ejemplo, especula en “El fusilado” sobre el tránsito interior entre la vida y la muerte, el paso de lo corpóreo a lo espiritual, en un cuento que pone un pie en lo fantástico: “recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado”, pasaje que acaso prefigura un texto posterior de Francisco Tario, “La noche del traje gris”, en donde es el vestido el que desecha un cuerpo humano inerte y sale a caminar por la ciudad en busca de aventuras amorosas con prendas femeninas.
Julio Torri también halla una forma “estética” de salvar su encuentro con la lucha armada, y lo hace en “De fusilamientos” a través de la mirada irónica, al acusar las maneras toscas y torpes de los que participan en esos rituales mañaneros de que habla el título: la mala educación de los jefes de escolta, el deplorable aspecto de los soldados rasos, la tosca sensibilidad del público… El contraste entre lo grave del suceso y la forma fría o distanciada de asomarse a él crea ese territorio, en cierta forma nuevo para la literatura mexicana, en donde dicha frialdad, despreocupación o incluso futilidad aparentes (cual si se hablara de cómo comportarse en una cena o un concierto) resultan, sin embargo, vías más efectivas para acceder a lo terrible.
En Martín Luis Guzmán hay también ese alejamiento, y al detallar el proceso de preparación y desarrollo de una “fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte” retrata a su creador, el feroz Rodolfo Fierro, como todo un artista que cuida uno a uno los detalles de su obra y al que incluso agota su ejercicio por lo que requiere de inmediato, al despachar al último de los trescientos (o 299) colorados que él solo ejecuta, los cuidados de un niño que luego de hacer sus travesuras cae a la cama vencido por el sueño y debe ser arropado. En el párrafo inicial de “La fiesta de las balas” se pregunta el autor “qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte; si las que se suponían estrictamente históricas o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales”. Y se define por las leyendas porque eran “las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia”, prefiriendo, pues, como diría Borges, a la verdad histórica, la verdad simbólica.
El periplo de los ateneístas es representativo de lo que afectó en el siglo XX a la literatura mexicana: de los pasillos de las academias fueron inesperadamente empujados a recorrer la República, y ese trayecto obligado modificó tanto sus conciencias como sus obras. Además, si con la Revolución institucionalizada la historia oficial comenzó a fungir como máscara de la realidad, los cuentos y novelas revolucionarios, y los que le siguieron, han sido testigos fieles de nuestro devenir, le han sabido tomar el pulso a un país que a ratos camina como los cangrejos y que con obstinación enfrenta, a cada tanto, los mismos fantasmas. Asomarse al ayer a través de estas ficciones breves es encontrar, así, aquello con que se enfrentó Elena Garro: los recuerdos del porvenir.
Una versión ampliada de este texto aparecerá como prólogo a la colección Nueve cuentos de la Revolución mexicana, que en breve pondrá en circulación la Dirección de Literatura de la UNAM.
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