domingo, 7 de noviembre de 2010

No es que esté feo, sino que estoy mal envuelto je-je

Octubre/2010
Nexos
Carlos Monsiváis

No hay que estar ciego desde ningún punto de vista.
—Stanislav Reyi Letz

Pórtico
A) La señora en el mercado a su hija:
—Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita.

B) El cantante de fisonomía reciamente nacional en el escenario del teatro de revista:
—Les saluda su amigo el guapo... No es que esté feo
sino que estoy mal envuelto... Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán.


Los pelados, los léperos


Primero fueron los léperos (“la leperuza”) y los pelados (“el peladaje”, quienes derivaron su nombre de status y ontología: “estar pelado”, sin ropa concebible, en esa perpetua radicación en el futuro que es la carencia de pasado y presente). Los nombres no describían situaciones económicas o políticas: eran estrictamente sociales. Fuera de las horas de trabajo y explotación, la clase dominante no distinguía ni quería distinguir las variedades de la vida popular. Era pedirle demasiado habiendo voces peyorativas que ubicaban y perpetuaban un anonimato histórico y le procuraban un rostro único a tantas presencias extrañas y (ocasionalmente) amenazadoras. Léperos y pelados le aportaron su elocuencia informe a los saqueos (“Entonces —refiere Payno en Los bandidos de Río Frío— ya no tuvo límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendajón y en instantes lo dejaron vacío”) y se esparcieron como la turbamulta que se deja conquistar sin oponer más resistencia que el acecho adulón a los vencedores o se deslizaron en las páginas de las novelas, de Lizardi a Juan A. Mateos, de Mariano Azuela a Carlos Fuentes, para otorgarle paisajes rumorosos y festivos héroes y hazañas. A esta plebe la “gente decente” (la Sociedad Mexicana) la vio siempre nebulosa y afantasmada y la castigó por añadidura bautizando en su deshonor las “zonas prohibidas” del lenguaje: las “leperadas”, las “peladeces”. Expulsados del paraíso, los desplazados quedaron a disposición de las escenografías costumbristas para negárseles en cambio esa incapacidad de concreción que es la falta de “urbanidad” y “buenas maneras”. Sin sociedad no hay personalización. ¿Alguien recuerda, fuera de las prontamente comercializadas leyendas de bandoleros sociales, Chucho el Roto o el Tigre de Santa Julia, a un lépero o a un pelado que en nuestra literatura se represente a sí mismo y no a la tipicidad, que sea algo más que una abstracción tediosa o ridiculizable?

A lo largo de la novela de la Revolución, persistió el deseo de identificar al Pueblo con la barbarie. En la “bola”, los escritores vieron a los campesinos armados desplegarse ingenuos, crédulos, zafios, rudos, vulgares, crueles, insaciablemente criminales. Sus equivalentes citadinos, por lo contrario, no fueron vistos con temor sino con risas. En la urbanización de la violencia popular, en la transposición del mundo de la Naturaleza al mundo de la Sociedad, se van demostrando las singularidades del control largamente ejercido y de un mayor juego de asimilaciones. El teatro frívolo introduce a la relajienta gritería de su auditorio la primera tipología de los pobres urbanos y de sus lenguajes: los peladitos y las peladitas, los borrachitos que dicen la verdad para atenuar la lástima, las indias ladinas y pueriles que en su idólatra asombro se dejan engullir por la ciudad, las prostitutas y los albures como las únicas referencias públicas a la vida sexual. El peladito es bienvenido: por vía de la caricatura inevitable, a los marginados de la ciudad de México se les reconoce el derecho a rostros, gestos, entonaciones, vocabulario. La burguesía celebra al peladito: la risa como técnica de volver inofensivo al enemigo latente. El pelado ríe del peladito: la risa como gratitud al verse tomado en cuenta así sea de modo grotesco.

En la carpa, en el teatro frívolo, la eclosión a mediados de los treinta es Mario Moreno Cantinflas, el peladito que, con vigor dual vuelve presencia y ocultamiento a la fuerza popular que encarna. Los marginados festejan lo que hay en él de popular. Los incluidos (sabiéndolo o no) se entusiasman con lo que hay en él de inofensivo. Cantinflas agrada, complace, qué divertido con su indumentaria popular que sin más trámite se torna disfraz, la gabardina y el pantalón por debajo de la rodilla y la angustia dislálica por hacerse de un idioma: “Cada quien por su lado / ya ve / pues vamos a ver / se acabó...”. Engarróteseme ahí. Por la intercesión de Cantinflas el peladito queda inmóvil pese a su cabeceo y su manejo dancístico del cuerpo que se combina con la emisión laberíntica de frases que nada significan ni nada pueden significar. El habla-por-aproximación se petrifica: cómo serás gacho, soy bien chicho, de atiro me cae suavena y Zacuanpan le dijo a Botas, si ya no te gustan éstas mi compañero trae otras. El albur, mi hermano, y a lo mejor el peladito no fue así o no quiso ser así o le daba igual o era completamente distinto, pero como no disponía de voz ni de canales expresivos así se le registró y así —a través de los medios masivos— la clase en el poder se ha ido imaginando a las clases populares y, al no haber de otra, las clases populares se han dejado colgar ese santito. Rondas infantiles bajo la autocracia: lo que dice la mano que es la tras, eso es la tras.

La correspondencia entre los designios de la mentalidad clasista y la obediencia de la realidad se da fundamentalmente a través del cine. ¿Con qué autoridad pueden los pelados y léperos de las butacas discrepar de la imagen (tono de voz, visión del melodrama, sentido del humor, decoración hogareña y vestuario) que se entroniza en la pantalla? El vulgo le bebe los vientos a sus arquetipos: David Silva en Campeón sin corona o Esquina bajan, Víctor Parra en El Suavecito, Pedro Infante en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, Adalberto Martínez Resortes en Los Fernández de Peralvillo, Fernando Soto Mantequilla en cualquiera de sus películas. El peladito no agrede, no inquieta, no interrumpe. Es ya uno más de los sueños regocijados del desarrollismo.


La aparición del naco

A finales de los cincuenta y a principios de los sesenta, se desentierra en la ciudad de México una ofensa quintaesenciada, “naco”, voz aplicada con insolencia creciente. Los nacos, aféresis de totonacos, la sangre y la apariencia indígena sin posibilidades de ocultamiento. El término se pretende más allá de la ubicación socioeconómica (como antes se dijo: “tendrá mucho dinero pero en el fondo sigue siendo un pelado”, ahora se declara: “Ni cien millones más le quitan lo naco”) pero la naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un mundo sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas. Lo que testimonios antropológicos como Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis van descubriendo, de inmediato se vuelve folclore urbano. ¿Quién se preocupa por la vida de relación de la naquiza, por los vínculos y las contradicciones entre su fisonomía y sus posibilidades de éxito, por su aprehensión del mundo circundante? La izquierda misma niega la existencia de problemas sociales y en todo caso remite su solución al advenimiento del socialismo.
Lo que carece de poder, carece de rasgos nítidos: los artistas mejor intencionados terminan viendo en los labios abultados y los bigotes ralos la clave de su comprensión política del asunto. No hay relato de los orígenes ni hay mitificación: el pelado no es mítico sino típico, le corresponde no lo ritual sino lo pintoresco y un novelista como Carlos Fuentes puede todavía derivar, en La región más transparente, a personajes como Gladys, Beto y el Tuno, de la galería circense de las películas mexicanas.

Sin embargo, como sus antecesores, la naquiza tiene historia, tiene sociedad y dispone de su estética, nos guste o no, lo sepamos o no. Su historia: el desprecio imperante ante el perfil de un indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén ante el brillo (no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional) de la chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y encomia la voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su historia: la opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma de autoridad, los asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo cuarto, el arribo a la ciudad entre expropiaciones de cerros y enfermedades endémicas y quemadores de petróleo en construcciones de cartón o de adobe o de material de desecho con piso de tierra o de cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o irse quedando entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado agrario y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el tendajón como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras culturales, el ámbito del vecindario y del compadrazgo como la identidad gregaria que se exhibe en la vasta cadena de bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios, defunciones, quince años, graduaciones de primaria o de academias comerciales, compadrazgos de escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de alumbraciones y consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de comentaristas deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de radionovelas, telenovelas y fotonovelas, la “grosería” permanente como único y último recurso ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión como un desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la muerte.

Su sociedad como visión de los vencidos: el naco quiere aprender karate, le apuesta su alma al Cruz Azul, ahorra con sus amigos para jugar squash una vez al mes, le tupe al futbol llanero, sigue iniciándose con prostitutas, le entra ilusionado a los cursos de inglés de donde nunca saldrá a conversación alguna. Seré sintético: enajenada, manipulada, devastada económicamente, la naquiza enloquece con lo que no comprende y comprende lo que no la enloquece. Y para qué más que la verdad: la naquiza hereda lo que la clase media abandona.
La presentación de los aludidos
Mira manito, la apariencia de la naquiza que hoy conocemos no tiene un origen tan distante. Quizás se implantó por vez primera en Los Ángeles, California, a principios de los cuarenta. Allí, en los ghettos de los mexicano-americanos, los pachucos magnificaron y extendieron pantalones y sombreros con plumas y solapas y tirantes y valencianas y zapatos y, como no sabían de la existencia del mal gusto, creyeron en sus propias vibraciones de alegría y le dieron a la ropa una truculencia y una extensión inusitadas, advirtieron en la exageración del vestido el comportamiento disidente a mano. En México, la ropa del pachuco se volvió —a través del cómico Germán Valdés Tin Tan y los galanes “cinturitas” del cine nacional como Rodolfo Acosta—, la elegancia del arrabal sublimada por la exageración, un envaselinamiento que le ahorraba al seductor todos los preámbulos, una ropa como gana manifiesta de verse admirado y clasificado como objeto erótico. El pachuco, que en los barrios de Los Ángeles fue una confusa rebeldía social, floreció en México como confusa pero electrizada pretensión sexual. Y, entre llamaradas de petate, brotó la primera estética definida de los pobres urbanos que hallaron en el salón de baile su espacio social por definición y en el danzón primero y en el mambo después, el ritual energético que desplegaba y encumbraba la estética personal.

Los sesenta son el segundo gran momento de tal estética de los marginados, hecho posible por las modas masivas, el prêt-à-porter. En el multitudinario festival de rock de Avándaro en 1971 (300 mil personas), se desborda, en plena catarsis, la naquiza, asida —por medio de una profunda e instantánea aculturación— a la sensación vertiginosa, instintiva y jubilosa de desentenderse de un país y elegir a otro. Primer paso para desistir de ese México: la adopción religiosa de la moda. Miembros de “clases-en-transición” (de la extrema miseria a la miseria extrema con aparato de televisión), estos nacos clarifican su anhelo simbólico: fundirse en el seno del consumo ostentoso y el desperdicio. En Avándaro, la naquiza se apropia vicaria y desclasadamente de actividades de las clases medias, y hace suyos el modo de oír música y el estilo del show, agregándoles la autodeprecación de su lenguaje y el desarraigo de su conducta (la falta de metas como el darle la espalda a las Tradiciones Seculares). Algo más: en Avándaro, la naquiza se sorprende integrada al espectáculo, siendo por vez primera y a escala nacional, espectacular. Lo que se paga de inmediato: el logro social del festival (¡¡La Nación de Avándaro!!) se diluyó acto seguido y las características estructurales que finalmente sí han presidido el encuentro y el entreveramiento de las clases, rindieron homenaje a un rasgo permanente de nuestras instituciones: la eliminación del conflicto directo en favor de la fluidez del proceso de asimilación. Al estallar y revelarse nacionalmente como una fuerza social distinta, una parte importante de la naquiza en Avándaro y a partir de Avándaro logra fijar su propio contenido utópico: no se identifican con los ídolos pop nacionales (no los hay) pero sí lo hacen con el estilo de vida a que acceden en este patético y triunfal y desmedido apiñamiento, renuncian a esa suerte de conciencia de clase que son las ordenanzas visuales de su rencor social y aceptan una hegemonía consumerista que tan sólo les ha servido para racionalizar una represión más directa. Su expresión clandestina se hace pública sin que la revelación (exposición) de su lenguaje se insinúe siquiera como acto liberador, sino como una variante —injuriar es confirmar, “vete a la chingada” como aplauso con una sola mano— del metalenguaje de la asimilación. Después de Avándaro, la naquiza descubre —no con palabras, sino con la serie inacabada de represiones— que esa sensación de pertenecer al otro, recién inaugurado México, de adherirse a una colectividad, que, entre el barro y la lluvia y el pasón generacional, no los puede rechazar, correspondía al género de las sensaciones utópicas, irrepetibles y que la continuidad de tal inmersión comunitario/nacional no está en su mano. La alternativa inexistente: la autonomía social e individual que daría una vida política y genuina. Sin salidas, ese sector de la naquiza se decide por la extenuación de las drogas a su alcance (inhalar tíner o cemento no es tanto avidez de sensaciones distintas como resignación ante la crisis financiera que impide hacerse de mariguana), por la sumisión siempre anacrónica a las modas de la clase media, por la actitud colonizada de tercera mano.
Estética de la naquiza I.
La nota roja
¿Qué es, qué puede ser en nuestra democrática repartición de la cultura lo que he denominado impresionistamente “estética de la naquiza”, la visión de lo bello de los jóvenes de las clases desposeídas? No hay una sola respuesta, y uno va de las sesiones con ritmos tropicales a las estampitas religiosas, de la lucha libre a la absorta contemplación de melodramas. Estética aquí es también ética y acumulación de satisfactores sociales: se extrae belleza en este caso de cualquier situación regular, lo bello es lo frecuente. Véase, por ejemplo, la “nota roja”, la divulgación amarillista de los hechos criminales, el cultivo de la delectación ante lo sangriento al que se consagran revistas como Alarma y Alerta, parte importante de los diarios más populares y lo que ya aparece como cauda de fotonovelas. En la incitación de la “nota roja” no hay engaños. Sirve de inmediato de escape o descarga, de catarsis rápida y accesible y también —sin reticencias— le da al morbo una calidad delirante, de pesadilla que la lectura convierte en sueño tranquilizador. Se aprovecha y se estimula la emoción popular ante la sangre (mezcla de honor inducido y gusto apaciguado), se insiste en los relatos pavorosos, en la prosa de la “decencia ultrajada” que, sin escatimar detalle, inventa giros sensacionales. Se extienden las fotos de los cadáveres en estado de putrefacción, de las prostitutas abandonadas en la salida del Ministerio Público, de los homosexuales que ríen desde su travestismo, de los niños monstruos con un ojo o dos dedos de más, de los sátiros con niñas señalándolos. En la nota roja, ese momento de lo increíble cotidiano (es tan fuera de lo común que nunca deja de producir una suerte de satisfacción) adviene a una especie de voluptuosidad muy “bonita”.


Estética de la naquiza II.
Juárez no debió de morir


En el salón Maxims el mago baila. Cien pesos la entrada, pero aguanta. Lléguenle a la Sonora Matancera en la celebración de su aniversario, y también, para amenizar, lléguenle a la orquesta de Miguel Ángel Serralde con su repertorio a lo Glenn Miller, el boogie-woogie (bugui-bugui) de los años de la Segunda Guerra, con su exaltada y tiránica coronación de una pareja a la que van rodeando los demás. Con ustedes, Bienvenido, el Bigote que Canta. “Sólo cenizas hallarás...”. La voz de un cantante popular como Bienvenido Granda (como la voz de Daniel Santos o la de Celio González o la de Julio Jaramillo o la de Olimpo Cárdenas o la de Carlos Argentino, o la de Rigo Tovar o la de los cantantes del conjunto Acapulco Tropical) es un instante climático de la estética de la naquiza. Allí se cumple, de modo distinto y complementario al ardor de los tríos de boleros románticos, un gozoso acercamiento al tótem de la sociedad mexicana, “lo poético”, que en uno y otro caso se transmite primero por la voz y luego por las letras, y en último término por la melodía.

La seducción amorosa como emancipación de la poesía de la vida. El ligue como la lírica del acoso. El faje como desfogue físico y creación individual. El culto a las apariencias como elaboración artística, lo que en un tiempo fue la argucia conspirativa de los lentes de sol a medianoche y la argumentación seductora del diente de oro (“brilla por toda nuestra oscuridad”) y ahora es la impostación de los modelitos de ropa pródigos en muestras (“El que no enseña no vende”) y el fulgor del maquillaje barato. “¿Te gusta, mi vida? Es una orquesta muy padre”. Y la compañera se sonríe y ojalá se hubiese teñido bien el pelo. No que así a medias...

La voz levemente chillona, completamente opuesta a cualquier propósito operático, el ritmo de la Santanera que presagia o describe centenares de parejas en la pista, apretándose o separándose con fervor monomaniaco, deseándose o fingiendo socialmente el deseo, la melodía que suele ser tan recordable que uno la memorizó antes de que apareciese en numen alguno, la letra que narra invariablemente un amor suplicante o irritado o vehemente o autodestructivo pero nunca logrado, nunca sedentario: “Cada noche un amor...”. Y la trompeta apunta velozmente un comentario burlón y sagaz que solemnizan las maracas y afirma o desmiente el piano.
La voz de estos próceres incita a hacerles segunda, no aleja, no deslumbra, no apantalla. Eso no quiere decir que sean voces sin estilo.

Pero su estilo es el de las barriadas tumultosas y las horas anhelando y entreviendo ese Santo Grial que es el empleo, la refinadísima desfachatez de la “última noche que pasé contigo”, la cachonda serenata en donde Daniel Santos requiebra a una sola consonante y la arrastra y la lleva al altar y le da a “Virrrrrrrgen de medianoche...” el acento de evocación muralista de la llegada del provinciano a la capital. Allí, el estilo se ha forjado gracias a la admiración solidaria de los vecinos en las primeras fiestas y se ha depurado y acendrado en miles de sesiones parecidas con los jovenazos que descubren el beso en la nuca y la sensación brumosa que incita a la pendencia y convoca a la autocompasión y al elogio continuo de la prostitución y de la baja idea de uno mismo y del olvido fácil y falso de la pena. La voz se extiende como otro golpe instrumental, una cadencia sabrosona, con la carga cultural de lo “sabrosón”: complicidad, reclame sexual, desafío a las primeras de cambio, convenciones de barrio y de salón de baile, recorrido trabajoso y suplicante de la pista, a raspar suela, prohibido tirar colillas para que las damas no se quemen los pies, el antiguo humor grueso y el apogeo apretado (acurrucadito así) de la vulgaridad. Y la monotonía vocal de Rigo Tovar vuelve prescindible el formalismo de la invitación a un hotel.


Los antecedentes históricos
Sin método, al azaroso abrigo del nacionalismo cultural, se ha intentado entre nosotros una estética reivindicatoria de lo mexicano que no parta del rechazo mitificador y “ennoblecedor” de una realidad, sino de su aceptación crítica. La tendencia quizá fue inaugurada por Solís, el personaje idealista de Los de abajo de Azuela: “¡Qué hermosa es la Revolución aun en su misma barbarie!”. Apagado el impulso consagratorio del movimiento armado y la voluntad de congelar en el retrato a trenes y soldaderas y juanes hoscos y ceñudos y tiernos, la estética nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas (paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.) o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a mirar la decadencia del primitivismo. El cine y la fotografía recogieron, sin aceptarlo, su mensaje. En los cincuenta, Emilio el Indio Fernández intentó entre aciertos geniales (de Flor Silvestre a Víctimas del pecado) tal énfasis en la belleza de lo mexicano —magueyes y fogones, peones y soldados, serranías y chozas, cabarets y rumberas— pero su fotógrafo Gabriel Figueroa plasmó todo con ánimo clásico que volvía pretextos a los sujetos de su atención y los insertaba en una composición admirable para perfilar penumbras del Salón México o cocinas rurales con habilidad deslumbrante, museificada. Así engalanado, “lo mexicano” devino tarjeta postal y los hermosos rostros de Dolores del Río y Pedro Armendáriz se irguieron como cánones helénicos en medio de chinampas y haciendas desiertas. Embellecidos, seres y objetos se mistificaron diluyéndose en el prejuicio de la imagen perfecta cualquier otra intención.

¿Qué indican dos fotos, ambas del extraordinario Manuel Álvarez Bravo? En una, celebérrima, “La buena reputación duerme”, una joven indígena se tiende con los senos al aire, ceñida a una estética por así decirlo clásica: la fertilidad de las formas sensuales, la composición límpida. En la otra, el presidente municipal de Sierra de Michoacán aguarda en su oficina y el conjunto sorprende por su mezcla de elementos inermes, desprotegidos. Allí está el hombre a quien la fotografía despoja de su alma (su autoridad mínima pero concreta). De fondo, una pared descascarada, los afamados y gastados retratos de Hidalgo, suponemos que de Juárez y Morelos, el calendario de una fábrica de camiones y el proyecto de una escuela primaria. Papeles, un tintero, una silla, la adhesión respetuosa a la solemnidad del instante. Los elementos son míseros, escuetos, drásticamente tristes. Pero son todo lo que se tiene, todo lo que hay.

Pocos han intentado proseguir esta vía. No es muy atractiva la perspectiva de ofrecer nuestra pobreza sin elementos de glamour y, digamos, el cine naturalista de Ismael Rodríguez tomó del tremendismo no los elementos del shock sino el azucaramiento del melodrama para mayor felicidad populista de Pedro Infante. Y desde hace tiempo el desmedro, el entierro de cualquier pretensión reivindicadora y armonizadora. ¿Quién, luego de la espléndida labor narrativa y lingüística de Juan Rulfo, ha querido reconciliarnos con lo que vivimos, no en actitud conformista sino para hallar críticamente los elementos salvables en el desastre? El fatalismo es nuestro humanismo: vivimos el inmenso, renovado horror del subdesarrollo. Vivimos de asechanzas: el hambre, el smog, el mal gusto como todo gusto, el deterioro, la falta de tradiciones, no hay museos, la arquitectura es la sucesión de improvisaciones catastróficas, en la pobreza no hay descansos ni alegrías visuales. Y se transcurre de la solidez de la dependencia a su encumbramiento estético. Hace poco, en una mesa redonda, alguien afirmó: “Está comprobado estadísticamente que el Distrito Federal es una de las ciudades más feas del mundo”.

Lo que nadie niega y nadie duda. Para la burguesía, México es la afrenta. Para las masas, México es la perplejidad. ¿Adónde está el orgullo, adónde está el coraje de la ciudad en la que habitan? Los pobres son aún más pobres en la búsqueda sin prestigios de los valores poéticos y culturales a que puedan tener acceso, en su anticromática adopción de “La Última Cena” y los minipósters de actores, toreros, futbolistas y cantantes y el calendario del Flechador del Cielo y las estampas de santos. Kitsch seguramente o cursilería, atrocidades lustrosas y regocijantes. Pero, de nuevo, es lo único que tienen, esa estética que tanto hace sonreír a los sectores ilustrados de clase media, el mundo tricolor donde las estatuillas de barro de El Santo o Blue Demon y las correspondientes de San Martín de Porres y la Guadalupana al amparo de una concha se delatan como cúspides de una voluntad de acceder, como sea, al goce de la hermosura.


Estética de la naquiza III.
Las ofertas de la calle


La calle es la contingencia y la fatalidad. Y el escenario. Una prueba de los alcances provincianos del Distrito Federal: en la calle sigue viviendo mucha gente. La calle se conserva como guarida, foso, hotel, espejo, laberinto, cacería y representación. Para muchos, la calle aún no es lo exterior, lo ajeno; todo lo contrario: la calle es más íntima y más cordial y más posible que la casa, la calle es la raíz y la razón, el yo y la circunstancia unidos orgánica, indisolublemente. Para una enorme cantidad de mexicanos, la calle es el lugar sedentario y solitario que se opone al nomadismo y al despliegue multitudinario de la habitación.

En la calle, la fijación y la obsesión de los aparadores. Los chavos se detienen y se fijan y se comparan y adquieren los trajes consagratorios y los smokings verdes de las fiestas de-cembrinas y las chamarras más demoledoras y los cinturones y los zapatos de tacón alto (¡Alturízate!) y las camisas de la ostentación. Los aparadores son otra versión dictatorial de nuestra morosidad sociopolítica; desde allí, los maniquíes dorados de papel aluminio se estrenan como premonición a precios populares del futuro homogeneizado y rígido. Los aparadoristas lo saben: lo exótico es la supervivencia de lo atávico y lo llamativo rodea a una taza de excusado forrada de papel estaño o a un maniquí vestido-como-se-debe y uncido a una peluca anaranjada o roja. En esas iluminadas peregrinaciones inquisitivas por los corredores del metro de Pino Suárez o por la Avenida San Juan de Letrán, los aparadores se levantan como el nudo y el desenlace estéticos que deben inundar al viandante con la certidumbre última: esto me queda, esto se ve padrísimo, esto es retebonito.

A la naquiza la detiene una confesión desde la ropa: si moda es status y uso de la moda es autobiografía, estos chavos anhelan llamar la atención como solicitud de status: esto viste, esto me pongo y aquí, en este peldaño de la escala del éxito, me hallo sin remedio. Las confidencias de los atavíos son demoledoramente ingenuas. ¿Cuál es la meta de la sofisticación, cuál es la índole de las pretensiones? La primera: el gozo estético de triunfar sobre la vida, de salir del hoyo, del arrabal. Mientras, la naquiza se sabe chafa, se descubre vestida en serie como hecha en serie, se sabe irremediablemente fuera de las ópticas consagratorias y opone a la ceguera del Poder sus colores naranja o verde o amarillo o rojo frenesí que se atenúan y se borran en la multitud.


Estética de la naquiza IV.
Sombras nada más


Una escena cumbre de la estética de la naquiza. En un festival de la Alameda, con motivo de un homenaje al desaparecido cantante de bolero ranchero Javier Solís. Los dolientes: el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Escenografía: reclinada sobre una silla, la foto de Solís, con sombrero de charro, en fondo azul. Al fin y al cabo a Javier le hubiera gustado que así fuera, él, cuyo primer nombre fue Gabriel Siria y que pasó de ayudante de carnicero a mariachi de la plaza Garibaldi.

Allí están los ex compañeros de Solís para declamar, cantándole, su historia: hijo del pueblo, entraña nativa, te nos fuiste en plena gloria. Rockefeller empezó colectando clips. Onassis fue dependiente en la Argentina. Javier Solís salió de las instituciones folclórico-recreativas del mundo de Santa María la Redonda, se emancipó de asediar automóviles y desafinar en serenatas y mostrar la fatiga del cantante con lagunas en su repertorio. Yo sólo sé que no me las sé todas. Para el mariachi, Javier Solís es lo que Pedro Infante para los carpinteros y, lo que en alguna época, fue Lupe Vélez para las vicetiples: la seguridad de que chance y ahí viene la buena, chance y salimos de ésta, mi cuate. En la Alameda, los mariachis se fugan y abandonan en el escenario el retrato y a la silla y a la voz de Solís cantando “Sombras”. Y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo de este drama sin final. ¡Qué importa! La lección estética se ha dado: de un mariachi puede extraerse un Javier Solís. Y la medida de lo que fue y lo que significa un Javier Solís la dan las aspiraciones de sus admiradores. Sombras nada más entre tu vida y mi vida...


Estética de la naquiza V.
Lo bonito


“Lo bonito” es a lo que se tiene derecho, los residuos de la explotación convertidos en avalúos estéticos. El pastelero crea un pastel en forma de guitarra excepcional para el músico, a manera de ombligo para el cumpleaños del cirujano o, más comúnmente, elabora parejas elaboradas y rosáceas. La familia demanda esa representación de “lo bonito”. Sin “lo bonito” tampoco es posible seguir, existir. Hay que enviar una carta “bonita” y de allí el emporio de los libros de cartas de amor. Hay que conseguir que la chaquira hable por nuestros afanes de perfección y brillo y por ello, en ese inmenso mundo del Primer Cuadro, del Centro, de las calles de Corregidora o Isabel la Católica por donde pasan los cientos de miles de personas, en ese universo de los pequeños negocios y las explotaciones soeces de los trabajadores, la chaquira se abroga el privilegio de representar a la Guadalupana o al Flechador del Cielo o a Snoopy o a Charlie Brown. La chaquira brilla y refulge como lo más ostensible de un afán de darle a las mayorías desposeídas (sin riesgo ni costo) los objetos luminosos que las acerquen, en pleno arrobo, a lo bonito.
Las “complacencias musicales”: ella le dedica la canción a él y explica por qué y su voz no tiembla: es victoriosa, satisfecha, se está logrando, y junto a ella, se ríe orgulloso él, acude la canción y las manos se unen levemente temblorosas y ella —esperanza inútil, flor de desconsuelo ha voceado su amor ante el universo, se ha quedado sin secretos: la pasión tiene un nombre y es un joven de la colonia Pantitlán. La estética de la naquiza es relación personal, inmediatez, las canciones se componen para ahorrarnos el esfuerzo declaratorio, para darle al autoabatimiento palabras lindas con qué gritar a los cuatro vientos que no soy nada y que nada valgo, para darle (insospechadas) proporciones estéticas a la gratitud al bendito Dios porque al tenerte yo en vida no necesito ir al cielo tisú. Y el “tisú” es lo que le conviene al cielo, si él y ella están enamorados el cielo debe ser tisú, no hay tiempo de ir al diccionario, instintivamente se conoce que allá arriba todo es tisú.


Crónica de un reventón.
Dicen que no se siente el subdesarrollo
compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo


Genaro no se confunde. Él no ha leído a Lobsang Rampa ni ha oído hablar de la sociología de movimientos juveniles como la Onda y le vale todo lo relacionado con proyectos de “alternativa existencial” y no sabe nada del Sistema y de la Enajenación y la Manipulación. Él radica en la colonia Moctezuma, quiere agarrar empleo, tiene 17 años y trae una camiseta bien cotorra que a la letra dice “Let’s Fuck” y que lleva a todas partes. Hoy le va a caer al hoyo fonqui.

Y son las seis de la tarde, el momento justo de entrar y Armando no está friqueado ni aburrido. Y de acuerdo a su punto de vista no tiene por qué estarlo. El friqueo y el aburrimiento se dan en otra onda, implican otra noción del tiempo y de la velocidad y del haber llegado.

Un joven escritor, Parméndides García Saldaña, inventó un nombre que cundió con fortuna: “Hoyos fonquis”. Lo “fonqui” (de funky, voz anglosajona que podría traducirse como “grueso”, vulgar, rudo, intenso, espeso) se adecuaba con la descripción física de un lugar como una madriguera, como una encerrona. Los hoyos surgieron en 1968 o 1969 y se popularizaron al cabo del festival de Avándaro. Por lo común, son galerones de regular tamaño donde los grupos rocanroleros lanzan sus ondas y los chavos se prenden y bailan y corean pretensiones. Los hoyos aparecen y desaparecen, falta el permiso y se fijan los sellos, o continúan durante meses desempeñando su encomienda de Centros Alivianadores (nótese la ironía de las mayúsculas).

—Claro —dice nostálgico un rocanrolero de la buena primera época, la de grupos como los Locos del Ritmo y los Rebeldes del Rock y los Teen Tops y la sensación de la juventud como divino tesoro—, ha cambiado todo. Antes las tocadas eran en Narvarte o Las Lomas o El Pedregal y había garden parties cerca de la alberca y tocábamos “Sobre las olas” a ritmo de twist y los padres de la chava de 15 años se acercaban al final para intercambiar rollos y apoyábamos con una diana el discurso del padrino. Luego llegaron los de la frontera con la greña hasta el hombro y no se bañaban y decían que esa era la onda y allí empezó el desastre y ahora ya ves, los hoyos fonquis quedan por la Industrial Vallejo o por la Avenida Ocho cerca de Zaragoza o por Nezahualcóyotl. ¡Qué bajón social!


El Personal / Impresión

Genaro invitó a su cuate Armando a que lo acompañe. No se trata de ir a ligar, nel, sino a lo que más aguanta de los hoyos, meterse a rolar en compañía, con la música que no deja oír ni la música. A la entrada (mientras ubicuos e inexplicables adolescentes descargan amplificadores, mueven guitarras, se internan en camionetas), alineaditos contra la pared, los chavos de siempre, inmóviles y con aspecto de recién horneados o aparentando familiaridad con algo que allí no se encuentra, pidiendo dinero para entrar.

—Coopera con una luz.
Armando reconoce a una que fue su “torta”, una chava que es demasiado de todo. Se detiene a saludarla y a intercambiar ese antiguo sustituto de las vibraciones llamado “vaga información de índole personal” y Genaro atisba el cartel creyendo conocer muy bien a cualquier grupo que aguante en México (salvo que no se hayan disuelto la semana pasada, la inestabilidad es la norma), así toquen ahora en discoteques de la burguesía. Genaro no discrimina: también sabe de los grupos que nadie pela pero con nombres espectaculares y de eficacia concentrada como el Perro de las Dos Tortas o La Época de Oro de María Conesa o La Decena Trágica.
En el hoyo, muy en onda, los letreros anuncian:

Hermano, Aliviánate con tu chambra o cobija
en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know)

Bienvenidos al guardarropa.
Un peso por pañal o garra.

Armando ya pagó su boleto y no se molesta en calcular cuánto ganará el empresario cada domingo. En los rincones, se improvisan grupos y se consolidan con paciencia admirable, allí prolongan sus ambiciones de eternidad, intercambian frases como cortesía no hacia los demás sino hacia la mínima práctica del idioma, apenas alteran la expresión al ver a un conocido, se ríen por etapas, nunca de golpe, jamás la efusión de la cantina, nunca la risa junta en un solo lugar, más bien espaciada, por tramos, para que vaya relacionándose con una idea segmentada de la realidad o de lo que sustituye a la realidad en caso de duda.
En las escaleras, estos chavos —amigos de amigos de los de la tocada, groupies sin saberlo, conocidos de sí mismos— aguardan cualquier acontecimiento que los libere del hechizo de la espera, de ésta o de la que emprenderán dentro de un rato.


Significados / Presiones


¿Qué lugar ocupan los hoyos fonquis dentro de la subcultura juvenil? Vaya uno a saberlo, mejor la dejo de ese tamaño y verifico, en medio del denso y golpeante sudor (un sudor como marejada o clima artificial, trastorno ecológico, sudor de precipitaciones y descensos, sudor que es una rendición prolongada por una resistencia, el sudor como visión del mundo), las razones para identificar rock y sexualidad, las simpatías del instinto están con el diablo.

Los chavos bailan con acometividad tribal, se elevan y rugen o empeñan sus condiciones naturales y el vértigo de su desplazamiento en la realización del baile. El baile es un instrumento político del cuerpo, una prolongación que exige formas adecuadas, formas que no deben contradecir el temperamento de su creador. La coreografía es culpa y expiación, ponte teológico Eulogio, o crimen y castigo o sentido y sensibilidad. Lo febril es lo tranquilizador, y una carga de sexo retenido (o frustrado o mal avenido con la furia de la explosión demográfica como recompensa de la pobreza) se va desinhibiendo y esparciendo, entre turbanadas y aglomeraciones de sudor.

Sí, a lo mejor es cierto, estos chavos encuentran más tedioso y sofocante el aire de afuera, el aire de la represión en todos los órdenes que preside el paseo de Chapultepec o el más desenfrenado de los actos sexuales, la represión que deprime o aniquila las energías, la virginidad femenina es una afrenta expropiable y se es macho para que nadie dude de la hombría, somos un país muy moral. Con las limitaciones previsibles y lo espontáneo de los descubrimientos masivos, cada domingo en los hoyos fonquis, los dos o tres que regula con avaricia la ciudad, los chavos y las chavas reencuentran que la relación profunda entre el rock y la sexualidad (no lo dicen si es que lo saben) es siempre de otra manera y con otras palabras y ellos gritan y gesticulan y se arremolinan y se agolpan y se liberan —de las ceremonias colectivas líbranos Autoridad— del paso muerto de todas las exaltaciones y relajamientos que ese día, esa semana, ese año, no pudieron tener.


Intimidad / Proximidad

Y la chava baila sola, va sola, accede al giro y a la simulación del ballet. Nadie le falta al respeto entre otras cosas porque aquí nadie cree en lo que las buenas familias entenderían por respeto, ésa no es la onda, se viene a oír las grandes rolas, aunque todavía no haya bronca contra la moral sexual dominante, aún se le pide a la nena que sea buena y a la niña otro besito y la atención está puesta en agotar el sonido grueso, y la chava sigue bailando, abstraída, inmersa, muy acá, y entonces uno sabe lo que significa “muy acá”. “Muy acá” es muy acá, nada de distanciarse un milímtero, se trata de quedarme inmovilizado, no desplegarse, ni huir del reventón, la tocada es aquí justamente, la chava es muy acá, la chava mueve su cuerpo sin meterle demasiado ritmo para no precipitarse en la rumba, solo muy acá. Genaro y Armando bailan solos, entre sí, con todos los demás. Este domingo, entre organizaciones y estrategias de un sudor dividido en estalactitas y estalagmitas, al compás del rock macizo, el hoyo fonqui está muy acá.


El norte de la ciudad


Todo lo nuevo sucede primero en el norte de la ciudad, en medio de la concentración de loncherías, tlapalerías, autoservicios, vulcanizadoras, estudios de fotografía, refaccionarias, billares, baños de vapor, estanquillos, misceláneas, camioneras, ricas carnitas, mecánica automotriz, cementerios de automóviles, perros callejeros. Se venden flechas y diferenciales. Al norte de la ciudad lo ha vuelto compacto la ausencia de “zonas residenciales” y su carácter de orbe cerrado a la comprensión de una estética tradicional y de una estética vanguardista. Es la opresión visual, la sucesión de fachadas lúgubres y ruinosas, prematura o logradamente ruinosas; es el agobio y los embotellamientos, el ruido incesante, la muerte de los espacios verdes, la ira, la indefensión, el odio, la impotencia.
En el norte de la ciudad perdura el más antiguo de los hoyos fonquis, o salones rocanroleros, el Salón Chicago (sito en la calle Felipe Villanueva), con su apariencia de casa de familia modelo obsesionada por el amplio espacio y los azulejos y domesticada por el rumbo de Peralvillo y las bajas posibilidades adquisitivas. Sitio que amparó a una casa de huéspedes o a un fallido salón de quinceañeras, el Chicago es un emplazamiento estratégico y una vocación adquirida de sus habituales, a quienes antes se conocía como “muchachada” y ahora designan como el Personal.

El Personal. ¡El Personal!!! Los asistentes están uniformados en su inmensa mayoría por signos culturales y raciales. A su cultura la han nutrido las horas-TV y la indiferencia filosofal de los pósters y el anudamiento con sus radios de transistores y esa hambre de internarse en los vericuetos de la “modernidad”: un ruido/una música/una experiencia; a su cultura la guían los gustos reaparecidos a la hora de elegir camisas y chamarras y sombreros de western y pantalones acampanados o de pata de elefante, los gustos dictaminados por una publicidad babilónica. Por otro lado, y para decirlo de una vez con palabras fatales, son nacos y se les nota. Como nacos, deslizarse orgullosamente en un agujero es aventura de todos los días. Como nacos, se sienten y son desplazados de un centro que conserva señales de identidad excluyentes y exclusivas. ¡El naco en México! Aquel que no niega desde su apariencia su adhesión a la Raza de Bronce clang! clang!, que es prietito de los meros buenos, que ha recibido de una fracturada clase media y una ensoberbecida burguesía el calificativo que aísla y degrada: naco, que a la letra dice sin educación y sin maneras, feo e insolente, sin gracia ni atractivo, irredimible, imagen inferiorizada de un país menor, lleno de complejos, resentido, vulgar, grueso, con bigotes de aguamielero, le va al Santo, masca chicle y en su casa no lo saben.

El naco se sabe y se contempla jodido, ahuyentado, siempre de aquel lado de la barrera. Pero saberse naco no es aceptarse como tal y de modo combativo, y así el susodicho actúa en la desesperanza, sin palabras, sin conceptos organizativos, sin acceso a una conciencia reivindicatoria. El largo abrazo de la Unidad Nacional lo ha proscrito, lo ha dejado de lado, lo ha incluido ocasionalmente en acarreos, lo ha acorralado en el júbilo de los festivales “cívicos” donde los intérpretes y favoritos desgranan las canciones de moda. Y luego de las elaboraciones sexenales sobre el destino de la Patria, la Unidad Nacional —lucha de clases, ¡absténte!— lo ha dejado en la golpeada fascinación del desempleo, en el taller del maestro López, en la búsqueda de camisetas con inscripciones apantallantes. Desde el proletariado o desde el lumpenproletariado, desde las aglomeraciones familiares, desde esa búsqueda de agua, drenaje y electricidad del nuevo encuentro de las tribus de Aztlán, el naco se deja venir, cada vez más numeroso y avasallante, como la presencia masiva que ya define al Distrito Federal.

Clama la decencia azorada. El arquitecto Mauricio Gómez Mayorga en belicoso artículo declara: “Están convirtiendo a México en la Gran Changotitlán”. ¡Los changos, los simios, los nacos! Con su rostro declaradamente torvo, con sus facciones que tanto contrarían al ideal de perfección publicitario. ¿Dónde la rabia superior? ¿Dónde las expresiones arrobadas de quien se abisma en la pausa que refresca? ¡La Gran Changotitlán! Cada estación del metro vomita nacos en oleadas, con sus chamarras grasosas y sus pantalones vaqueros y sus camisas floreadas y su risa desdeñosa para los cuates. ¡Qué ganas de molestar! ¿Cómo vamos a ser una nación contemporánea si esos tipos arruinan, fastidian, mellan, vulneran el paisaje? Por lo demás, ¿quién redime a México de la carencia de una estética que justifique y exalte el país? Grecia tiene el Partenón y Roma la Capilla Sixtina y Francia dispone de París entero y los museos atestiguan los ideales de perfección clásica de Occidente, pero México cuenta con grupos de señoras de Las Lomas y el Pedregal visitando ruinas y capillas pozas en medio de difusas explicaciones de la pintura virreinal.


Soltar vapor

En el Salón Chicago cada semana se congregan de mil a mil quinientos chavos, ávidos de emociones a todísima. A lo que estos chavos vienen es a soltar vapor. Durante la semana los regaña y los friega el agente de tránsito, los regaña el maestro del taller, o el gerente del almacén, los regañan en su casa porque no consiguen chamba. Llega el domingo y de lo único que tienen ganas es de soltar vapor.

“Soltar vapor”, el desgaste funcional, desahogarse, consumarse en catarsis diminutas o máximas, extenuaciones y cumplimientos de la voluntad, instantes y horas de la descarga, el desfogue, la intensidad como grito y palmoteo y alarido y respiración agitada. En el escenario del Chicago, sobre ese templete con su pasarela, un grupo no muy interesante con su cantante invitado a quien le llaman “el Grueso”, el personaje obviamente felliniano que se ostenta como freak. El Grueso alienta y alerta al público, entiende su papel como incitador y concentrador del vigor de las masas, amenaza con un striptease, se quita la camisa, le arrebatan la bufanda, lucha por ella, acuden en su auxilio, alguien desciende al centro de la masa hirviente y da golpes, se rescata trozada la bufanda, el Grueso explica que era un regalo muy querido de un músico inglés pero que no importa está ahora el pedazo en mejores manos, el público al que ama y que lo sigue en su show no muy estremecedor.

El Grueso culmina renunciando a su camisa y arroja el resto de su bufanda y amenaza con dejarse caer sobre la densa y compacta masa y repite un chiste y cuenta que la última vez que se lanzó así le cayó a un cuate de 18 años que le cobraron como si fuese nuevo. Irrumpe el intermedio y los músicos del siguiente grupo acomodan sus instrumentos y el Personal se impacienta y chifla, el aplauso no es ya aquí la medida de todas las cosas, pueden aplaudir o rugir o emitir lo que los antiguos conocían como “palabrotas”, el estallido de las ovaciones puede ser menos significativo que un chiflido penetrante como una devastación.

El manejo del público. A un grupo le ha estado fallando el sonido y el Personal se ha encrespado y para que haya la paz, el pianista/maestro de ceremonias grita “¡Viva México!” y la raza esencializa su respuesta en un rugido, y el chavo en el micrófono vuelve a gritar “¡Viva México!” y halla idéntica rugiente respuesta y entonces como contraataque exclama a todos sus decibeles “¡Viva Estados Unidos!” y la rechifla prosigue no sabemos si aumentada, pero es suficiente para que el chavo pianista diga “Ya ven ah, verdad?”. Entonces “¡Viva México!”, y en todo ese juego elemental de controles y persuasiones el Personal se aliviana, arrecia su densidad o se hace a un lado como cuando el Grueso prometió lanzarse y se engendró un espacio de respeto o miedo o como cuando el Grueso lanzó el último pedazo de su bufanda y los chavos revivieron el momento de la piñata o del botín en la residencia solitaria y se arrojaron a la ansiada rapiña empujándose y aventándose y echando un relajo bien efectivo.

Adviene el nuevo grupo, llegado de Guadalajara, que responde al ornamentado nombre de Toncho Pilatos y —para uno, observador entusiasta— el espectáculo sufre un vuelco cualitativo. Porque su cantante y líder, el propio Toncho Pilatos, es un naco definitivo, pómulos acentuados, tez cobriza, mata (cabellera) pródiga que acentúa el aspecto de comanche o de sioux. A la segunda canción, Toncho Pilatos ha definido su estilo y pretensión: crear el rock huehuenche, utilizar elementos indígenas y fundirlos con el rock muy heavy. Pretensión y estilo se centran y se desbordan en la figura de Toncho, que puede recurrir a ocho o diez maracas para agrandar su vocación de Mick Jagger convertido en danzante de la Villa de Guadalupe, la violencia orgásmica de la tradición del rock que adquiere la monotonía pausada, la repetición estremecedora del danzante indígena. “No hizo igual con ningún otro conjunto”.

El mensaje, si uno puede desprenderlo aunque nadie lo dicte o elabore conscientemente, es muy claro: Naco is beautiful, como antes black ha sido beautiful y, en ciertos sectores chicanos, brown ha demostrado ser beautiful. A los sectores marginados les corresponde allegarse nociones de prestigio, les corresponde desbaratar la marginalidad y los prejuicios de, por ejemplo, una sociedad que sólo acepta la belleza criolla como consuelo por no poseer la belleza nórdica. El feroz racismo mexicano ha confinado a la enorme mayoría de un país y le ha señalado su ausencia de atributos verdaderos, ha ponderado la excelsitud incompartible del físico de las minorías, ha extirpado con brutalidad cualquier sueño de los jóvenes nacos ante el espejo. ¿Quién los defiende, si en los mass-media incluso, para representar a una sirvienta llamada María Isabel se usó a una rubia llamada Silvia Pinal?

Por eso Toncho quizás a pesar suyo, pero no necesariamente, es una reivindicación. Naco is beautiful proclaman su arrogancia y el paso reiterativo de quien le ofrece a la Morenita la seriedad de su obsesión y monomanía coreográficas. Y esa representación de aspiraciones raciales y culturales consigue la atención absorta del público, la transformación del baile en concierto, el Chicago es Bellas Artes, el rock huehuenche es la música clásica de este sector de la generación de nacos que se contempla y se refleja en pasos y gritos y ademanes de rechazo y desprecio. Vaga, oscura, confusamente, Toncho está afirmando que Naco is beautiful y está siendo aprobado entusiastamente por una audiencia vivamente concernida por las consecuencias estéticas y psicológicas del aserto (aunque no se atreva a verbalizarlo).


Los hijos de Calles y la Coca-Cola


Sin duda, el naco es el descendiente legítimo del pelado y del lépero, esos fantasmas del latifundismo urbano, la gleba hirviente en los numerosos motines del XIX, los saqueadores del Parián, los incapaces de ilustración y gracia y refinamiento y distinción, los del pelambre hirsuto sobre los labios, los caricaturizados alegremente —junto a una “changuita” (sirvienta) de moños colorados— por Audifred y cruelmente (espantándose las moscas) por Abel Quezada. Nacos somos todos pero la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba despojada y crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el desempleo y el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los cuates, educada en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones en la esquina o del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle de lágrimas. Son los empleaditos y los aprendices y los vagos y aquellos que a la familia ni por aquí se le pasó que estudiaran, los seres cuyo entusiasmo se condiciona para que no lo opaque la sordera y que, símbolos del caos emergente, se van extendiendo y centuplicando, impregnando de nuevo de turbas amagadoras los edenes oníricos de la burguesía, convirtiendo en ghettos a las antaño insolentes “colonias residenciales”. Brutal y triunfalmente, la naquiza es y será de modo creciente, en su falta de politización y de salidas organizativas, el panorama ominoso de las ciudades, el paisaje vencido y enérgico que rodea al cada vez más dudoso ascenso de las clases medias y a las ruinas invictas de ese enorme aparato de triunfo y humillaciones, la difunta y voluntariosa Revolución Mexicana.

Los seres humanos piensan muy despacio.
Apenas entienden en las generaciones venideras.
—Stanislav Reyi Letz

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