lunes, 25 de octubre de 2010

Vivir sin políticos

25/Octubre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

En este momento acuden a mi mente tantas ideas importantes y fundamentales que han terminado por darme sueño. Así es: cada vez que creo tener una gran idea cierro la boca, corro hacia la cama e intento ver el programa más estúpido que aparezca en la pantalla (no es difícil). En el libro del desasosiego, Fernando Pessoa, a quien he copiado la mueca anterior, decía aburrirse cada vez que un pensamiento importante atravesaba su mente. Pero yo creo que se aburría por precaución y decisión propia: no deseaba hacer daño a nadie con sus magnánimos pensamientos. Si de algo debe salvarnos la fortuna es de no caer en manos de los hombres que están convencidos de haber tenido una gran idea y se disponen a experimentar con nosotros, los brutos, para hacerse de un lugar en la historia y obtener reconocimiento. ¿Cuándo se ha visto que los conejillos de indias entreguen un reconocimiento o un diploma a quienes experimentan con ellos? Pobres conejillos.

Continúo llamando ciudad al Distrito Federal llevado por una especie de cortesía excéntrica que debe provenir de un trauma profundo. Bien, en esta ciudad pueden encontrarse, como en vitrina, los vicios humanos más nauseabundos. No tengo nada contra los vicios pues creo que representan la sal de la vida y que un hombre sin vicios debe ser parecido a una mazorca creada en laboratorio. Por fortuna, nunca he conocido a esta clase de hombres. Creo referirme en esta ocasión a los vicios civiles que cualquier ama de casa, decente o indecente, podría reconocer o nombrar. Los vicios civiles están para ser remediados. He visto a un policía esconderse como un mono detrás de unos arbustos para sorprender a los automovilistas que han torcido el camino por donde no debían. De pronto aparecen como tlacuaches a mitad de la carretera. He visto a un cúmulo de grúas desplazándose lentamente a la caza de víctimas sin importar el rastro de odio que van dejando detrás de sí. En un bello crucero urbano, a cierta hora de la madrugada, se arresta al azar a quienes conducen en estado de ebriedad y se les confina en mazmorras dejándolos a merced de ladrones. En el metro desfilan cientos de hombres que se ganan la vida (esto les da derecho a todo): llevan bocinas integradas al pecho e irrumpen en cada estación para atormentar a los pasajeros en su extrema sensibilidad sonora y dejar claro que estos pasajeros son rehenes o basura que debe ser tratada como tal.

Escribió Pessoa en el libro citado: “Haya o no dioses, de ellos somos siervos”. El pesimismo de esta sentencia recala en los huesos más duros. Somos siervos aunque no exista un dios al que servir. Y en mi ciudad somos siervos, y ciervos que están en la mira de una escopeta. Los males civiles deben remediarse para que podamos concentrarnos como es debido en los vicios personales. Las grandes ideas no remediarán nada, sólo hay que saber escuchar a las amas de casa decentes e indecentes que saben más que nadie de lo que sucede en la ciudad porque sufren al darse cuenta que de su vientre ha salido toda esta inmundicia. Y sufren por otras cosas también, aunque no son expertas en los devaneos de las bolsas de valores o en los fundamentos de la democracia. Si las ratas se comen nuestra comida hay que eliminarlas o desterrarlas de casa, dirá una madre preocupada al darse cuenta de que las plagas amenazan su existencia. En cambio, las grandes ideas de quienes gobiernan terminan regularmente en robustas cuentas de banco y el horizonte de los brutos (nosotros, los que no tenemos grandes ideas) queda reducido a una obsesión y a un profundo desasosiego.

Cada vez estoy mas convencido de que las personas deben crear sociedad y buena vida al margen de los políticos y de sus partidos. Hoy existen los medios para andar por ese camino. ¿Es esta una gran idea? No, en verdad que es pura consecuencia lógica, una vulgar suma de números ordinarios. Las madres, los brutos, los artistas, las personas comunes, honradas, las madres decentes (y una que otra indecente), las modestas reuniones de vecinos o de mecánicos deben tomar el control de su ciudad como si sólo de esa decisión dependiera su supervivencia. El escritor Javier García-Galiano, quien debe lamentarse de que me ocupe yo de estos temas, estará de acuerdo conmigo en que el moribundo tiene que dejar al guía detrás de sí, puesto que de un gran camino nunca llegarán noticias: sentencias o mantras, estas últimas, de Ernst Jünger que el mismo García-Galiano tuvo a bien traducir.

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